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Munafa ebook

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Read Ebook: Sonata de primavera: memorias del marqués de Bradomín by Valle Incl N Ram N Del

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Ebook has 706 lines and 22836 words, and 15 pages

--Mar?a Rosario entrar? en un convento dentro de pocos d?as. ?Dios la haga llegar ? ser otra Beata Francisca Gaetani!

Yo murmur? con solemnidad:

--?Es una separaci?n tan cruel como la muerte!

La Princesa me interrumpi? vivamente:

--Sin duda que es un dolor muy grande, pero tambi?n es un consuelo saber que las tentaciones y los riesgos del mundo no existen para ese ser querido. Si todas mis hijas entrasen en un convento, yo las seguir?a feliz... ?Desgraciadamente no son todas como Mar?a Rosario!

Call?, suspirando con la mirada abstra?da, y en el fondo dorado de sus ojos yo cre? ver la llama de un fanatismo tr?gico y sombr?o. En aquel momento, uno de los familiares que velaban ? Monse?or Gaetani asom?se ? la puerta de la alcoba, y all? estuvo sin hacer ruido, dudoso de turbar nuestro silencio, hasta que la Princesa se dign? interrogarle, suspirando entre desde?osa y afable:

--?Qu? ocurre, Don Antonino?

Don Antonino sonri? con beatitud:

--Ocurre, Excelencia, que Monse?or desea hablar al enviado de Su Santidad.

--?Sabe que est? aqu??

--Lo sabe, s?, Excelencia. Le ha visto cuando recibi? la Santa Unci?n. Aun cuando pudiera parecer lo contrario, Monse?or no ha perdido el conocimiento un solo instante.

? todo esto yo me hab?a puesto en pie. La Princesa me alarg? su mano, que todav?a en aquel trance supe besar con m?s galanter?a que respeto, y entr? en la c?mara donde agonizaba Monse?or.

EL NOBLE prelado fij? en m? los ojos moribundos y quiso bendecirme, pero su mano cay? desfallecida ? lo largo del cuerpo, al mismo tiempo que una l?grima le resbalaba lenta y angustiosa por la mejilla. En el silencio de la c?mara, s?lo el resuello de su respiraci?n se escuchaba. Al cabo de un momento pudo decir con afanoso balbuceo:

--Se?or Capit?n, quiero que llev?is el testimonio de mi gratitud al Santo Padre...

Call?, y estuvo largo espacio con los ojos cerrados. Sus labios secos y azulencos, parec?an agitados por el temblor de un rezo. Al abrir de nuevo los ojos, continu?:

--Mis horas est?n contadas. Los honores, las grandezas, las jerarqu?as, todo cuanto ambicion? durante mi vida, en este momento se esparce como vana ceniza ante mis ojos de moribundo. Dios Nuestro Se?or no me abandona, y me muestra la aspereza y desnudez de todas las cosas... Me cercan las sombras de la Eternidad, pero mi alma se ilumina interiormente con las claridades divinas de la Gracia...

Otra vez tuvo que interrumpirse, y falto de fuerzas cerr? los ojos. Uno de los familiares acerc?se y le enjug? la frente sudorosa con un pa?uelo de fina batista. Despu?s, dirigi?ndose ? m?, murmur? en voz baja:

--Se?or Capit?n, procurad que no hable.

Yo asent? con un gesto. Monse?or abri? los ojos, y nos mir? ? los dos. Un murmullo apagado sali? de sus labios: Me inclin? para oirle, pero no pude entender lo que dec?a. El familiar me apart? suavemente, y dobl?ndose ? su vez sobre el pecho del moribundo, pronunci? con amable imperio:

--?Ahora es preciso que descanse Su Ilustr?sima! No habl?is...

El prelado hizo un gesto doloroso. El familiar volvi? ? pasarle el pa?uelo por la frente, y al mismo tiempo, sus ojos sagaces de cl?rigo italiano, me indicaban que no deb?a continuar all?. Como ello era tambi?n mi deseo, le hice una cortes?a y me alej?. El familiar ocupo un sill?n que hab?a cercano ? la cabecera, y recogiendo suavemente los h?bitos, se dispuso ? meditar, ? acaso ? dormir, pero en aquel momento advirti? Monse?or que yo me retiraba, y alz?ndose con supremo esfuerzo, me llam?:

--?No te vayas, hijo m?o! Quiero que lleves mi confesi?n al Santo Padre.

Esper? ? que nuevamente me acercase, y con los ojos fijos en el c?ndido altar que hab?a en un extremo de la c?mara, comenz?:

--?Dios m?o, que me sirva de penitencia el dolor de mi culpa y la verg?enza que me causa confesarla!

Los ojos del prelado estaban llenos de l?grimas. Era afanosa y ronca su voz. Los familiares se congregaban en torno del lecho. Sus frentes inclin?banse al suelo: Todos aparentaban una gran pesadumbre, y parec?an de antemano edificados por aquella confesi?n que intentaba hacer ante ellos el moribundo obispo de Betulia. Yo me arrodill?. El prelado rezaba en silencio, con los ojos puestos en el crucifijo que hab?a en el altar. Por sus mejillas descarnadas las l?grimas corr?an hilo ? hilo. Al cabo de un momento, comenz?:

--Naci? mi culpa cuando recib? las primeras cartas donde mi amigo, Monse?or Ferrati, me anunciaba el designio que de otorgarme el capelo ten?a Su Santidad. ?Cu?n flaca es nuestra humana naturaleza, y cu?n fr?gil el barro de que somos hechos! Cre? que mi estirpe de Pr?ncipes val?a m?s que la ciencia y que la virtud de otros varones: Naci? en mi alma el orgullo, el m?s fatal de los consejeros humanos, y pens? que alg?n d?a ser?ame dado regir ? la Cristiandad. Pont?fices y Santos hubo en mi casa, y juzgu? que pod?a ser como ellos. ?De esta suerte nos ciega Satan?s! Sent?ame viejo y esper? que la muerte allanase mi camino. Dios Nuestro Se?or no quiso que llegase ? vestir la sagrada p?rpura, y, sin embargo, cuando llegaron inciertas y alarmantes noticias, yo tem? que hiciese naufragar mis esperanzas la muerte que todos tem?an de Su Santidad... ?Dios m?o, he profanado tu altar rog?ndote que reservases aquella vida preciosa porque, segada en m?s lejanos d?as, pudiera serme propicia su muerte! ?Dios m?o, cegado por el Demonio, hasta hoy no he tenido conciencia de mi culpa! ?Se?or, t? que lees en el fondo de las almas, t? que conoces mi pecado y mi arrepentimiento, devu?lveme tu Gracia!

Call?, y un largo estremecimiento de agon?a recorri? su cuerpo. Hab?a hablado con apagada voz, impregnada de apacible y sereno desconsuelo. La huella de sus ojeras se difundi? por la mejilla, y sus ojos, cada vez m?s hundidos en las cuencas, se nublaron con una sombra de muerte. Luego qued? estirado, r?gido, indiferente, la cabeza torcida, entreabierta la boca por la respiraci?n, el pecho agitado. Todos permanecimos de rodillas, irresolutos, sin osar llamarle ni movernos, por no turbar aquel reposo que nos causaba horror. All? abajo exhalaba su perpetuo sollozo la fuente que hab?a en medio de la plaza, y se o?an las voces de unas ni?as que jugaban ? la rueda: Cantaban una antigua letra de cadencia l?nguida y nost?lgica. Un rayo de sol, abrile?o y matinal, brillaba en los vasos sagrados del altar, y los familiares rezaban en voz baja, edificados por aquellos devotos escr?pulos que torturaban el alma c?ndida del prelado... Yo, pecador de m?, empezaba ? dormirme, que hab?a corrido toda la noche en silla de posta, y cansa cuando es larga una jornada.

AL SALIR de la c?mara donde agonizaba Monse?or Gaetani, hall?me con un viejo mayordomo que me esperaba en la puerta.

--Excelencia, m? Se?ora la Princesa, me env?a para que os muestre vuestras habitaciones.

Yo apenas pude reprimir un estremecimiento. En aquel instante, no s? decir qu? vago aroma primaveral tra?a ? mi alma el recuerdo de las cinco hijas de la Princesa. Mucho me alegraba la idea de vivir en el Palacio Gaetani, y, sin embargo, tuve valor para negarme:

--Decid ? vuestra Se?ora la Princesa Gaetani, que me hospedo en el Colegio Clementino.

El mayordomo pareci? consternado:

--Excelencia, creedme que la caus?is una gran contrariedad. En fin, si os neg?is, tengo orden de llevarle recado. Os dignar?is esperar algunos momentos. Est? terminando de o?r misa.

Yo hice un gesto de resignaci?n:

--No le dig?is nada. Dios me perdonar? si prefiero este Palacio, con sus cinco doncellas encantadas, ? los graves te?logos del Colegio Clementino.

El mayordomo me mir? con asombro, como si dudase de mi juicio. Despu?s mostr? deseos de hablarme, pero tras algunas vacilaciones, termin? indic?ndome el camino, acompa?ando la acci?n tan s?lo con una sonrisa. Yo le segu?. Era un viejo rasurado, vestido con largo levit?n eclesi?stico que casi le rozaba los zapatos, ornados con hebillas de plata. Se llamaba Polonio, andaba en la punta de los pies, sin hacer ruido, y ? cada momento se volv?a para hablarme en voz baja y llena de misterio:

--Pocas esperanzas hay de que Monse?or reserve la vida...

Y despu?s de algunos pasos:

--Yo tengo ofrecida una novena ? la Santa Madona.

Y un poco m?s all?, mientras levantaba una cortina:

--No estaba obligado ? menos. Monse?or me hab?a prometido llevarme ? Roma.

Y volviendo ? continuar la marcha:

--?No lo quiso Dios!... ?No lo quiso Dios!...

De esta suerte atravesamos la antec?mara, y un sal?n casi oscuro y una biblioteca desierta. All? el mayordomo se detuvo, palp?ndose las faltriqueras de su calz?n, ante una puerta cerrada:

--?V?lgame Dios!... He perdido mis llaves...

Todav?a continu? registr?ndose: Al cabo di? con ellas, abri? y apart?se dej?ndome paso:

--La Se?ora Princesa desea que dispong?is del sal?n, de la biblioteca y de esta c?mara.

Yo entr?. Aquella estancia me pareci? en todo semejante ? la c?mara en que agonizaba Monse?or Gaetani. Tambi?n era honda y silenciosa, con antiguos cortinajes de damasco carmes?. Arroj? sobre un sill?n mi manto de guardia noble, y me volv? mirando los cuadros que colgaban de los muros. Eran antiguos lienzos de la escuela florentina, que representaban escenas b?blicas:--Mois?s salvado de las aguas, Susana y los ancianos, Judith con la cabeza de Holofernes.--Para que pudiese verlos mejor, el mayordomo corri? de un lado al otro levantando todos los cortinajes de las ventanas. Despu?s me dej? contemplarlos en silencio: Andaba detr?s de m? como una sombra, sin dejar caer de los labios la sonrisa, una vaga sonrisa doctoral. Cuando juzg? que los hab?a mirado ? todo sabor y talante, acerc?se en la punta de los pies y dej? o?r su voz cascada, m?s amable y misteriosa que nunca:

--?Qu? os parece? Son todos de la misma mano... ?Y qu? mano!...

Yo le interrump?:

--?Sin duda, Andrea del Sarto?

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