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Read Ebook: Arroz y tartana by Blasco Ib Ez Vicente
Font size: Background color: Text color: Add to tbrJar First Page Next PageEbook has 1192 lines and 87636 words, and 24 pagesEn el escaparate central estaba la muestra de la casa, lo que hab?a hecho famoso al establecimiento: un maniqu? vestido de labradora, con tres rosas en la mano, que al trav?s del vidrio, mirando a los transe?ntes con ojos cristalinos, les enviaba la sonrisa de su rostro de cera, punteado por las huellas de cien generaciones de moscas. Do?a Manuela entr? en la tienda. El mismo aspecto de otros tiempos, aunque con cierto aire de restaurada frescura. La anaqueler?a, de madera vieja, atestada de cajas; sobre el mostrador telas y m?s telas extendidas sin compasi?n hasta barrer el suelo; dependientes con el pelo aceitoso y las brillantes tijeras asomando por la abertura del bolsillo, y mujeres discutiendo con ellos, como si estuvieran en el centro del Mercado, abrum?ndolos con irritantes exigencias. --Voy al momento, Manuela. Si?ntese usted. El que as? hablaba era un hombre fornido, de ?spero bigote, estrecha frente, pelo hirsuto y fuerte, rebelde a peines y cepillos, con las puntas hacia adelante, y quijada brutal, que se disimulaba un tanto bajo una sonrisa bondadosa. Estaba ocupado en vender un tapabocas a dos mujeres que llevaban de las manos a un chiquillo barrigudo, y era de admirar la paciencia con que aquel hombre, siempre sonriendo, sufr?a a las feroces compradoras, que por seis reales regateaban durante ?media hora. Do?a Manuela atend?a con inter?s las palabras de los compradores y no volvi? la cabeza para ver qui?n abr?a la puertecilla de la garita--a la que pomposamente llamaban despacho--y saltaba velozmente el mostrador. --Si?ntese usted, mam?. Era Juanito quien la hablaba, su hijo mayor, un muchacho nacido en la misma tienda, que segu?a agarrado a ella < Estaba pr?ximo a los treinta a?os. Era alto, enjuto, desgarbadote y algo cargado de espaldas; la barba espesa y crespa se le com?a gran parte del rostro, d?ndole un aspecto terror?fico de bandido de melodrama; pero no era m?s que un antifaz, pues examin?ndolo bien, bajo la m?scara de pelo ve?ase la cara sonrosada e inocente de un ru?o, la mirada t?mida y la sonrisa bondadosa de esos seres detenidos en la mitad de su crecimiento moral, que aunque mueran viejos son d?biles y blandos, faltos de voluntad, incapaces de vivir sin el calor que presta el cari?o. --?Ah! ?Eres t?, Juanito...?--dijo do?a Manuela--. ?Qu? hac?as? --Lo de siempre. Estaba trabajando en los libros de la casa, ordenando el trabajo para el pr?ximo inventario de fin de a?o. --Pero si?ntese usted, Manuela... a menos que quiera usted molestarse subiendo al entresuelo. Teresa se alegrar? de verla. --No, Antonio; otro d?a vendr? con menos prisa: he entrado para esperar a Nelet y continuar las compras. --Pues entonces bajar? ella.... ?Muchacho, avisa a la se?ora que est? aqu? do?a Manuela! Un aprendiz lanz?se a la carrera por una puertecilla obscura que se abr?a en la anaqueler?a: una de esas gargantas de lobo que dan entrada a pasillos y escaleras estrechas, infectas como intestinos, que s?lo se encuentran en las casas donde las necesidades del comercio y la aglomeraci?n de mercanc?as disputan a las personas el terreno palmo a palmo. Sent?ronse los tres en sillas de lustrosa madera, y do?a Manuela, por costumbre, habl? de los negocios y de lo malos que estaban los tiempos; eterno tema alrededor del cual giran todas las conversaciones de una tienda. Don Antonio sacaba a luz todo un arsenal de afirmaciones que, a fuerza de repetidas, hab?an pasado a ser lugares comunes. Mal iba todo, y la culpa la ten?a el gobierno, un pu?ado de ladrones que no se preocupaban de la suerte del pa?s. En otros tiempos se vend?a bien el vino, ten?an dinero los del arroz, y el comercio daba gusto.... ?Santo cielo! ?Pensar el pa?o negro y fino que ?l hab?a vendido a la gente de la Ribera, las mantas que despachaba, los mantones y pa?uelos que se hab?an empaquetado sobre aquel mostrador...! ?Y todos pagaban en oro...! Pero ahora, ?las cosechas no ten?an salida, no hab?a dinero, el comercio iba de mal en peor y las quiebras eran frecuentes! ?l a?n iba tirando; pero s? la < --?Qu? tiempos aqu?llos, ?eh, Manuela? cuando viv?a el padre de ?ste--se?alando a Juan--y yo era s?lo primer dependiente! Entonces, aunque me est? mal el decirlo, todos los a?os, al hacer el inventario, quedaban dos o tres mil duritos para guardar. ?Oh! Aunque me est? mal el decirlo... usted pill? los buenos tiempos.... ?No es eso, Manuela? Pero Manuela se limitaba a callar y a sonre?r. Todo aquello, aunque a don Antonio < Abri?se una portezuela del mostrador y entr? en la tienda la esposa de don Antonio, una mujer voluminosa, con la obesidad blanducha y el cutis lustroso que produce una vida de encierro e inercia y que le ciaban cierto aire monjil. La bondad extremada hasta la estupidez retrat?base en su eterna sonrisa y en la mirada de sus ojos claruchos. Lo m?s caracter?stico en su persona eran los relucientes rizos aplastados por la bandolina, que cubr?an su ancha frente como una cortinilla festoneada, y la costumbre de cruzar las manos sobre el vientre, luciendo en los dedos un surtidor de sortijas falsas. Hubo besos y abrazos sonoros, pero not?base en las dos mujeres cierta desigualdad en el trato, como si entre ambas se interpusiera la ley de castas. La esposa del comerciante era s?lo Teresa, mientras que ?sta llamaba siempre do?a Manuela a la madre de Juanito, y en sus palabras not?base un acento lejano de humilde subordinaci?n. Los a?os y el frecuente trato no hab?an podido borrar el recuerdo de la ?poca en que Teresa era criada en aquella tienda y el esc?ndalo de los se?ores al verla casada con el dependiente principal. Adem?s, Teresa no hab?a ascendido un solo pelda?o en la escala de la vanidad; en presencia de do?a Manuela revel?base siempre la antigua criada, y aceptaba como una confianza inaudita que la se?ora la tratase con las mismas consideraciones que a un igual. --S?, do?a Manuela; Antonio y yo hace tiempo que pensarnos visitarla a usted y a las ni?as; ?pero estamos siempre tan ocupados...! ?Vaya, vaya...! ?Qu? sorpresa...! ?Cu?nto me alegro de verla! Y con esto se agot? el repertorio de frases de la buena mujer, que se sent?a cohibida en presencia de la se?ora, hablando poco por temor a decir disparates y atraerse el enojo del esposo, a quien admiraba como modelo de finura y bien decir. --Y ?c?mo van las compras?--apunt? don Antonio al notar el mutismo de su compa?era--. ?sta ha salido por la ma?ana a hacer la provisi?n de Pascuas y ha encontrado los precios por las nubes. --?Calle usted, Antonio! Diez duros me he dejado en esa plaza, y a?n me falta lo m?s importante. A prop?sito: camb?enme ustedes este billete de cincuenta pesetas. Y Juanito, que hasta entonces hab?a permanecido silencioso, contemplando a su madre con la misma expresi?n de arrobamiento que si fuese un amante, se apresur? a cumplir su deseo, y casi la arrebat? el ajado billete que hab?a sacado del limosnero, corriendo despu?s al mostrador. --?C?mo la quiere a usted ese chico, Manuela!--dijo el comerciante. --No puedo quejarme de los hijos. Juanito es muy bueno.... Pero ?y Rafael? Cada vez estoy m?s orgullosa de ?l.... ?Qu? guapo! --Es el vivo retrato de su padre, el segundo marido de usted. Estas palabras de Teresa debieron halagar mucho a la se?ora, pues correspondi? a ellas con una sonrisa. --Pero oiga usted, Manuela: tengo entendido que Rafael le da muchos disgustos. --Algo hay de eso; pero... ?qu? quiere usted, Antonio? Cosas de la edad. A la juventud hay que dejarla divertirse. Por eso es tan elegante y tiene buenas relaciones. --Pero no estudia ni hace nada de provecho--dijo el comerciante, con la inflexibilidad de un hombre dedicado al trabajo. --Ya estudiar?; talento le sobra para ser sabio. Su padre fue un tronera y vea usted adonde lleg?. Y do?a Manuela dijo esto con el mismo ?nfasis que si fuese la viuda de un hombre eminent?simo. Juan hab?a vuelto con el cambio del billete en monedas de plata, y su presencia hizo variar la conversaci?n. Do?a Manuela habl? de la cena que aquella noche daba en su casa. Las ni?as, Rafael y Juanito, unos amigos de aqu?l... en fin, un buen golpe de gente joven y alegre, que bailar?a, cantar?a y sabr?a divertirse sin faltar a la decencia, hasta llegar la hora de la misa del Gallo. Tambi?n esperaba que fuese Andresito, el hijo de don Antonio, un muchacho paliducho y mimado, v?stago ?nico, que cursaba el segundo a?o de Derecho, hac?a versos, y en compa??a de Juanito iba muchas veces a casa de do?a Manuela, con fines no tan ocultos que ?sta no torciese el gesto manifestando disgusto. Y despu?s de haber nombrado al hijo de la casa, volv?a a insistir sobre los amigos de su Rafael, todos gente distinguida, chicos de grandes familias, que asist?an a sus reuniones y organizaban fiestas con las que se pasaba alegremente el tiempo. --Esta ?poca, amigo Antonio, es muy diferente de la nuestra. Ahora, a los veinte a?os se sabe mucho m?s y se conoce la vida. Hay que dar a la juventud lo que le pertenece, aunque rabien los rancios como mi hermano o el bueno de don Eugenio. Y a prop?sito: ?qu? es de don Eugenio? La tienda hab?a pasado de sus manos a las del primer marido de do?a Manuela, y de ?ste a su actual due?o; pero don Eugenio no hab?a dejado de vivir un solo d?a en aquella casa, fuera de la cual no comprend?a la existencia. Como un censo redimible s?lo por la muerte, se hab?an impuesto los due?os de la tienda la obligaci?n de mantener y dar albergue a don Eugenio, el cual, siguiendo sus costumbres independientes de solter?n ?spero y malhumorado, entraba y sal?a sin decir una palabra; com?a lo que le daban; en los d?as que hac?a buen tiempo paseaba por la Alameda con un par de curas tan viejos como ?l, y cuando llov?a o el viento era fuerte, no sal?a de la plaza del Mercado e iba de tienda en tienda con su gorra de seda, su capita azul y su bast?n muleta, para echar un p?rrafo con los veteranos del comercio reposado y a la antigua, cuyas excelencias eran el tema obligado de la conversaci?n. Don Antonio sonri? al hacer do?a Manuela la pregunta. --?Don Eugenio...? No s? d?nde estar?, pero de seguro que no ha salido del Mercado. En d?as como ?ste le gusta presenciar las compras, y pasa horas enteras embobado ante las vendedoras, aunque lo empujen y lo golpeen. Sigue fiel a sus man?as; nunca dice adonde va, y eso que, aunque me est? mal el decirlo, aqu? se le tra?a con las mayores consideraciones. Do?a Manuela se levant? al ver en una de las puertas a Nelet, que volv?a de casa con la espuerta vac?a. --Buenas tardes. A?n tengo que hacer muchas compras. Adi?s, Antonio; un beso, Teresa; y no olviden ustedes que esperamos a Andresito esta noche. Adi?s, Juan. La esposa de Cuadros recibi? con satisfacci?n infantil los dos sonoros besos de do?a Manuela, y ella, lo mismo que Juanito, siguieron con amorosa mirada a la gallarda se?ora en su marcha entre el gent?o del Mercado. Otra vez las compras; pero ahora fuera de la plaza, en la calle del Trench. All? estaban las gallineras en sus mesas empavesadas de aves muertas colgando del pico, con la cresta desmayada, y cay?ndoles como faldones de dorada casaca las rubias mantecas. Las salchicher?as exhalaban por sus puertas acre olor de especias, con cortinajes de seca longaniza en los escaparates y filas de jamones tapizando las paredes; las tociner?as ten?an el frontis adornado con pabellones de morcilla y la blanca manteca en palanganas de loza, formando puntiagudas pir?mides de sorbetes, y los despachos de los atuneros exhib?an los aplastados bacalaos que rezuman sal; las tortugas, que colgantes de un garfio patalean furiosas en el espacio, estirando fuera de la concha su cabeza de serpiente; las pintarrajeadas magras del at?n fresco, y las ristras de colmillos de pez, amarillentos y puntiagudos, que las madres compran para la dentici?n de los ni?os. Do?a Manuela estaba pose?da de una embriaguez de compras, e iba de un punto a otro sin cansarse de derramar la plata ni de Henar la espuerta de Nelet, a cuyo fondo iban a parar el fresco solomillo, las ricas morcillas para la pantagru?lica olla de Navidad, los leg?timos garbanzos del Sa?co comprados al choricero extreme?o, y otros mil art?culos para cuya adquisici?n era necesario sufrir los empellones y groser?as de una muchedumbre fam?lica que parec?a prepararse para las carest?as de un largo sitio. Sobre el rumor del gent?o, que encerrado y oprimido en tan estrecho espacio ten?a bramidos de amor tempestuoso, destac?base el agudo chillido de la aterrada gallina, el arrullo del palomo, el trompeteo insolente del gallo, mat?n de roja montera, agresivo y jactancioso, y el mon?tono y discordante quejido del triste pato, que, vulgar hasta en su muerte, s?lo consegu?a atraerse la atenci?n de los compradores pobres. Sobre el suelo, con las patas atadas, recordando tal vez en aquella atm?sfera de sofocaci?n y estruendo las tranquilas llanuras de la Mancha o las polvorientas carreteras por donde vinieron siguiendo la ca?a del conductor, estaban los pavos, con sus pardas t?nicas y rojas caperuzas, graves, melanc?licos, reflexivos, formando coro como conclave de sesudos cardenales y moviendo filos?ficamente su moco inflamado, para lanzar siempre el mismo cloc-cloc-cloc prolongado hasta lo infinito. Do?a Manuela busc? lo m?s raro y costoso del Mercado: tres pares de perdices, que bailoteaban con descoco dentro de una jaula, mostrando sus polonesas encarnadas. Visanteta las arreglar?a para la cena de la noche. Despu?s compr? el pavo, un animal enorme que Nelet cogi? con cari?o casi fraternal, despu?s de tentarle varias veces los muslos con una admiraci?n que estallaba en brutales carcajadas. All? estaba el de Jijona, con sombrer?n de terciopelo, traje de pa?o negro y el ancho cuello de la camisa sujeto por un broche de plata. Al lado la mujer, con su rostro redondo y sonrosado de manzana y el pelo estirado cruelmente hacia la nuca, cayendo en gruesa trenza por la espalda sobre la pa?oleta de vistosos colores. La mesa blanca, de inmaculada pureza, sustentaba, formando columna, las cajitas de ?spera pel?cula conteniendo el harinoso turr?n, los cajones de peladillas y las uvas puntiagudas, h?bilmente conservadas, lustrosas y transparentes, como de cera, y con un delicado color de ?mbar. Cuando do?a Manuela volvi? a entrar en el mercado comenzaba a anochecer y la concurrencia aumentaba por momentos. Todas las bocacalles vomitaban gent?o dentro de la plaza, en la que el crep?sculo sembraba a miles los puntos luminosos. Brillaba el gas en las tiendas; las vendedoras importantes encend?an sus grandes reverberos de lat?n, y las pobres huertanas content?banse con una vela de sebo resguardada por un cucurucho de papel. --?Qu? bonito...! ?Mira, Nelet! Y la se?ora permaneci? algunos instantes contemplando el aspecto fant?stico de la plaza con tan original iluminaci?n. Una lluvia de estrellas hab?a ca?do sobre el Mercado. Los empujones de la multitud la volvieron a la realidad. Fue a salir de la plaza, cuando otra vez la detuvo el escuadr?n perseguido de chicuelas vendedoras. Ahora no corr?an. Marchaban al paso, t?midas, anonadadas, haciendo comentarios en voz baja, siguiendo de lejos a una compa?era infeliz que, retorci?ndose y gritando como una fierecilla en el cepo, era arrastrada por un alguacil. Add to tbrJar First Page Next Page |
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