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Munafa ebook

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Read Ebook: Riverita by Palacio Vald S Armando

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Ebook has 1558 lines and 75368 words, and 32 pages

Esto ?ltimo se lo dijo en un tono m?s irritado, que pod?a achacarse muy bien al recuerdo de su derrota.

--?Qu? te propones saliendo a la calle tan perfilado? Que digan: <> Pues para tan flojo resultado, no merece la pena que sacrifiques a tu familia, que pases tantos apuros y te expongas como hoy a coger una pulmon?a.

Mendoza escuch? la reprensi?n sin impacientarse. La irritaci?n de Miguel pas? al instante. Lleg?ndose a la cama, y tir?ndole cari?osamente de los pelos, comenz? a decir riendo:

--Animal, procura estrecharte un poco, y no ronques, porque voy a acostarme contigo. ?Qu? honor para ti y para tu familia! ?verdad?... Pero has de ser modesto. Perico, ?cuidado que lo propales por ah?!

La consecuencia de todo fue que Brutandor se qued? definitivamente a vivir con Miguel: ?ste pagaba un duro por su gabinete; el ama de la casa, acomod?ndose los dos en ?l, rebaj? el pupilaje a cuatro pesetas cada uno; de las cuatro pesetas que le tocaban, qued? convenido entre ambos que Mendoza pagar?a diez reales y Miguel suplir?a los otros seis en tanto que aqu?l no mejorase de fortuna. Mas aunque as? se convino, lo que acaeci? fue que la mayor parte de los meses se vio necesitado el hijo del brigadier a pagar ?ntegra o casi ?ntegra la cuenta de ambos. Mendoza continu? perfil?ndose, como dec?a Miguel, a m?s y mejor; cuando ?ste, encolerizado despu?s de pagar la cuenta desahogaba con ?l su bilis, pon?a una cara tan compungida e inclinaba la frente con tanta humildad, que la ira de su amigo disip?base como por encanto y conclu?a por re?rse y resarcirse del dinero que soltaba con algunos sarcasmos que tambi?n resbalaban sobre la piel de Brutandor, sin lograr hacerle cambiar de conducta.

Los dos ?ltimos meses Miguel asisti? puntualmente a las clases, y se dio tal atrac?n de estudiar, que obtuvo en los ex?menes la nota de sobresaliente en una asignatura, y la de notable en otras dos. Mendoza, apesar de su constante aplicaci?n y de sus voluminosos cuadernos de apuntes, no consigui? m?s que la de bueno en las tres asignaturas. Por m?s que esto le dejase un poco despechado, no lo manifest?; estaba acostumbrado ya a ver a Miguel meterse en la cabeza los libros r?pidamente; por otra parte, el hijo del brigadier ten?a la delicadeza de no comentar el asunto de las notas y darle muy poca importancia.

En el curso siguiente Miguel dej? la compa??a del teniente y sus disipados amigos y se aplic? de todas veras al estudio. Pronto adquiri? fama en la Universidad de buen estudiante, y m?s particularmente de muchacho despejado e ingenioso. Comenz? a llam?rsele entre los compa?eros Riverita a causa de su figura exigua y tambi?n por su car?cter alegre y decidor. El suyo y el de Mendoza formaban contraste notable, y quiz? en esto consistiera aquella mutua simpat?a que a entrambos los ten?a sujetos: mientras Miguel ten?a a todas horas suelta la llave de la conversaci?n, a Mendoza hab?a que sacarle las palabras del cuerpo con tirabuz?n. Si por casualidad aqu?l guardaba silencio, no hab?a miedo que ?ste lo turbase; horas enteras se pasar?an sin comunicarse nada. Muchas veces, despu?s de comer, se sentaban ambos al par de la chimenea; era el momento en que a Miguel le asaltaba la melancol?a; se acordaba de su padre, de la triste suerte que le hab?a cabido separado de ?l, viviendo sin familia hac?a ya tantos a?os. Sol?a permanecer callado y taciturno alg?n tiempo, durante el cual Mendoza le segu?a el humor y se mostraba m?s taciturno todav?a, aunque sin motivo alguno. Al fin, cuando los malos pensamientos de Miguel se disipaban, romp?a s?bito el silencio poni?ndose a cantar o a brincar, si es que no se le ocurr?a alguna cosa para embromar a su amigo:

--Oyes, Perico, ?sabes lo que estoy observando?

--?Qu??--dec?a ?ste levantando los medio ca?dos p?rpados.

--Que te suena la cabeza.

Perico abr?a los ojos desmesuradamente sin comprender.

--?Qu? tonter?as tienes, Miguel!

--Te digo que s?, que te est? sonando. ?Milagro que t? no la oyes!

Perico, entendiendo al fin la broma, se encerraba de nuevo en su mutismo.

Otras veces, cuando paseaban juntos por el Retiro y llevaban largo rato sin despegar los labios, dec?a Miguel:

--?A que no sabes, Perico, para lo que me sirves t? en el paseo?

--?Para qu??

--Para darme sombra.

En efecto, Mendoza era tan alto y tan gordo, que la figurilla de Rivera se resguardaba perfectamente detr?s de ?l.

--En resumidas cuentas, lo mismo me da caminar contigo por aqu? que con un ?rbol frondoso: eres tan fresco y tan sombr?o como cualquiera del Retiro.

Y cuando alg?n amigo los tropezaba y les dec?a:--Siempre juntitos, ?eh?--Miguel contestaba gui?ando el ojo:--El que a buen ?rbol se arrima, buena sombra le cobija.

Perico pon?a una cara muy indigesta y masticaba algunas palabras de disgusto.

Sigui? aplic?ndose el hijo del brigadier al estudio del derecho, si bien con cierta desigualdad: mientras en algunas asignaturas apretaba de firme y llamaba poderosamente la atenci?n del profesor y los compa?eros, otras las abandonaba casi por completo. Su padre le segu?a visitando una que otra vez y se mostraba en extremo complacido de su conducta y aplicaci?n: no tanto de su econom?a; fuese por motivo del gasto suplementario que Mendoza le ocasionaba o por su propia prodigalidad, o por ambas cosas a la vez, lo cierto es que gastaba bastante m?s de lo que debiera. Cuando el brigadier se lo advert?a suavemente, quedaba algunas horas triste y pesaroso, formaba prop?sitos de enmienda; pero a los pocos d?as olvid?base enteramente de ellos y segu?a dando acometidas crueles al bolsillo paterno. Pasaba las vacaciones en Madrid, o a todo m?s se iba algunos d?as al Escorial en compa??a de una familia conocida. El brigadier, cuando llegaba el verano, le invitaba a irse con ellos a un pueblecito de la costa donde sol?an pasar los meses de calor; pero Miguel observaba tal vacilaci?n y frialdad en este convite, que comprend?a perfectamente que no deb?a aceptarlo: su presencia en la casa era ocasionada a muchos disgustos, y de ning?n modo quer?a que su buen padre padeciese ninguno por su causa.

En el cuarto a?o de su carrera se hizo presentar como socio en el Ateneo. Desde entonces fue asiduo disc?pulo de sus c?tedras y tertuliano de sus pasillos; ma?ana, tarde y noche, en todas las horas que las clases le dejaban libre, se encerraba en el cl?sico establecimiento, centro resplandeciente en aquella ?poca de las ciencias y las letras; ordinariamente ped?a un libro y se enfrascaba en la lectura; en poco tiempo se trag? un n?mero considerable de vol?menes, versando casi todos sobre est?tica y filosof?a. Era el terror del bibliotecario, pues le tra?a constantemente en ejercicio, encaramado sobre los armarios. Una vez en posesi?n del libro apetecido, nuestro mancebo corr?a a sentarse al lado de la chimenea y se dejaba tostar las pantorrillas, mientras el cerebro navegaba por los mares ignotos de la metaf?sica; primero faltar?a el sol en su carrera, que nuestro estudiante en una de las butacas de terciopelo carmes? del Ateneo. Al llegar el mes de octubre empezaba ?ste a poblarse, y sus pasillos a rebosar de campeones literatos y fil?sofos que noche y d?a se ejercitaban en el arte de la discusi?n; no sin detrimento de los t?mpanos de otros socios m?s pac?ficos. Al mismo tiempo se abr?an la c?tedras donde se explicaban las materias m?s indispensables para la vida: los or?genes de los pueblos sem?ticos; examen del c?digo Gregoriano; el hombre en el terreno terciario, etc., etc. En la sesi?n de ciencias morales se debat?an arduos e interesantes problemas: en la de literatura se le?an versos tan arduos, aunque menos interesantes.

Una noche al levantarse la sesi?n, Miguel sinti? que le tocaban en el hombro; era Valle, el marido de su prima Eulalia, uno de los oradores m?s importantes a la saz?n, no s?lo del Ateneo, sino tambi?n del Congreso. Los a?os hab?an arrancado a su rostro aquel tinte afeminado y po?tico de que hemos hecho menci?n y se lo hab?an dado m?s varonil, trasform?ndolo en un hombre hermoso y distinguido; gastaba largos bigotes, donde brillaba ya tal cual hebra de plata; vest?a con refinada elegancia y continuaba sonriendo con dulzura a cuanto le dec?an. Por lo dem?s, hac?a ya tiempo que era moderado, y de los m?s intransigentes; hab?a sido gobernador en varias provincias y diputado en dos legislaturas. Desde algunos a?os antes, los ni?os a cuya protecci?n hab?a dedicado tantos desvelos yac?an abandonados a sus propias fuerzas, lo mismo que los negritos. De aquella fervorosa manifestaci?n de entusiasmo democr?tico y tierna sensibilidad, s?lo quedaban en las librer?as de viejo algunos residuos acusadores. En varias de ellas sol?a verse todav?a alg?n folleto abolicionista de Valle con su correspondiente negrito aherrojado en la cubierta, las manos levantadas al cielo en demanda de justicia. Ning?n transe?nte le hac?a caso, y era m?s que probable que as? se estuviese de rodillas hasta que fuese a parar m?s tarde o m?s temprano al mont?n del papel in?til; el mismo Valle, al cruzar por delante de ?l, sol?a apartar los ojos con desprecio, no exento de rencor. El negrito aut?ntico, esto es, el de carne y hueso que asist?a a los banquetes abolicionistas, hac?a ya tiempo que hab?a desaparecido de Madrid sin que nadie supiese d?nde hab?a ido a parar: tal vez cansado y ah?to de las comidas sentimentales, se hubiera marchado al ?frica a reponer el est?mago con los platos m?s nutritivos de la cocina antrop?faga.

--Oyes, Miguel, ?tienes noticia de tu familia?--le dijo con amable entonaci?n, pero r?pidamente, como si le llamasen en otra parte y tuviese muy poco tiempo que perder.

--No se?or; hace una porci?n de d?as que no tengo carta de pap?; hoy le he escrito otra vez...

--Pues s? que est? un poco enfermo.

A Miguel le dio un brinco el coraz?n.

--?Ha habido carta?

--S?, ha habido carta.

--?Y c?mo no me han escrito a m??

--No lo s?; lo que hay de cierto es que tu padre no est? bueno, que es un hombre, aunque no viejo, muy gastado por los achaques, y que deb?is estar prevenidos para cualquier suceso desagradable.

Nuestro estudiante se sinti? profundamente conmovido; guard? silencio un instante y no queriendo preguntar m?s porque adivinaba vagamente que algo terrible le quer?an comunicar, dijo ?nicamente:

--Bien, ma?ana por la ma?ana tomar? el tren mixto.

--Es in?til--repuso Valle, despu?s de vacilar un poco.--Puesto que has de saberlo, m?s vale que sea cuanto antes... Tu padre ya ha fallecido... Vaya, resignaci?n... y queda con Dios. Te ha mejorado en tercio y quinto. Adi?s.

De este modo dulce y consolador recibi? Miguel la noticia de la muerte de su padre. Quedose algunos minutos clavado en el suelo lleno de estupor, y por ?ltimo, haciendo un esfuerzo, se dirigi? con paso vacilante a un departamento solitario y se dej? caer en un div?n; meti? la cabeza entre las manos y solloz? largo rato, sin que nadie viniese a acompa?arle: solo el conserje, al dar una vuelta de inspecci?n por la sala, hall?ndole de aquella suerte, le pregunt? con solicitud:

Cuando supo la causa se sent? a su lado y le prodig? los consuelos que pudo. En el pasillo se discut?a con gritos horr?sonos la cuesti?n del Syllabus.

Pasados algunos d?as supo que, en efecto, su padre le hab?a mejorado en tercio y quinto, lo que constitu?a a su favor, teniendo presente que en los ?ltimos a?os el capital del brigadier se hab?a mermado, una renta de siete mil duros; supo tambi?n que su madrastra, en el frenes? de la c?lera intentaba ponerle pleito. Entonces se explic? perfectamente aquella sonrisa triunfal del brigadier cuando al abrazarle en el colegio de la Merced le dec?a: <> El pleito, como era l?gico, no pudo prosperar; la soberbia madrastra se vio precisada a desistir, aunque guardando odio profundo, no s?lo a Miguel, sino a la memoria de su marido; ?ste se hab?a vengado cumplidamente de trece a?os de suplicio.

El curador que en el testamento le dejaba era su t?o Bernardo, elecci?n que le mortific? un poco, porque jam?s hab?a logrado simpatizar con ?l. El temperamento inquieto y el esp?ritu sarc?stico del sobrino se compadec?an muy mal con la gravedad y el sosiego y el perfecto equilibrio intelectual y moral del t?o. D. Bernardo le trataba con afectado desd?n, no concediendo importancia alguna a sus triunfos universitarios; parec?a decirle con el gesto, ya que no con la palabra: <> Sin embargo, en este desd?n mezcl?base un poquito de miedo, el miedo que profesan generalmente los hombres sin ingenio a los que lo tienen: estaba siempre en guardia, temiendo que Miguel le hiriese con alguna de sus salidas habituales, y para evitarlo se mostraba con ?l m?s serio y m?s reservado que con los dem?s.

Carlitos hab?a terminado la carrera de ingeniero de caminos y se dispon?a a emprender la de ciencias. Fue constantemente el n?mero uno de su clase, y hab?a escrito ya algunos art?culos sobre mineralog?a en una revista cient?fica. Continuaba siendo el sabio de la familia, con benepl?cito de todos. Vicente hab?a pasado algunos a?os en Inglaterra, estudiando no se sab?a qu?, probablemente los usos y costumbres de la Gran Breta?a, hacia los cuales se sinti? desde un principio tan inclinado, que toda su vida visti?, comi?, durmi?, y hasta tosi? a la inglesa. Trajo adem?s de all?, entre otra infinidad de man?as, la de las antig?edades, la cual fue muy del agrado de su padre, y contribuy? no poco en adelante al esplendor y respetabilidad siempre creciente de la familia. Compr? en Inglaterra un n?mero considerable de trastos viejos, platos, tapices, y adorn? la casa con ellos: adem?s, con permiso de su padre, todos los veranos daba una vueltecita por las provincias y regresaba abundantemente provisto de objetos antiguos. La casa de esta suerte lleg? pronto a parecer un museo arqueol?gico: era cada vez m?s sombr?a y m?s triste. Vicente consigui? tambi?n ejercer poderosa influencia en ella, particularmente en lo que tocaba al orden y la etiqueta: los criados consider?banle como su jefe inmediato, y hacia ?l volv?an los ojos siempre que iba a hacerse algo que no fuese la rutina de todos los d?as. Do?a Martina a cada instante le preguntaba:--Vicente, ?d?nde colocamos a Romillo? Vicente, ?debe templarse el Burdeos? ?D?nde ponemos la estatua que han tra?do hoy? ?A qu? hora se sirve en Londres ese licor que hemos recibido?--El mismo D. Bernardo, apesar de su no discutida infalibilidad, no se desde?aba alguna vez de consultarle en asuntos de ceremonia; v. gr.: si hab?a de visitar a D. Fulano o dejarle simplemente una tarjeta; si deb?a aceptar la invitaci?n a comer de D. Mengano, etc., etc. Valle viv?a tambi?n en la casa y ten?a ya dos ni?as de tres y dos a?os respectivamente; se hab?a adaptado tan admirablemente al modo de ser de aquella familia, que parec?a nacido y criado con todos ellos; la misma pulcritud en el vestir, la misma afectada cortes?a, el mismo cuidado extremoso en no decir ni hacer nada de particular, la misma gravedad y ?nfasis para expresar las cosas m?s triviales. A?n en esto les sacaba ventaja: el antiguo abolicionista no pod?a preguntar a un amigo la hora o lo que pensaba del tiempo, sin llamarle aparte con cierto aparato de misterio: los que le ve?an, siempre juzgaban que estaba tratando alg?n asunto muy serio y muy escabroso. Apesar de esta adaptaci?n, no hab?a perdido importancia alguna ni dentro ni fuera de la casa; al contrario, el matrimonio se la hab?a dado grande, y hab?a contribuido no poco a que saliese elegido diputado y a que gozase de respeto y consideraci?n universales. Por otra parte, en el hogar ten?a su puesto se?alado, su esfera de acci?n, y de esta suerte no pod?a haber choques ni rivalidades: era el hombre p?blico, el estadista; como Carlitos era el sabio; Vicente, el maestro de ceremonias; Enrique, el calavera, y D. Bernardo, el var?n respetable y respetado que esparc?a su sombra protectora sobre todos. Eulalia continuaba siendo la misma grave y ?rida persona que cuando hemos tenido el honor de conocerla, un poco m?s grave y un poco m?s ?rida. El labio inferior le colgaba con expresi?n m?s se?alada a?n de desprecio hacia todas las cosas terrestres. De este general desprecio se salvaba, no obstante, su marido, su padre y hermanos, exceptuando Enrique, y todos los usos y costumbres de la buena sociedad, de las cuales era, como su se?or padre, fiel guardadora. La misma do?a Martina, apesar de su gran coraz?n y su espontaneidad, y de aquel temperamento franco y campechano que Dios la diera, no hab?a tenido m?s remedio que sucumbir y doblegarse a la f?rrea etiqueta de la familia, haci?ndose m?s seria, m?s comedida, y perdiendo con ello mucho del atractivo que su car?cter ten?a para el sobrino Miguel.

Cuando ?ste penetr? en el cuarto de Enrique, le hall? afeit?ndose frente a un espejo, tan preocupado y atento a su tarea, que no le vio ni oy? los pasos.

--Hola, Enriquillo, ?c?mo va?

Enrique volvi? asustado la cabeza.

--Ah, ?eres t?, Miguelito? Si?ntate, hombre, me alegro mucho de verte aqu?.

Miguel, en vez de obedecer, se puso a dar vueltas por el cuarto, observando con semblante risue?o cuanto en ?l hab?a. Estaba lleno de atributos taur?macos: sobre la puerta una cabeza disecada de toro; a los lados unas mo?as lujosas, con los colores ca?dos ya por el tiempo; por las paredes algunos cromos, representando las distintas suertes del toreo; una espada y una muleta formando trofeo.

Miguel se detuvo frente a un par de banderillas sim?tricamente colocadas debajo de la espada y la muleta.

--La ?ltima vez que he estado aqu? no ten?as estas banderillas.

--Me las ha regalado, no hace m?s que ocho d?as, Marmita... ya sabes... Marmita--dijo, volviendo el rostro que rebosaba de orgullo y satisfacci?n.

--S?, s?... ya s?... Marmita... cualquier bruto, vamos...

Enrique se qued? repentinamente serio y triste.

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