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Read Ebook: Happy House by Hutten Zum Stolzenberg Betsey Riddle Freifrau Von
Font size: Background color: Text color: Add to tbrJar First Page Next Page Prev PageEbook has 2057 lines and 81591 words, and 42 pagesAcabado el pregon del edicto en la Plaza Nueva, la misma comitiva, en la misma solemne forma, se dirigi? al Albaicin y empez? ? trepar por sus pendientes y estrechas calles, hasta llegar ? la Plaza Larga, donde habia otro tablado. All?, tambien, en medio de un gent?o inmenso, se pregon? el edicto, y concluido que fue el pregon, la cabalgata se encamin? ? la parte baja de la ciudad. Ni un solo castellano qued? en el Albaicin: todos eran moriscos. Al retirarse las cuatro corporaciones de la Plaza Nueva, la multitud se habia dispersado, retir?ndose cada uno de los moriscos, triste, cabizbajo y pensativo ? su casa. Pero no aconteci? lo mismo en la Plaza Larga: en vez de dispersarse el gent?o, se estrechaba mas: empezaba ? escucharse un murmullo sordo y amenazador: pero aun no se habia proferido un solo grito, no habia tenido lugar ni una sola se?al sediciosa. De repente, un j?ven como de veinte y cuatro a?os, de continente gallardo, y de apariencia robusta, de rostro en?rgico y hermoso, y, aunque vestia completamente como los hidalgos castellanos, morisco, sin duda, ? juzgar por la expresion letal y la mirada amenazadora con que habia escuchado desde el dintel de una botica, el pregon de los cap?tulos del edicto, se volvi? bruscamente h?cia dentro, y abandonando ? un anciano que le acompa?aba, y que, por el contrario que el j?ven, habia escuchado el pregon con semblante impasible, empuj? rudamente la puerta de la celos?a de la tienda, la atraves? fuera de s?, y salvando ? saltos unas escaleras, atraves? una habitacion, abri? una ventana que daba ? la plaza, y avanzando por ella el cuerpo grit?: --?A las armas contra los cristianos! ?? barrear las calles que bajan ? la ciudad! ?? morir ? ? exterminar ? nuestros enemigos! La voz del j?ven excitado por la c?lera, era tonante, extensa, poderosa, como la voz de la tempestad. Su grito de guerra retumb? claro y distinto por cima de los murmullos de la multitud, en los ?ngulos mas distantes de la plaza. Aument?se el murmullo y la agitacion; pero ni un solo hombre se movi?, ni una sola voz contest? ? la voz del j?ven tribuno. --?Cobardes! grit? el j?ven, irritado por el poco efecto que habian hecho sus palabras en los moriscos, ?os sentencia ? la pobreza, ? la esclavitud y ? la deshonra, y lo sufr?s como sufre el perro el l?tigo de su se?or! --?Cobardes no! grit? otra voz no menos tonante que la del j?ven, desde el centro de la multitud: ?cobardes no! ?desarmados! Y aquella voz tenia una entonacion de dolor generoso, de desesperacion, de rabia, todo junto ? la vez. --?Que no tenemos armas! exclam? con una feroz energ?a el j?ven de la ventana, clavando su mirada de ?guila en el que le habia contestado y reconoci?ndole. ?Y eres t?, Farax-aben-Farax el valiente, el descendiente de cien reyes, el que exclamas como una d?bil mujer: ?no tenemos armas!--?acaso porque no ves la infamia delante de tus ojos, no ves las piedras que tienes delante de los pi?s? ?y cuando aun estas mismas piedras nos falt?ran, no es preferible morir antes que ver ? nuestros peque?uelos separados de sus madres, ? nuestras doncellas afrentadas por el cristiano, ? nuestros viejos cubiertos de verg?enza de haber llegado ? tan ruines tiempos? --?A las armas! ?? barrear las calles! exclam? la multitud, excitada por el entusiasta y en?rgico ap?strofe del j?ven: ?? morir ? matar! Y los moriscos empezaron ? revolverse y sin saberse de d?nde habian salido, empezaron ? verse arcabuces, picas y espadas entre la multitud. Era inminente una insurreccion: todas las bocas gritaban; todas las manos se agitaban; algunos cargaban los arcabuces y soplaban las mechas para hacer salva, como en se?al de levantamiento. Entonces apareci? en la misma ventana en d?nde el j?ven con la voz y los ademanes seguia excitando al pueblo, apareci?, decimos, un viejo venerable, de larga barba blanca, vestido ? la castellana; el mismo que hemos dicho acompa?aba al j?ven durante el pregon en la puerta de la botica. Una ansiedad mortal se mostraba en su semblante, antes indiferente, y con sus tr?mulas manos agitaba un bonete encarnado, de que se habia despojado, dejando descubiertos sus largos cabellos blancos como plata. La toca del bonete ondeaba, y ? todas luces se comprendia que el anciano deseaba que se restableciera el silencio para poder ser escuchado: sus se?as se vieron, comprendi?se su deseo y mucho respeto, mucho amor debia inspirar aquel venerable viejo ? los moriscos, porque los gritos cesaron y los que estaban ? punto de salir de la plaza se detuvieron. --?Me conoceis aun, hijos mios? exclam? el anciano con voz tr?mula y conmovida: ?me conoceis aun, bajo estas ropas castellanas? --?Si! ?si! ?si! --T? eres el justo, el bueno, el santo faqu?! de la gran mezquita, exclam? el llamado Farax-aben-Farax: t? eres nuestro amado Abd-el-Gewar; habla anciano: tus hijos te escuchan. --?Que vais ? hacer? exclam? el faqu?: ?no veis la ciudad llena de soldados? ?no habeis visto la espantable artiller?a que para causaros terror ha llevado delante de vosotros ? la Alhambra el capitan general? ?no habeis visto hace un momento reunidos el ayuntamiento, la Chanciller?a, la milicia y la Inquisicion? ?para qu? se han dejado ver tantas gentes con tanta pompa, con tanto estruendo, sino para daros ? entender que estan resueltas ? cumplir aunque para ello necesiten exterminaros, el cruel edicto del emperador? El anciano, fatigado por el violento esfuerzo que habia hecho para dejarse oir de la multitud, se detuvo un momento; los que ocupaban la plaza tenian fijos en ?l sus ojos, y el silencio, mas profundo aun que al principio, continuaba: el j?ven morisco que poco antes habia incitado al pueblo ? la insurreccion desde la ventana, se veia tras el anciano, de pi? con los brazos cruzados y el semblante sombr?o. --Es que ese edicto no los arrebata, santo faqu?, exclam? Farax-aben-Farax. --Ese edicto no se cumplir?, dijo Abd-el-Gewar; no se cumplir?, porque aun tenemos oro con que saciar la codicia de los ministros del rey: mientras tengamos oro, ahorremos sangre: cuando seamos pobres, cuando todo nos lo hayan robado, entonces, hijos mios, yo, delante de vosotros, ir? ? hacerme matar por los castellanos. Un murmullo de amor interrumpi? al faqu?. --Ahora, hijos mios, ? vuestras casas: mostraos en ellas como si nada hubiera acontecido: esta noche ? la oracion de Alaj? los xeques del Albaicin, casa del Habaqu?, en San Crist?val. El anciano hizo con su toca un ademan de imperio y se quit? de la ventana. --?Oro! ?siempre oro! dijo el j?ven que le acompa?aba, sigui?ndole. ?Para cuando guardamos el hierro? De c?mo un hombre puede amar por caridad ? una mujer, y de c?mo, ? veces, puede parecer la caridad amor. Ningun pueblo como el pueblo ?rabe, y como su descendiente el moro, ha llegado ? la belleza de las formas, al refinamiento del gusto, ? lo voluptuoso de los contrastes, en lo referente ? la construccion de sus habitaciones. La casa de un moro, por pobre que este fuese, era ya una cosa bella, porque lo bello estaba y est? en el car?cter de su arquitectura: la vivienda de un moro rico era ya un verdadero alc?zar en cuya construccion, en cuyo aspecto, se notaban unidos, enlazados, la religion y el amor: si hay mucho de voluptuoso, de lascivo en los arcos calados, en los triples transparentes, en la media luz que por estos arcos y transparentes penetra en las c?maras; en las labores doradas sobre fondos esmaltados, en los brillantes mos?icos, en las fuentes que murmuran sobre pavimentos de m?rmol, habia tambien en todo aquello mucho de m?stico, considerado el misticismo desde el punto de vista de las creencias musulmanas. Visitad los restos de la Alhambra: cualquiera de sus admirables c?maras, ya sea la de Embajadores, ya la de los Abencerrajes, ya la de las Dos Hermanas; ya vagueis entre los arcos del patio de los Leones, ya bajo las c?pulas de la sala de Justicia, cualquiera de aquellos admirables restos, repetimos, si teneis ojos para ver y corazon para sentir, os trasladaran ? otros tiempos y ? otras gentes; os har?n aspirar en cada retrete el sentimiento del amor y de la religion de los musulmanes; os explicaran c?mo aquel pueblo pudo llenar una p?gina tan brillante en el interminable libro que ha escrito, escribe y sigue escribiendo la humanidad: son ? un tiempo poes?as er?ticas y salmos sagrados; cantos de guerra y sue?os de molicie; la espada del Islam, el libro de la ley y el velo de oro de la hermosa odalisca, todo junto, todo confundido: la materia y el esp?ritu, la luz y la sombra, y sobre todo esto lo romancesco, lo ideal, lo bello, lo sublime. En uno de esos admirables retretes ?rabes, cuyo recuerdo nos ha inspirado la anterior digresion, recostado en un divan, profundamente pensativo, con los elocuentes ojos negros como fijos en la inmensidad, ? la luz de una l?mpara que ardia sobre una peque?a y preciosa mesa de mos?ico, y sirviendo, en fin, de complemento por su magnifica y caracter?stica hermosura ? la bell?sima estancia en que se encontraba, estaba el mismo j?ven que aquella ma?ana habia excitado ? los moriscos del Albaicin ? la insurreccion en la Plaza Larga despues de pregonado el edicto del emperador. Observando detenidamente ? aquel j?ven, se notaba en ?l un no s? qu? misterioso, algo de grande que tenia muchos puntos de comparacion con lo que se llama grandeza en los reyes; algo de valiente, pero con esa valent?a generosa de los h?roes: mucho de firme, de indomable, de audaz en su car?cter: parecia que sobre aquella frente se agolpaban como un grupo de rojas nubes grandes destinos, una alt?sima mision que cumplir, una grande empresa que llevar ? cabo. Aquel j?ven por su expresion reflexiva parecia ya viejo. Pero un viejo con ojos brillantes, con cabellos brillantes, lleno de la en?rgica vida de la juventud, bajo cuya ancha frente se adivinaban atrevidos pensamientos, bajo cuya piel densa, blanca y mate, se adivinaba la circulacion de lava en vez de sangre. Aquel j?ven era uno de esos seres que se hacen notables ? primera vista. Uno de esos seres de quienes se dice: ese es un hombre de corazon. Uno de esos seres que han nacido para dominar, y que inspiran ? las mujeres un amor profundo, una necesidad de convertirse en sus esclavas: que son objeto, en fin, de ese sublime sentimiento que jam?s comprender? el hombre, porque es incapaz de sentirlo: la abnegacion de la mujer. Porque la mujer no ama con el amor de la abnegacion mas que lo esencialmente bello, grande, fuerte, poderoso. Este j?ven, en medio de su distraccion, tenia en sus manos un ramito de madreselva. Aquel pobre ramo habia sido la causa de la abstraccion del j?ven. Aquel ramo era una prenda de amor de una mujer. Entre los ?rabes y los moros, las flores, las hojas de los ?rboles, las yerbas, las cintas de colores, son otras tantas frases de un diccionario con cuyo auxilio solo se comprende su dulc?simo lenguaje: El del amor. O un lenguaje triste, desesperado, c?ustico, provocador: El de los zelos. O un lenguaje terrible, inplacable, feroz: El de la venganza. Add to tbrJar First Page Next Page Prev Page |
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