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Read Ebook: Entre naranjos by Blasco Ib Ez Vicente
Font size: Background color: Text color: Add to tbrJar First Page Next PageEbook has 1232 lines and 78220 words, and 25 pagestrever?a a burlarse del viejo usurero teniendo a su lado tal hijo! Quer?a ser militar, pero su padre se indignaba cada vez que el muchacho hac?a referencia a lo que llamaba su vocaci?n. ?Para eso hab?a trabajado ?l haci?ndose rico? Recordaba la ?poca en que, pobre escribiente, ten?a que halagar a sus superiores y escuchar sus reprimendas humildemente con el espinazo doblado. No quer?a que a su ?nico hijo lo llevasen de aqu? para all? como una m?quina. --?Mucho dorado!--exclamaba con el desprecio del que no se siente atra?do por las exterioridades,--?mucho gal?n, pero al fin un esclavo! Quer?a a su hijo libre y poderoso, continuando la conquista de la ciudad, completando la grandeza de la familia iniciada por ?l, apoder?ndose de las personas, como ?l se hab?a apoderado del dinero. Ser?a abogado; la carrera de los hombres que gobiernan. Era un vehemente deseo de antiguo r?bula; ver a su v?stago entrando con la frente alta en el vedado de la ley donde ?l se hab?a introducido siempre cautelosamente, expuesto en muchas ocasiones a salir arrastrado con una cadena al pie. Ram?n pas? algunos a?os en Valencia, sin que pudiera saltar m?s all? de los proleg?menos del Derecho, por la maldita raz?n de que las clases eran por la ma?ana y ?l ten?a que acostarse al amanecer, hora en que se apagan los reverberos que enfocaban su luz sobre la mesa verde. Adem?s ten?a en su cuarto de la casa de hu?spedes una magn?fica escopeta, regalo de su padre, y la nostalgia de los huertos le hac?a pasar muchas tardes en el tiro del palomo, donde era m?s conocido que en la Universidad. Aquel hermoso ejemplar de belleza varonil, grande, musculoso, bronceado, con unos ojos imperiosos, endurecidos por pobladas cejas, hab?a sido creado para la acci?n, para la actividad; era incapaz de enfocar su inteligencia en el estudio. El viejo Brull, que por avaricia y por prudencia, ten?a a su hijo a media raci?n--como ?l dec?a--s?lo le enviaba el dinero justo para vivir; pero v?ctima a su vez de aquellas malas artes con las que otro tiempo explotaba a los labriegos, hab?a de hacer frecuentes viajes a Valencia, buscando arreglo con ciertos usureros que hac?an pr?stamos, al hijo en tales condiciones, que la insolvencia pod?a conducirle a la c?rcel. El viejo Brull no quiso tolerar por m?s tiempo las calaveradas de su hijo y le hizo abandonar los estudios. No ser?a abogado: al fin no era necesario un t?tulo para ser personaje. Adem?s, se sent?a achacoso; le era dif?cil vigilar en persona los trabajos de sus huertos, y necesitaba la ayuda de aquel hijo que parec?a nacido para imponer su autoridad a cuantos le rodeaban. Ram?n obedeci? a su padre. Educado en los prejuicios de la riqueza rural, cre?a que una persona decente no pod?a oponerse a la uni?n con una hembra fea y arisca, siempre que tuviese fortuna. El suegro y la nuera se entend?an perfectamente. Enternec?ase el viejo viendo a aquella mujer seria y de pocas palabras indignarse por el m?s leve despilfarro de las criadas, gritar a los colonos cuando notaba el menor descuido en los huertos y discutir y pelearse con los compradores de naranja por un c?ntimo de m?s o menos en la arroba. Aquella nueva hija era el consuelo de su vejez. --Ya le pica la ambici?n--dec?a el viejo alegremente a su nuera.--D?jale, mujer; ?l se abrir? paso... As? le quiero ver. Comenz? por entrar en el ayuntamiento y pronto adquiri? notoriedad. La menor objeci?n en el consistorio era para ?l una ofensa personal; terminaba las discusiones en la calle con amenazas y golpes; su mayor gloria era que los enemigos se dijeran: --Cuidado con Ram?n... Mirad que ese es muy bruto. Su padre muri? vi?ndole en el apogeo de su gloria. Aquella mala cabeza realizaba su sue?o: la conquista de la ciudad, el dominio de los hombres completando el acaparamiento del dinero. Y tambi?n antes de morir vio perpetuada la dinast?a de los Brull con el nacimiento de su nieto Rafael, producto de los encuentros conyugales instintivos e ins?pidos de un matrimonio al que s?lo un?a la costumbre y el deseo de dominaci?n. El viejo Brull muri? como un santo. Sali? de la vida ayudado por todos los ?ltimos sacramentos; no qued? cl?rigo en la ciudad que no empujase en alma camino del cielo, con nubes de incensario en los solemnes funerales, y aunque los pillos, los rebeldes a la influencia del hijo recordaban aquellos d?as de mercado en los cuales el reba?o de los huertos ven?a a dejarse esquilar en su despacho de r?bula, toda la gente sensata que ten?a que perder, llor? la muerte del hombre digno y laborioso que, salido de la nada, hab?a sabido crearse una fortuna con su trabajo. No amaba a su marido: ten?a el ego?smo de la se?ora campesina que considera cumplidos todos sus deberes con ser fiel al esposo y ahorrar dinero. Por una anomal?a notable, ella, tan avara, tan guardadora, capaz de palabrotas de plazuela cuando hab?a que defender el dinero de la casa, disputando con jornaleros o con los compradores de la cosecha era tolerante con los despilfarros del esposo para mantener su soberan?a sobre el distrito. Cada elecci?n abr?a una brecha en la fortuna de la casa. Don Ram?n recib?a el encargo de sacar triunfante a tal se?or desconocido, que apenas si pasaba un par de d?as en el distrito. Era la voluntad de los que gobernaban all? en Madrid. Hab?a que quedar bien, y en todos los pueblos volteaban corderos enteros sobre las hogueras; corr?an a espita rota los toneles de las tabernas; se distribu?an pu?ados de pesetas entre los m?s reacios o se perdonaban deudas, todo por cuenta de don Ram?n; y su mujer, que vest?a h?bito para gastar menos y guisaba la comida con tal estrechez que apenas si dejaban algo para los criados, era la m?s espl?ndida al llegar la lucha, y pose?da de fiebre belicosa, ayudaba a su marido a echar la casa por la ventana. Era esto un c?lculo de su avaricia. El dinero esparcido locamente, era un pr?stamo que cobrar?a con creces en un d?a determinado. Y acariciaba con sus ojos penetrantes al peque??n moreno e inquieto que ten?a sobre sus rodillas, viendo en ?l al privilegiado que recoger?a el resultado de todos los sacrificios de la familia. Se hab?a refugiado en la devoci?n como un oasis fresco y agradable en medio de su vida mon?tona y vulgar, y experimentaba una sensaci?n de orgullo cuando alg?n sacerdote amigo la dec?a a la puerta de la iglesia: --Cuide usted mucho de don Ram?n. Gracias a ?l la ola de la demagogia se detiene ante el templo y los malos principios no triunfan en el distrito. El es quien tiene en un pu?o a los imp?os. Y cuando tras una declaraci?n como esta que halagaba su amor propio, d?ndole cierta tranquilidad para despu?s de la muerte, pasaba por las calles de Alcira con su h?bito modesto y su mantilla, no muy limpia, saludada con afecto por los vecinos m?s importantes, le perdonaba a su Ram?n todos los devaneos de que ten?a noticia y daba por bien empleados los sacrificios de fortuna. ?Si no fuera por ellos, qu? ocurrir?a en el distrito!... Triunfar?an los descamisados, aquellos menestrales que le?an los papeles de Valencia y predicaban la igualdad. Tal vez se repartir?an los huertos y querr?an que el producto de las cosechas, inmensa pila de miles de duros que dejaban ingleses y franceses, fuese para todos. Pero para evitar tal cataclismo, all? estaba su Ram?n, el azote de los malos, el campe?n de la buena causa, que la sacaba adelante dirigiendo las elecciones escopeta en mano, y as? como sab?a enviar a presidio a los que le molestaban con su rebeld?a, lograba conservar en la calle a los que con varias muertes en su historia, se prestaban a servir al gobierno sostenedor del orden y de los buenos principios. Bajaba la fortuna de la casa de Brull, pero aumentaba su prestigio. Las talegas recogidas por el viejo a costa de tantas picard?as, se desparramaban por el distrito sin que bastasen a reemplazar su hueco algunas distracciones de fondos municipales. Don Ram?n contemplaba imp?vido aquel derroche, satisfecho de que hablasen de su generosidad tanto como de su poder. Todo el distrito miraba como una bandera sagrada aquel corpach?n bronceado, musculoso, que arbolaba en su parte superior unos enormes mostachos en los cuales comenzaban a brillar muchas canas. --Don Ram?n: deb?a usted quitarse esos bigotes--le dec?an los curas amigos con acento de cari?oso reproche.--Parece usted el propio V?ctor Manuel, el carcelero del Papa. Pero aunque don Ram?n era un ferviente cat?lico y odiaba a los imp?os verdugos del Santo Padre, sonre?a acarici?ndose los mostachos, muy satisfecho en el fondo de tener alguna semejanza con un rey. El patio de la casa era el solio de su soberan?a. Sus partidarios le encontraban paseando de un extremo a otro, por entre los verdes cajones de los pl?tanos, con las manos cruzadas en la espalda anchurosa, fuerte y algo encorvada por la edad: una espalda majestuosa, capaz de sostener a todos sus amigos. All? administraba justicia, decid?a la suerte de las familias, arreglaba la vida de los pueblos; todo con pocas y en?rgicas palabras, como un rey moro de los que en aquella misma tierra gobernaban siglos antes a sus s?bditos a cielo descubierto. En los d?as de mercado se llenaba el patio. Deten?anse los carros ante la puerta, todas las rejas de la calle ten?an cabalgaduras atadas a sus hierros, y dentro de la casa sonaba el zumbido de la r?stica aglomeraci?n. Don Ram?n les escuchaba a todos, gravo, cejijunto, con la cabeza inclinada, teniendo a su lado al peque?o Rafael, apoy?ndose en ?l con un adem?n copiado de los cromos, donde ?l hab?a visto a ciertos reyes acariciando al pr?ncipe heredero. Las tardes de sesi?n en el Ayuntamiento, el cacique no pod?a abandonar su patio. En la casa municipal no se mov?a una silla sin su permiso, pero le gustaba permanecer invisible como Dios, haciendo sentir su voluntad oculta. Toda la tarde se pasaba en un continuo ir y venir de concejales desde la casa del pueblo al patio de don Ram?n. --Hoy es d?a de fiesta: corrida de concejales en pelo. Esta colaboraci?n en el sostenimiento de la autoridad de la familia era lo ?nico que un?a a los esposos. Aquella mujer, falta de ternura, que jam?s hab?a experimentado la menor emoci?n en su roce conyugal y se prestaba al amor con la pasividad de una fiera amansada y fr?a, enrojec?a de emoci?n cada vez que el jefe admit?a como buenas sus ideas. ?Si ella dirigiera el partido!... Ya se lo dec?a muchas veces don Andr?s, el amigo ?ntimo de su esposo, uno de esos hombres que nacen para ser segundos en todas partes, y fiel a la familia hasta el sacrificio, formaba con los dos esposos la santa trinidad de la religi?n de los Brull esparcida por todo el distrito. All? donde don Ram?n no pod?a ir, se presentaba don Andr?s, como si fuese la propia persona del jefe. En los pueblos le respetaban como vicario supremo de aquel dios que tronaba en el patio de los pl?tanos, y los que no se atrev?an a aproximarse a ?ste con sus s?plicas, buscaban a aquel solter?n de car?cter alegre y familiar que siempre ten?a una sonrisa en su cara tostada cubierta de arrugas y un cuento bajo su bigote recio tostado por el cigarro. Despachaba la correspondencia del jefe; tomaba parte en los juegos de Rafael, acompa??ndole a pasear por los huertos y cerca de Bernarda, desempe?aba las funciones de consejero de confianza. Lo que m?s ?ntimamente un?a a las tres personas era el afecto por Rafael, aquel peque?o que hab?a de ilustrar el apellido de Brull, realizando las ilusiones del abuelo y el padre. Era un muchacho tranquilo y melanc?lico, cuya dulzura parec?a molestar a la r?gida do?a Bernarda. Siempre pegado a sus faldas. Al levantar los ojos, encontraba fija en ella la mirada del peque?o. --Anda a jugar al patio--dec?a la madre. Y el peque?o sal?a inmediatamente triste y resignado, como obedeciendo una orden penosa. Don Andr?s era el ?nico que le alegraba con sus cuentos y sus paseos por los huertos, cogiendo flores para ?l, fabric?ndole flautas de ca?a. El fue quien se encarg? de acompa?arle a la escuela y de hacerse lenguas de su afici?n al estudio. Si era serio y melanc?lico, es porque iba para sabio, y en el casino del partido les dec?a a los correligionarios: Ya ver?is lo que es bueno, as? que Rafaelito sea hombre. Ese va a ser un C?novas. Jam?s pr?ncipe heredero creci? entre el respeto y la adulaci?n que el peque?o Brull. En la escuela los muchachos le miraban como un ser superior que por bondad descend?a a educarse entre ellos. Una plana bien garrapateada; una lecci?n repetida de corrido, bastaban para que el maestro, que era del partido para cobrar el sueldo sin grandes retrasos, dijera con tono prof?tico. --Siga usted tan aplicado, se?or de Brull. Usted est? destinado a grandes cosas. Y en las tertulias a que asist?a su madre, le bastaba recitar una fabulita o lanzar alguna pedanter?a de ni?o aplicado que desea introducir en la conversaci?n algo de sus lecciones, para que inmediatamente se abalanzasen a ?l las se?oras cubri?ndole de besos: --?Pero cu?nto sabe este ni?o!... ?Qu? listo es! Y alguna vieja a?ad?a sentenciosamente: --Bernarda, cuida del chico; que no estudie tanto. Eso es malo. ?Mira qu? amarillento est?!... Termin? sus estudios superiores con los padres escolapios, siendo el protagonista de los repartos de premios; el primer papel en todas las comedias organizadas en el teatrito de los frailes. El semanario del partido dedicaba un art?culo todos los a?os a los sobresalientes y premios de honor del < Add to tbrJar First Page Next Page |
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