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Munafa ebook

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Read Ebook: La Montaña by Reclus Elis E

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Ebook has 298 lines and 51482 words, and 6 pages

LA MONTA?A

EL?SEO RECLUS

Traducci?n de A. L?pez Rodrigo

LA MONTA?A

CAP?TULO PRIMERO

#El asilo#

Encontr?bame triste, abatido, cansado de la vida: el destino me hab?a tratado con dureza, arrebat?ndome seres queridos, frustrando mis proyectos, aniquilando mis esperanzas: hombres ? quienes llamaba yo amigos, se hab?an vuelto contra mi, al verme luchar con la desgracia: toda la humanidad, con el combate de sus intereses y sus pasiones desencadenadas, me causaba horror. Quer?a escaparme ? toda costa, ya para morir, ya para recobrar mis fuerzas y la tranquilidad de mi esp?ritu en la soledad.

Sin saber fijamente ? d?nde dirig?a mis pasos, sal? de la ruidosa ciudad y camin? hacia las altas monta?as, cuyo dentado perfil vislumbraba en los l?mites del horizonte.

Andaba de frente, siguiendo los atajos y deteni?ndome al anochecer en apartadas hospeder?as. Estremec?ame el sonido de una voz humana ? de unos pasos: pero, cuando segu?a solitario mi camino, o?a con placer melanc?lico el canto de los p?jaros, el murmullo de los r?os y los mil rumores que surgen de los grandes bosques.

Al fin, recorriendo siempre al azar caminos y senderos, llegu? ? la entrada del primer desfiladero de la monta?a. El ancho llano rayado por los surcos se deten?a bruscamente al pie de las rocas y de las pendientes sombreadas por casta?os. Las elevadas cumbres azules columbradas en lontananza hab?an desaparecido tras las cimas menos altas, pero m?s pr?ximas. El r?o, que m?s abajo se extend?a en vasta s?bana riz?ndose sobre las guijas, corr?a ? un lado, r?pido ? inclinado entre rocas lisas y revestidas de musgo negruzco. Sobre cada orilla, un ribazo, primer contrafuerte del monte, ergu?a sus escarpaduras y sosten?a sobre su cabeza las ruinas de una gran torre, que fu? en otros tiempos guarda del valle. Sent?ame encerrado entre ambos muros; hab?a dejado la regi?n de las grandes ciudades, del humo y del ruido; quedaban detr?s de mi enemigos y amigos falsos.

Por vez primera despu?s de mucho tiempo, experiment? un movimiento de verdadera alegr?a. Mi paso se hizo m?s r?pido, mi mirada adquiri? mayor seguridad. Me detuve para respirar con mayor voluptuosidad el aire puro que bajaba de la monta?a.

En aquel pa?s ya no hab?a carreteras cubiertas de guijarros, de polvo ? de lodo; ya hab?a dejado la llanura baja, ya estaba en la monta?a, que era libre a?n. Una vereda trazada por los pasos de cabras y pastores, se separa del sendero m?s ancho que sigue el fondo del valle, y sube oblicuamente por el costado de las alturas. Tal es el camino que emprendo para estar bien seguro de encontrarme solo al fin. Elev?ndome ? cada paso, veo disminuir el tama?o de los hombres que pasan por el sendero del fondo. Aldeas y pueblos est?n medio ocultos por su propio humo, niebla de un gris azulado que se arrastra lentamente por las alturas, y se desgarra por el camino en los linderos del bosque.

Hacia el anochecer, despu?s de haber dado la vuelta ? escarpados pe?ascos, dejando tras de m? numerosos barrancos, salvando, ? saltos de piedra en piedra, bastantes ruidosos arroyuelos, llegu? ? la base de un promontorio que dominaba ? lo lejos rocas, selvas y pastos. En su cima aparec?a ahumada caba?a, y ? su alrededor pac?an las ovejas en las pendientes. Semejante ? una cinta extendida por el aterciopelado c?sped, el amarillento sendero sub?a hacia la caba?a y parec?a detenerse all?. M?s lejos no se vislumbraban m?s que grandes barrancos pedregosos, desmoronamientos, cascadas, nieves y ventisqueros. Aquella era la ?ltima habitaci?n del hombre; la choza que, durante muchos meses, me hab?a de servir de asilo.

Un perro primero, y despu?s un pastor me acogieron amistosamente.

Libre en adelante, dej? que mi vida se renovara ? gusto de la naturaleza. Ya andaba errante entre un caos de piedras derrumbadas de una cuesta pe?ascosa, ya recorr?a al azar un bosque de abetos; otras veces sub?a ? las crestas superiores para sentarme en una cima que dominaba el espacio; y tambi?n me hund?a con frecuencia en un profundo y obscuro barranco, donde me pod?a creer sumergido en los abismos de la tierra. Poco ? poco, bajo la influencia del tiempo y la naturaleza, los fantasmas l?gubres que se agitaban en mi memoria fueron soltando su presa. Ya no me paseaba con el ?nico fin de huir de mis recuerdos, sino tambi?n para dejar que penetraran en mi las impresiones del medio y para gozar de ellas, como sin darme cuenta de tal cosa.

Si hab?a sentido un movimiento de alegr?a ? mis primeros pasos en la monta?a, fu? por haber entrado en la soledad y porque rocas, bosques, todo un nuevo mundo se elevaba entre lo pasado y yo, pero comprend? un d?a que una nueva pasi?n se hab?a deslizado en mi alma. Amaba ? la monta?a por si misma, gustaba de su cabeza tranquila y soberbia, iluminada por el sol cuando ya est?bamos entre sombras; gustaba de sus fuertes hombros cargados de hielos de azulados reflejos; de sus laderas, en que los pastos alternan con las selvas y los derrumbaderos; de sus poderosas ra?ces, extendidas ? lo lejos como la de un inmenso ?rbol, y separadas por valles con sus riachuelos, sus cascadas, sus lagos y sus praderas; gustaba de toda la monta?a, hasta del musga amarillo ? verde que crece en la roca, hasta de la piedra que brilla en medio del c?sped.

Asimismo, mi compa?ero el pastor, que casi me hab?a desagradado, como representante de aquella humanidad, de la cual hu?a yo, hab?a llegado gradualmente ? serme necesario; inspir?bame ya confianza y amistad; no me limitaba ? darle las gracias por el alimento que me tra?a y por sus cuidados; estudiaba y procuraba aprender cuanto pudiera ense?arme. Bien leve era la carga de su instrucci?n, pero cuando se apoder? de mi el amor ? la naturaleza, ?l me hizo conocer la monta?a donde pac?an sus reba?os, y en cuya base hab?a nacido. Me dijo el nombre de las plantas, me ense?? las rocas donde se encontraban cristales y piedras raras, me acompa?? ? las cornisas vertiginosas de los abismos para indicarme el mejor camino en los pasos dif?ciles. Desde lo alto de las cimas me mostraba los valles, me trazaba el curso de los torrentes, y despu?s, de regreso en nuestra caba?a ahumada, me contaba la historia del pa?s y las leyendas locales.

En cambio, yo le explicaba tambi?n cosas que no comprend?a y que ni siquiera hab?a deseado comprender nunca; pero su inteligencia se abr?a poco ? poco, y se hac?a ?vida. Me daba gusto repetirle lo poco que sab?a yo, viendo brillar sus miradas y sonreir su boca. Despert?base la fisonom?a en aquel rostro antes cerrado y tosco; hasta entonces hab?a sido un ser indiferente, y se convirti? en hombre que reflexionaba acerca de s? mismo y de los objetos que le rodeaban.

Y al propio tiempo que instru?a ? mi compa?ero, me instru?a yo, porque, procurando explicar al pastor los fen?menos de la naturaleza, los comprend?a yo mejor, y era mi propio alumno.

Solicitado as? por el doble inter?s que me inspiraban el amor ? la naturaleza y la simpat?a por mi semejante, intent? conocer la vida presente y la historia pasada de la monta?a en que viv?amos, como par?sitos en la epidermis de un elefante. Estudi? la masa enorme en las rocas con que est? construida, en las fragosidades del terreno que, seg?n los puntos de vista, las horas y las estaciones, le dan tan gran variedad de aspecto, ora graciosos, ora terribles; la estudi? en sus nieves, en sus hielos y en los meteoros que la combaten, en las plantas y en los animales que habitan en su superficie. Procur? comprender tambi?n lo que hab?a sido la monta?a en la poes?a y en la historia de las naciones, el papel que hab?a representado en los movimientos de los pueblos y en los progresos de la humanidad entera. Lo que aprend? lo debo ? la colaboraci?n del pastor, y tambi?n, para decirlo todo, ? la del insecto que se arrastra, ? la de la mariposa y ? la del p?jaro cantor.

Si no hubiera pasado largas horas echado en la yerba, mirando ? escuchando ? tales seres, hermanillos m?os, quiz? no habr?a comprendido tan bien cu?nta es la vida de esta gran tierra que lleva en su seno ? todos los infinitamente peque?os y los transporta con nosotros por el espacio insondable.

CAP?TULO II

#Las cumbres y los valles#

Vista desde la llanura, la monta?a es de forma muy sencilla; es un cono dentado que se alza entre otros relieves de altura desigual, sobre un muro azul, ? rayas blancas y sonrosadas y limita una parte del horizonte. Parec?ame ver desde lejos una sierra monstruosa, con dientes caprichosamente recortados; uno de esos dientes es la monta?a ? donde he ido ? parar.

Y el cono que distingu?a desde los campos inferiores, simple grano de arena sobre otro grano llamado tierra, me parece ahora un mundo. Ya veo desde la caba?a ? algunos centenares de metros sobre mi cabeza una cresta de rocas que parece ser la cima; pero si llego ? trepar ? ella ver? alzarse otra cumbre por encima de las nieves. Si subo ? otra escarpadura, parecer? que la monta?a cambia de forma ante mis ojos. De cada punta, de cada barranco, de cada vertiente el paisaje aparece con distinto relieve, con otro perfil. El monte es un grupo de monta?as por si solo, como en medio del mar est? compuesta cada ola de innumerables ondillas. Para apreciar en conjunto la arquitectura de la monta?a, hay que estudiarla y recorrerla en todos sentidos, subir ? todos los pe?ascos, penetrar en todos los alfoces. Es un infinito, como lo son todas las cosas para quien quiere conocerlas por completo.

La cima en que yo gustaba m?s de sentarme no era la altura soberana donde puede uno instalarse como un rey sobre el trono para contemplar ? sus pies los reinos extendidos. Me sent?a m?s ? gusto en la cima secundaria, desde la cual mi vista pod?a ? un tiempo extenderse sobre pendientes m?s bajas y subir luego, de arista en arista, hacia las paredes superiores y hacia la punta ba?ada en el cielo azul.

All?, sin tener que reprimir el movimiento de orgullo que ? mi pesar hubiera sentido en el punto culminante de la monta?a, saboreaba el placer de satisfacer completamente mis miradas, contemplando cuantas bellezas me ofrec?an nieves, rocas, pastos y bosques. Hall?bame ? mitad de altura entre las dos zonas de la tierra y del cielo, y me sent?a libre sin estar aislado. En ninguna parte penetr? en mi coraz?n m?s dulce sensaci?n de paz.

Pero tambi?n es inmensa alegr?a la de alcanzar una alta cumbre que domine un horizonte de picos, de valles y de llanuras. ?Con qu? voluptuosidad, con qu? arrebato de los sentidos se contempla en su conjunto el edificio cuyo remate se ocupa! Abajo, en las pendientes inferiores, no se ve?a m?s que una parte de la monta?a, ? lo m?s una sola vertiente; pero desde la cumbre se ven todas las faldas huyendo, de resalte en resalte y en contrafuerte en contrafuerte, hasta las colinas y promontorios de la base. Se mira de igual ? igual ? los montes vecinos; como ellos, tiene uno la cabeza al aire puro y ? la luz; y?rguese uno en pleno cielo, como el ?guila sostenida en su vuelo sobre el pesado planeta. A los pies, bastante m?s abajo de la cima, ve uno lo que la muchedumbre inferior llama el cielo: las nubes que viajan lentamente por la ladera de los montes, se desgarran en los ?ngulos salientes de las rocas y en las entradas de las selvas, dejan ? un lado y ? otro jirones de niebla en los barrancos, y despu?s, volando por encima de las llanuras, proyectan en ellas sus sombras enormes, de formas variables.

Desde lo alto del soberbio observatorio, no vemos andar los r?os como las nubes de donde han salido, pero se nos revela su movimiento por el brillo chispeante del agua que se muestra de distancia en distancia, ya al salir de ventisqueros quebrados, ya en las lagunas y en las cascadas del valle ? en las revueltas tranquilas de las campi?as inferiores. Viendo los c?rculos, los precipicios, los valles, los desfiladeros, asistimos, como convertidos de pronto en inmortales, al gran trabajo geol?gico de las aguas que abrieron sus cauces en todas direcciones en torno de la masa primitiva de la monta?a. Se les ve, dig?moslo as?, esculpir incesantemente esa masa enorme para arrancarle despojos con que nivelan la llanura ? ciegan una bah?a del mar. Tambi?n veo esa bah?a desde la cima ? donde he trepado; all? se extiende el gran abismo azul del Oc?ano, del cual sali? la monta?a, y al cual volver? tarde ? temprano.

Invisible est? el hombre, pero se le adivina. Como nidos ocultos ? medias entre el ramaje, columbra caba?as, aldeas, pueblecillos esparcidos por los valles y en la pendiente de los montes que verdean. All? abajo, entre humo, en una capa de aire viciada por innumerables respiraciones, algo blanquecino indica una gran ciudad. Casas, palacios, altas torres, c?pulas se funden en el mismo color enmohecido y sucio, que contrasta con las tintas m?s claras de las campi?as vecinas. Pensamos entonces con tristeza en cuantas cosas malas y p?rfidas se hallan en esos hormigueros, en todos los vicios que fermentan bajo esa p?stula casi invisible. Pero, visto desde la cumbre, el inmenso panorama de los campos, lo hermoso, en su conjunto con las ciudades, los pueblos y las casas aisladas que surgen de cuando en cuando en aquella extensi?n ? la luz que las ba?a, f?ndense las manchas con cuanto las rodea en un todo armonioso, el aire extiende sobre toda la llanura su manto azul p?lido.

Gran diferencia hay entre la verdadera forma de nuestra monta?a, tan pintoresca y rica en variados aspectos, y la que yo le daba en mi infancia, al ver los mapas que me hac?an estudiar en la escuela. Parec?ame entonces una masa aislada, de perfecta regularidad, de iguales pendientes en todo el contorno, de cumbre suavemente redondeada, de base que se perd?a insensiblemente en las campi?as de la llanura. No hay tales monta?as en la tierra. Hasta los volcanes que surgen aislados, lejos de toda cordillera y que crecen poco ? poco, derramando lateralmente sobre sus taludes lavas y cenizas, carecen de esa regularidad geom?trica. La impulsi?n de las materias interiores se verifica ya en la chimenea central, ya en alguna de las grietas de las laderas; volcanes secundarios nacen por uno y otro lado en las vertientes del principal, haciendo brotar jorobas en su superficie. El mismo viento trabaja para darle forma irregular, haciendo que caigan donde ? ?l le place las cenizas arrojadas durante las erupciones.

Pero ?podr?a compararse nuestra monta?a, anciano testigo de otras edades, ? un volc?n, monte que apenas naci? ayer y que a?n no ha sufrido los ataques del tiempo? Desde el d?a en que el punto de la tierra en que nos encontramos adquiri? su primera rugosidad, destinada ? transformarse gradualmente en monta?a, la naturaleza ha trabajado sin descanso para modificar el aspecto de la protuberancia; aqu? ha elevado la masa; all? la ha deprimido; la ha erizado con puntas, la ha sembrado de c?pulas y cimborrios; ha doblado, ha arrugado, ha surcado, ha labrado, ha esculpido hasta lo infinito aquella superficie movible, y aun ahora, ante nuestros ojos, contin?a el trabajo.

Al esp?ritu que contempla ? la monta?a ? trav?s de la duraci?n de las edades, se le aparece tan flotante, tan incierta como la ola del mar levantada por la borrasca: es una onda, un vapor: cuando haya desaparecido, no ser? m?s que un sue?o.

De todos modos, en esa decoraci?n variable ? transformada siempre, producida por la acci?n cont?nua de las fuerzas naturales, no cesa de ofrecer la monta?a una especie de ritmo soberbio ? quien la recorre para conocer su estructura. De la parte culminante una ancha meseta, una masa redondeada, una pared vertical, una arista ? pir?mide aislada, ? un haz de agujas diversas, el conjunto del monte presenta un aspecto general que se armoniza con el de la cumbre. Desde el centro de la masa hasta la base de la monta?a se suceden, ? cada lado, otras cimas ? grupos de cimas secundarias. A veces tambi?n, al pie de la ?ltima estribaci?n rodeada por los aluviones de la llanura ? las aguas del mar, a?n se ve una miniatura de monte brotar, como colina del medio del campo, ? como escollo desde el fondo de las aguas. El perfil de todos esos relieves que se suceden bajando poco ? poco ? bruscamente, presenta una serie de gracios?simas curvas. Esa l?nea sinuosa que reune las cimas, desde la m?s alta cumbre ? la llanura, es la verdadera pendiente: es el camino que escoger?a un gigante calzado con botas m?gicas. La monta?a que me alberg? tanto tiempo es hermosa y serena entre todas por la tranquila regularidad de sus rasgos. Desde los pastos m?s altos se vislumbra la cumbre elevada, erguida como una pir?mide de gradas desiguales: placas de nieve que llenan sus anfractuosidades, le dan un matiz sombr?o y casi negro por el contraste de su blancura, pero el verdor de los c?spedes que cubren ? lo lejos todas las cimas secundarias aparece m?s suave al mirar, y los ojos, bajando de la masa enorme de formidable aspecto, reposan voluptuosamente en las muelles ondulaciones que ofrecen las dehesas. Tan agraciado es su contorno, tan aterciopelado su aspecto, que pensamos involuntariamente en lo agradable que ser?a acariciarlas ? la mano de un gigante. M?s abajo, r?pidas pendientes, rebordes de rocas y estribaciones cubiertas de bosques ocultan en gran parte las laderas de la monta?a; pero el conjunto parece tanto m?s alto y sublime cuanto que la mirada abarca solamente una parte, como una estatua cuyo pedestal estuviera oculto; resplandece en mitad del cielo, en la regi?n de las nubes, entre la luz pura.

A la belleza de las cimas y rebordes de todas clases, corresponde la de los huecos, arrugas, valles ? desfiladeros. Entre la cumbre de nuestra monta?a y la punta m?s cercana, la cuesta baja mucho y deja un paso bastante c?modo entre las opuestas vertientes. En esta depresi?n de la arista empieza el primer surco del valle serpentino abierto entre ambos montes. A este surco siguen otros, y otros m?s, que rayan la superficie de las rocas y se unen en quebradas, las cuales convergen ? un c?rculo, desde donde, por una serie escalonada de desfiladeros y de hoyas, corren las nieves y bajan las aguas del valle.

All?, en un suelo pendiente apenas, ya aparecen los prados, los grupos de ?rboles dom?sticos, los caser?os. Por todas partes se inclinan las ca?adas, ya de gracioso, ya de severo aspecto, hacia el valle principal. Desaparece ?ste m?s all? de un codo lejano, pero si se ha dejado de ver su fondo se adivina, ? lo menos, su forma general, as? como sus contornos, por las lineas m?s ? menos paralelas que dibujan los perfiles de las estribaciones. En su conjunto, puede compararse el valle con sus innumerables ramificaciones que penetran por todas partes en el espesor de la monta?a, ? los ?rboles, cuyos millares de ramas se dividen y subdividen en delicadas fibrillas. La forma del valle y de su red de ca?adas es la mejor base para darse cuenta del verdadero relieve de las monta?as que separa.

Desde las cumbres en que la vista se cierne m?s libremente por el espacio, tambi?n se ven numerosas cimas que se comparan unas con otras, y que se hacen comprender mutuamente. Por encima del contorno sinuoso de las alturas que se elevan al otro lado del valle, se vislumbra en lontananza otro perfil de monta?a, azulada ya; despu?s, m?s all? a?n, tercera y hasta cuarta serie de montes cer?leos. Esas filas de montes, que van ? unirse ? la gran cresta de las cumbres principales, son vagamente paralelas no obstante ser dentadas, y ora se aproximan, ora se alejan aparentemente, seg?n el juego de las nubes y el andar del sol.

Dos veces al d?a se desarrolla incesantemente el inmenso cuadro de las monta?as, cuando los rayos oblicuos de las auroras y los ocasos dejan en la sombra los planos sucesivos vueltos hacia la obscuridad y ba?an en claridad los que miran hacia la luz. Desde las m?s lejanas cimas occidentales ? las que apenas se columbran en occidente, hay una escala armoniosa de todos los colores y matices que puedan nacer al brillar del sol en la transparencia del aire. Entre esas monta?as hay algunas que pudieran borrarse con un soplo, tan leves son sus torsos, tan delicadamente est?n dibujados sus trazos en el fondo del cielo.

El?vese ligero vapor, f?rmese una bruma imperceptible en el horizonte, d?jese venir el sol, inclin?ndose, por la sombra, y esas hermosas monta?as, esos ventisqueros, esas pir?mides, se desvanecer?n gradualmente, ? en un abrir y cerrar de ojos. Las contempl?bamos en todo su esplendor, y c?tate que han desaparecido del cielo; no son m?s que un sue?o, una incierta memoria.

#La roca y el cristal#

La roca dura de las monta?as, lo mismo que la que se extiende por debajo de las llanuras, est?, recubierta casi completamente por una capa cuya profundidad var?a, de tierra vegetal y de diferentes plantas. Aqu? son bosque; all? malezas, brezos, mirtos ? juncos; acull?, y en mayor extensi?n, el c?sped corto de los pastos. Hasta donde la roca parece desnuda y brota en agujas ? se yergue en paredes, cubren la piedra l?quenes amarillos, rojos ? blancos, que dan ? veces la misma apariencia ? rocas de muy distinto origen. ?nicamente en las regiones fr?as de la cumbre al pie de los ventisqueros, al borde de las nieves, se muestra la piedra bajo cubierta vegetal que la disfraza. Granitos, piedra caliza y asper?n parecen al viajero distra?do de una misma y ?nica formaci?n.

Sin embargo, grande es la diversidad de las rocas; el miner?logo que recorre las monta?as martillo en mano, puede recoger centenares y millares de piedras diferentes por el aspecto y la estructura ?ntima. Unas son de grano igual en toda su masa; otras est?n compuestas de partes diversas y contrastan por la forma, el color y el brillo; las hay con manchas, con rayas y con pintas; las hay transl?cidas, transparentes y opacas. Unas est?n erizadas de cristalizaciones regulares; otras adornadas con arborizaciones semejantes ? grupos de tamarindos ? hojas de helecho. Todos los metales se encuentran en las piedras, ya en estado puro, ya mezclados unos con otros. Ora aparecen en cristales ? en n?dulos, ora con simples irisaciones fugitivas, semejante ? los reflejos brillantes de la pompa de jab?n. Hay adem?s los innumerables f?siles, animales ? vegetales que contiene la roca, y cuya impresi?n conserva. Hay tantos testigos diferentes de los seres que han vivido durante la incalculable serie de los siglos pasados, como fragmentos esparcidos existen.

Sin ser miner?logo ni ge?logo de profesi?n, el viajero que sabe mirar, ve perfectamente cu?l es la maravillosa diversidad de las rocas que constituyen la masa monta?osa. Tal es el contraste entre las partes diversas que constituyen el gran edificio, que se puede conocer desde lejos ? qu? formaci?n pertenecen. Desde una cima aislada que domina extenso espacio, se distingue f?cilmente la arista ? la c?pula de granito, la pir?mide de pizarra, ? la pared de roca calc?rea.

La roca gran?tica se revela mejor en las cercan?as inmediatas del pico principal d? la monta?a. All?, una cresta de rocas negras, separados campos de nieve que ostentan ? ambos lados su deslumbrante blancura, parecen una diadema de azabache en su velo de muselina. Por aquella cresta es m?s f?cil llegar al punto culminante de la monta?a, porque as? se evitan las grietas ocultas bajo la lisa superficie de la nieve; all? puede sentarse con seguridad el pie en el suelo, mientras ? pulso se encarama uno de escal?n en escal?n en las partes escarpadas. Por all? verificaba yo casi siempre mi ascensi?n, cuando, alej?ndome del reba?o y de mi compa?ero el pastor, iba ? pasar algunas horas en el elevado pico.

Vista "de lejos", ? trav?s de los azulados vapores, de la atm?sfera, la arista de granito parece uniforme; los monta?eses, que emplean comparaciones pr?cticas y casi groseras, le llaman el peine; asem?jase, en efecto, ? una hilera de agudas p?as colocadas con regularidad. Pero en medio de las mismas rocas se encuentra una especie de caos; agujas, piedras movedizas, monta?as de pe?ascos, sillares superpuestos, torres dominadoras, muros apoyados unos en otros y que dejan entre ellos estrechos pasos, tal es la arista que forma el ?ngulo de la monta?a. Hasta en aquellas alturas la roca est? cubierta casi por todas partes de una especie de unto, por la vegetaci?n de los l?quenes, pero en varios sitios han descubierto la piedra el roce del hielo, la humedad de la nieve, la acci?n de las heladas, de la lluvia, del viento, de los rayos solares; otras rocas, quebradas por el rayo, conservan la imantaci?n causada por el fuego del cielo.

En medio de esas ruinas, es f?cil observar lo que fu? a?n recientemente el mismo interior de la roca. Se ven los cristales en todo su brillo: el cuarzo blanco, el feldespato de color de rosa p?lido, la mica que finge lentejuelas de plata. En otras partes de la monta?a, el granito descubierto presenta aspecto distinto: en unas rocas, es blanco como el m?rmol y est? sembrado de puntitos negros; en otras, es azulado y sombr?o. Casi en todas partes es de una gran dureza y las piedras que pudieran labrarse con ?l servir?an para construir duraderos monumentos; pero en otras, es tan fr?gil y est?n aglomerados los cristales tan d?bilmente, que pueden aplastarse con los dedos. Un arroyo, nacido al pie de un promontorio, cuyo grano es de poca cohesi?n, corre por el barranco sobre un lecho de arena fin?sima abrillantado por la mica; parece verse brillar el oro y la plata ? trav?s de las rizadas aguas. M?s de un pat?n llegado de la llanura se ha equivocado y se ha precipitado sobre los tesoros que se lleva descuidadamente el burl?n arroyuelo.

La incesante acci?n de la nieve y del agua nos permite observar otra especie de roca que constituye en gran parte la masa del edificio inmenso. No lejos de las aristas y cimborrios de granito que son las partes m?s elevadas de la monta?a, y parecen, dig?moslo as?, un n?cleo, aparece una cima secundaria, cuyo aspecto es de asombrosa regularidad, parece una pir?mide de cuatro lados colocada sobre el enorme pedestal que le ofrecen mesetas y pendientes. Est? compuesta de rocas pizarrosas que el tiempo pule sin cesar con sus meteoros, viento, rayos del sol, nieves, nieblas y lluvias. Las hojas quebradas de la pizarra se abren, se rompen y bajan resbalando ? lo largo de los taludes. A veces basta el paso ligero de una oveja para mover millares de piedras en la ladera.

Muy distinta de la pizarrosa es la roca caliza que forma algunos de los promontorios avanzados. Cuando se rompe, no se divide, como la pizarra, en innumerables fragmentillos, sino en grandes masas. Hay fractura que ha separado, de la base al remate, toda una pe?a de trescientos metros de altura; ? ambos lados suben hasta el cielo las verticales paredes; apenas penetra la luz en el fondo del abismo, y el agua que lo llena, descendida de las nevadas alturas, s?lo refleja la claridad de arriba en el hervor de sus corrientes y en los saltos de sus cascadas. En ninguna parte, ni aun en monta?as diez veces m?s altas, aparece con mayor grandiosidad la naturaleza. Desde lejos, la parte calc?rea de la monta?a vuelve ? tomar sus proporciones reales, y se la ve dominada por masas de rocas mucho m?s elevadas. Pero siempre asombra por la poderosa belleza de sus cimientos y de sus torres; parece un templo babil?nico. Tambi?n son muy pintorescas, aunque relativamente de menor importancia los pe?ascos de asper?n ? de conglomerado compuestos de fragmentos unidos unos ? otros. Donde quiera que la inclinaci?n del suelo sea favorable ? la acci?n del agua, ?sta disuelve el cemento y abre un canalillo, una estrecha hendidura que, poco ? poco, acaba por partir la roca en dos pedazos. Otras corrientes de agua han abierto tambi?n en las cercan?as rendijas secundarias tanto m?s profundas cuanto m?s abundante sea la masa l?quida arrastrada. La roca recortada de ese modo acaba por parecerse ? un d?dalo de obeliscos, torres y fortalezas. Hay fragmentos de monta?as cuyo aspecto recuerda ahora el de ciudades desiertas, con calles h?medas y sinuosas, murallas almenadas, torres, torrecillas dominadoras, caprichosas estatuas. A?n recuerdo la impresi?n de asombro, pr?ximo al espanto, que sent? al acercarme ? la salida de un alfoz invadido ya por las sombras de la noche. Vislumbraba ? lo lejos la negra hendidura, pero, al lado de la entrada, en el extremo del monte, advert? tambi?n extra?as formas que se me antojaron gigantes formados. Eran altas columnas de arcilla, coronadas por grandes piedras redondas que desde lejos parec?an cabezas. Las lluvias hab?an disuelto y arrastrado lentamente el terreno en los alrededores, pero las pesadas piedras hab?an sido respeta das, y con su peso daban consistencia ? los gigantescos pilares de arcilla que las sosten?an.

Cada promontorio, cada roca de la monta?a tiene, pues, su aspecto peculiar, seg?n la materia que la forma y la fuerza con que resiste ? los elementos de degradaci?n. Nace as? infinita variedad de formas que acrecienta a?n el contraste ofrecido en el exterior de la roca por la nieve, el c?sped, el bosque y el cultivo. A lo pintoresco de la l?nea y los planos se a?aden los continuos cambios de decoraci?n de la superficie. Y sin embargo, poco numerosos son los elementos que constituyen la monta?a y por su mezcla le dan tan prodigiosa variedad de presentaci?n.

Los qu?micos que analizan las rocas en sus laboratorios nos ense?an la composici?n de los diversos cristales. Nos dicen que el cuarzo es s?lice, es decir, silicio oxidado, metal que, puro, se asemejarla ? la plata, y que por su mezcla con el ox?geno del aire, se ha convertido en roca blancuzca. Nos dicen tambi?n que el feldespato, mica, angrita, horublenda y otros cristales que se encuentran en gran variedad en las rocas de la monta?a, son compuestos en que se encuentran, con el silicio, otros metales, como el aluminio y el potasio, unidos en diversas proporciones y seg?n ciertas leyes de afinidad qu?mica, con los gases de la atm?sfera. El monte entero, las monta?as vecinas y lejanas, las llanuras de su base y la tierra en su conjunto, todo ello es metal en estado impuro; si los elementos mezclados y fundidos de la masa del globo recobrasen s?bitamente su pureza, la tierra se presentar?a ante los ojos de los habitantes de Marte ? de Venus que nos dirigieran sus telescopios, bajo la apariencia de una bala de plata rodando por las negruras del cielo.

El sabio, que busca los elementos de la piedra, averigua que todas las rocas macizas, compuestas de cristales ? de pasta cristalina, son como el granito, metales oxidados; tales son el p?rfido, la serpentina y las rocas ?gneas que brotan del suelo en las erupciones volc?nicas, traquita, basalto, obridiana, piedra p?mez; todo es silicio, aluminio, potasio, sodio y calcio. En cuanto ? las rocas dispuestas en tajos ? estratos, colocadas en capas superpuestas, tambi?n son metales, puesto que proceden en gran parte de la desagregaci?n y nueva distribuci?n de las rocas macizas. Piedras rotas en fragmentos, cimentadas despu?s de nuevo, arenas aglutinadas en roca despu?s de haber sido trituradas y pulverizadas, arcillas que hoy son compactas despu?s de haber sido disueltas por las aguas, pizarras que no son otra cosa que arcilla endurecida, todo ello no es m?s que resto de rocas anteriores, y como ?stas, se componen de metales. ?nicamente los calc?reos que forman tan considerable parte de la corteza terrestre, no proceden directamente de la destrucci?n de antiguas rocas; est?n formados por residuos que han pasado por los organismos de animales marinos. Han sido comidos y digeridos, pero no por eso dejan de ser met?licos: su base es el calcio combinado con el azufre, el carbono y el f?sforo. De modo que, gracias ? las mezclas y combinaciones variables, la masa lisa, uniforme, impenetrable, del metal, ha adquirido formas atrevidas y pintorescas, se ha ahuecado en hoyos para r?os y lagos, se ha revestido de tierra vegetal, ha acabado por entrar en la savia de las plantas y en la sangre de los animales.

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