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Read Ebook: La araña negra t. 1/9 by Blasco Ib Ez Vicente
Font size: Background color: Text color: Add to tbrJar First Page Next PageEbook has 1477 lines and 61804 words, and 30 pagesEn esta edici?n se han mantenido las convenciones ortogr?ficas del original, incluyendo las variadas normas de acentuaci?n presentes en el texto. VICENTE BLASCO IBA?EZ LA ARA?A NEGRA NOVELA TOMO PRIMERO EDITORIAL COSM?POLIS APARTADO 3.030 MADRID Imprenta Zoila Ascas?bar.--Mart?n de los Heros, 65. MADRID PROLOGO --No es ?sta la mejor hora para hacer visitas. En este colegio se guardan muy bien las reglas, se?or; no s? si la madre directora podr? recibirle..., pero, a pesar de esto, preguntar?. Y el hermano Andr?s, al decir estas palabras, se llevaba indolentemente una mano a su puntiagudo y mugriento gorro de seda, como queriendo medir con justo patr?n un saludo que no fuese descort?s, pero tampoco amable; uno de esos saludos que se guardan para las personas misteriosas que no se sabe de d?nde vienen ni lo que quieren. Y sonre?a con la expresi?n de un cancerbero, abriendo aquella bocaza frailuna, oscura, mal oliente, de profundidad interminable y adornada en su entrada con tres dientes gastados, retorcidos y amarillentos como las fichas de un domin? de caf?. Aquel portero de religioso colegio, en su juventud lego de las disueltas Ordenes religiosas, defensor despu?s del Altar y el Trono a las ?rdenes de Cabrera, criado de los jesu?tas en Francia y en Espa?a, y empleado, por fin, de la pensi?n del Coraz?n de Jes?s, miraba al reci?n llegado con la recelosa y hostil curiosidad propia de quien ha pasado casi toda su vida entre gente inquieta y aficionada a la sospecha, que cree la desconfianza un sentimiento natural y el espionaje un deber ineludible. Se ve?a en el hermano Andr?s, con un poco de observaci?n y a pesar de los estragos que la edad hab?a hecho en su cuerpo flacucho, al antiguo lego tosco, brutal, de pu?os tan f?rreos como su est?mago y dispuesto lo mismo a barrerle la celda al padre prior como a empu?ar el trabuco carlista; pero su posterior roce con los jesu?tas hab?ale creado una nueva personalidad que se adaptaba sobre su antiguo natural como el traje sobre el cuerpo, y en virtud de aquella cepilladura loyolesca sab?a sonre?r con mansedumbre evang?lica, mirar a todas partes con los ojos fijos en el suelo y dar a su voz una entonaci?n meliflua y humilde que hac?a exclamar a m?s de una de las ricas devotas que visitaban el colegio: --Este hermano Andr?s es un santo var?n. Y al santo var?n no le ca?a muy en gracia aquel caballero que, ape?ndose a la puerta del colegio de un carruaje de alquiler, con cierto misterioso recato, hab?a entrado de sopet?n en su porter?a. Hab?a en ?l algo que alarmaba su olfato amaestrado en la sacrist?a y en las partidas carlistas, algo que el hermano Andr?s hab?a ya rotulado en su imaginaci?n con el terrible t?tulo de "tufillo liberal". --Este hombre no es de los nuestros--se dec?a el ser?fico portero mir?ndole al sesgo con desconfianza, y, efectivamente, todo en ?l se diferenciaba del aspecto de los asiduos visitantes del colegio. Estos eran buenas gentes que nunca hablaban alto, que dec?an al entrar: "?Ave Mar?a!", que preguntaban con cierta veneraci?n por la reverenda madre superiora y de paso dirig?an una sonrisa al conserje hermano en Cristo; que inclinaban la cabeza ante las innumerables estampas de santos de todas clases y tama?os que, colgadas de las paredes de la porter?a, convert?an ?sta en una verdadera corte celestial al cromo barato, y el reci?n llegado no dec?a una palabra sin mirar a los ojos de aquel a quien se dirig?a; ten?a un acento en?rgico y vibrante que no se esforzaba en disimular; mostraba en sus ademanes una noble franqueza, hab?a preguntado con desfachatez revolucionaria por la "se?ora directora", y al fijarse en los bienaventurados de vivos colorines que adornaban el cuarto, ?horror de los horrores!, al hermano Andr?s le hab?a parecido que a los labios del inc?gnito apuntaba una fugaz y amarga sonrisa. Adem?s, aquel rostro moreno de facciones pronunciadas, aquellos bigotes gruesos de un color rubio oscuro con reflejos met?licos y aquella frente surcada por una arruga vertical, signo en ciertos caracteres en?rgicos lo mismo de c?lera que de contrariedad, por un no s? qu? misterioso, afirmaban cada vez m?s al religioso portero en la creencia de que aquel hombre, que por su aire marcial parec?a un antiguo militar, no ten?a nada de com?n con el Sagrado Coraz?n, con las monjas ni con sus visitantes. --?Si ser? alguno de esos revolucionarios arrepentidos que ahora han subido al Poder?--y esta consideraci?n que mentalmente se hac?a el portero, era la que le impulsaba a mostrarse fr?amente amable y no contestar con aquella insolente sequedad que guardaba siempre para los imp?os poco temibles. --Voy a ver si dan permiso para que usted pase, y entretanto puede usted descansar aqu?. Esto lo dijo el portero tras el largo silencio transcurrido despu?s de las palabras con que recibi? al reci?n llegado. Nada contest? ?ste, y el hermano, que hab?a tomado de las monjas la curiosidad femenil, no se resolvi? a moverse sin practicar alg?n sondeo en aquel inc?gnito que ?l calificaba de misterioso. --?Y qu? nombre tendr? que anunciar a la madre superiora? --Es in?til; no me conoce. --?Creo que no vendr? usted por asuntos de ninguna se?orita de las que est?n aqu? a pensi?n? --Vengo a ver a la se?orita Mar?a Alvarez y Baselga, que hace tres a?os est? en este colegio. --Perdone usted, se?or; aqu? no hay ninguna se?orita Alvarez. --?C?mo!...--exclam? con sorpresa el desconocido, mirando fijamente al portero. --Usted se referir?, sin duda--continu? ?ste tomando un aire de compungido servilismo--a la se?orita Mar?a Quir?s de Baselga, condesa de Baselga. Al o?r estas palabras, el rostro de aquel hombre se transfigur? r?pidamente; su habitual expresi?n noble y franca troc?se en reconcentrada y feroz, y con voz temblona por la c?lera, grit?: --Eso de Quir?s es mentira; la se?orita Alvarez, esa ni?a... Pero call? como si comprendiera lo rid?culo que resultaba discutir sobre apellidos con un portero curioso, y mirando a ?ste con aire de superioridad, le dijo: --Estoy perdiendo un tiempo precioso para m?. Anuncie usted inmediatamente a la se?ora directora que hay un caballero que desea hablarla. El hermano Andr?s obedeci?, saliendo de la porter?a, no sin antes saludar a aquel hombre que tal aire de imposici?n sab?a mostrar, y abriendo la mampara de pintados cristales se intern? en el patio del colegio. El inc?gnito sent?se en el conventual sill?n de cuero del conserje y esper?, dejando vagar su mirada sobre los mamarrachos art?sticos que recib?an el homenaje del fanatismo. Reinaba la calma propia de un edificio que, a pesar de encontrarse en la parte m?s c?ntrica de una ciudad, aunque no muy grande, bastante populosa, ten?a la defensa que le proporcionaba el estar enclavado al extremo de una calleja sin salida, que en su entrada de embudo recog?a los ruidos propios de la vida y de la agitaci?n, para irlos disminuyendo y conducirlos amortiguados hasta las puertas del Colegio, donde se extingu?an como temerosos de salvar los umbrales de aquella casa dedicada a las oraciones y a una educaci?n tan religiosa como extravagante. Cuando el distra?do inc?gnito, saliendo moment?neamente de su ensimismamiento, fijaba su mirada en la peque?a ventana de cristales algo empa?ados y orlada de estampitas que en la fachada se abr?a al lado de la gran puerta del colegio, ve?a a continuaci?n de la mercenaria berlina, la callejuela en toda su extensi?n, solitaria, mon?tona y fr?a como la plegaria de una religiosa, y all?, a su t?rmino, el cruzar r?pido de carruajes, el encuentro de transe?ntes y todos los detalles propios de una v?a concurrida, o m?s bien de la arteria principal de una ciudad de provincia. De vez en cuando, sobre el confuso rumor que se produc?a en la gran calle y que llegaba al colegio como el rugido de un mar lejano, dominaban gritos estridentes que se repet?an con met?dica precisi?n. Era el vocear de los vendedores de papeles p?blicos. Desde la porter?a no pod?an precisarse las palabras del oral anuncio; pero el desconocido lo hab?a o?do momentos antes y sab?a lo que significaba. Era la hoja extraordinaria que anunciaba c?mo en la madrugada del d?a anterior el general Pav?a hab?a penetrado en el palacio de la Representaci?n Nacional para disolver a viva fuerza las Cortes Constituyentes de la Rep?blica. El golpe de Estado, tan esperado por los elementos conservadores, se hab?a realizado; la Rep?blica no hab?a ca?do a?n de nombre, pero estaba muerta de hecho y el pa?s buscaba ya con mirada indiferente cu?l era el nuevo amo que iba a proporcionarle el soldado de fortuna, burlesco h?roe del 3 de enero. Cada vez que sobre el popular rumor alz?base el estridente chillido de uno de los voceadores, el desconocido pesta?eaba como queriendo alejar una idea dolorosa que ven?a a turbarle en sus meditaciones harto graves. No tard? el portero en volver. Sus pasos tardos y acompasados sonaron al otro lado de la mampara de cristales; ?sta se abri?, y el hermano Andr?s, asomando medio cuerpo, dijo con su eterna sonrisa: --Cuando el caballero guste, puede seguirme. Levant?se el interpelado, precedido de aqu?l, atraves? el patio, y dejando a un lado la gran escalera, obra maestra de pasados siglos, propia de aquel viejo caser?n, con su gruesa baranda de labrada piedra, sus berroque?os follajes, sus leones rampantes ro?dos por el tiempo sosteniendo escudos borrosos, y sus pelda?os gastados y angulosos como enc?as viejas, subieron una escalerilla de construcci?n moderna y poco extensa que conduc?a al entresuelo, donde estaban la habitaci?n y el despacho de la madre superiora y el sal?n para recibir a los visitantes. El que ahora entraba en el colegio fu? conducido al despacho, pieza que a m?s del indispensable crucifijo gigantesco, cromos devotos y estanter?as con libros empolvados encuadernados en pergamino, ostentaba varios grandes cuadros; el uno fiel retrato del pont?fice, puesto en ser?fica actitud, y los otros representando im?genes de santos, bulas concediendo indulgencias y labores caligr?ficas de las educandas. Cuando qued? solo el visitante, sent?se en una butaca y esper? mirando fijamente el blanco retrato del Papa. Un ligero roce consigui? muy pronto sacarle de tal contemplaci?n, y volviendo la cabeza un poco le pareci? columbrar por los resquicios que quedaban entre un pesado cortinaje y el hueco de la puerta, blancas tocas, ojos de mujeres y bocas que cuchicheaban suavemente. La fugaz visi?n desapareci?; el desconocido engolf?se otra vez en sus contemplaciones y por tres o cuatro veces volvi? a mirar a la puerta, viendo siempre alguien en acecho, s?lo que en una ocasi?n no fueron tocas monjiles lo que distingui?, sino una negra sotana y unos ojos de ave de rapi?a que desaparecieron con la rapidez de las fantasmagor?as del sue?o. El inc?gnito sonri? pensando en la revoluci?n que hab?a causado en el convento su llegada y que tal vez habr?a hecho m?s misteriosa con sus palabras el mastuerzo del postero. De pronto la cortina se levant? y entr? en el despacho la superiora, una buena moza que, a pesar de hallarse ya lejos de los cuarenta, ostentaba con cierta satisfacci?n femenil su carne fofa, pero blanca, tersa y sonrosada a juzgar por los abultados carrillos, y llevaba con majestad, no exenta de coqueter?a, su blanca toca y sus gafas de oro. Hablaba con gran correcci?n; pero a las cuatro palabras demostraba su origen franc?s, pues ciertas letras no pod?an pasar por su lengua sin ser graciosamente desfiguradas por aquella esposa del Se?or. --Dios guarde a usted, caballero--dijo al entrar--. Si?ntese usted y diga en qu? pueden servirle en esta santa casa destinada a educar a las j?venes en el temor de Dios. Y la buena madre, despu?s de decir con gran calma estas palabras, sent?se majestuosamente en su poltrona, interponiendo entre ella y el visitante la mesa de trabajo cargada de papeles, de rosarios y de un sinn?mero de baratijas religiosas, y clav? en aqu?l sus gafas deslumbrantes. 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