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Munafa ebook

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Read Ebook: La araña negra t. 1/9 by Blasco Ib Ez Vicente

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Ebook has 1477 lines and 61804 words, and 30 pages

Y la buena madre, despu?s de decir con gran calma estas palabras, sent?se majestuosamente en su poltrona, interponiendo entre ella y el visitante la mesa de trabajo cargada de papeles, de rosarios y de un sinn?mero de baratijas religiosas, y clav? en aqu?l sus gafas deslumbrantes.

El caballero acerc? un poco la silla a la mesa, como para hablar m?s bajo, y con voz no muy segura comenz?:

--Se?ora... .

--Se?ora--volvi? a decir aquel hombre, como para demostrar que no retiraba la palabra--. Tengo gran prisa por terminar el asunto que aqu? me arrastra, y en usted consistir? el verse pronto libre de mi presencia, que de seguro la distrae de m?s graves ocupaciones.

--Diga usted lo que desea--contest? impasible la superiora.

--Acontecimientos imprevistos me obligan a salir de Espa?a. No s? cu?ndo volver?; tal vez nunca, tal vez muy pronto. Una reciente tempestad ha ca?do sobre m? y otros muchos, y voy lejos, muy lejos, aunque proponi?ndome volver as? que cese lo que hoy me empuja. En tal situaci?n, se?ora, antes de partir a un destierro en el que tal vez pierda la vida, vengo aqu? a cumplir el m?s santo de los deberes, el deber de padre, que es el que con m?s fuerza conmueve mi coraz?n. En fin, se?ora, vengo a ver a mi hija; d?jeme usted que la d? un beso y me voy al momento.

Y aquel hombr?n todo m?sculos y energ?a, que en ciertos momentos miraba con una fiereza que no por ser noble impon?a menos, al decir estas palabras hablaba con voz cada vez m?s temblona, y al final tir? con cierta violencia de sus grandes bigotes y se rasc? en la frente como si con esto quisiera ocultar que sus ojos se pon?an lacrimosos a causa de la emoci?n.

La superiora continuaba en tanto impasible, con el aire de una persona que oye cosas que no entiende.

El desconocido tom? tal expresi?n por una muestra de extra?eza y dijo sonriendo con melancol?a:

--No extra?e usted, se?ora, que casi me ponga a llorar. Aqu? donde usted me ve, me he conmovido muy pocas veces, y eso que en m?s de una he visto la muerte de cerca. Pero ya puede usted considerar lo que es un padre que en muchos a?os no ve a su hija, y... adem?s, no s? si el beso que ahora la d? ser? el ?ltimo.

Y el caballero, que luchaba por serenarse, pareci? sentir nuevo enternecimiento.

Entretanto la monja despeg? los labios y dijo con la solemnidad de una antigua sibila:

--Debo manifestar a usted que no entiendo lo que dice ni a qu? hija se refiere.

El interpelado se incorpor? en su asiento con nervioso arranque, manifestando en su mirada la mayor extra?eza; pero despu?s pareci? reflexionar, y sonriendo, dijo:

--Es verdad; usted dispense, se?ora. En mi cari?oso aturdimiento he olvidado manifestar a usted a qui?n quiero ver y cu?l de sus educandas es mi hija. Mi hija es...

--Ante todo, caballero--dijo la superiora interrumpi?ndole--. Es la primera vez que veo a usted y, por tanto, excusado es preguntarle si ha sido usted el que ha tra?do a este colegio a la se?orita en cuesti?n.

--No la he tra?do yo.

--Ni la habr? conducido aqu? alguien por encargo expreso de usted.

--No, se?ora.

--Pues ninguna de las educandas de la casa se encuentra en tal caso. Todas est?n aqu? por la voluntad y disposici?n de sus padres o de las personas encargadas de su vigilancia.

--Se?ora, acabemos, y a ver si logramos entendernos. Yo vengo en busca de Mar?a Alvarez y Baselga, que es mi hija.

La monja hizo como quien repasa su memoria con gran detenimiento, y despu?s dijo con sequedad:

--No hay aqu? ninguna educanda de tal nombre.

--Se?ora--contest? el caballero con voz que iba inflam?ndose y tomando una entonaci?n en?rgica--, no perdamos el tiempo y vayamos rectamente al asunto. Aqu? est? la joven de quien hablo y necesito verla; si es que para entendernos debemos ir discutiendo apellidos, le preguntar?, ya que as? usted lo quiere, en vez de por la se?orita Alvarez, por la se?orita Quir?s.

Y al nombrar este apellido, recalc? las letras con cierta amargura despreciativa.

--Eso es diferente--dijo la superiora--. Aqu? est? como educanda hace tres a?os, la se?orita Mar?a Quir?s y Baselga, condesa de Baselga, pero yo ignoro con qu? derecho quiere usted verla.

--Soy su padre.

--Su padre muri? hace mucho tiempo.

--?Mentira!--exclam? el hombre con iracunda voz.--Aqu?l no era m?s que un miserable, un aut?mata que, para sus fines particulares, movieron los...

Pero al llegar aqu? se detuvo como si el lugar en que estaba y el sexo y clase de la persona a quien se dirig?a le hicieran variar de tono.

--Perdone usted, se?ora--continu?--, este rapto de c?lera, hijo de mi car?cter arrebatado. Hace dos d?as que estoy fuera de m? y, en algunos instantes, me tengo por pr?ximo a la locura. Cr?ame usted se?ora directora, cr?ame, pues le aseguro por mi conciencia de hombre honrado, de hombre que jam?s ha mentido, que esa ni?a de quien usted habla, es mi hija. Usted tal vez me conozca, tal vez haya o?do hablar de m?. Si la persona que trajo aqu? a Mar?a, ?a mi hija querida!, ha hecho ciertas revelaciones de familia, de seguro que mi nombre no le ser? a usted desconocido.

Se detuvo un momento para estudiar el efecto que sus palabras causaban en la superiora, y al verla impasible, dijo con cierta satisfacci?n propia del que ostenta un nombre que no tiene por qu? ocultar:

--Yo, se?ora, soy Esteban Alvarez, ex comandante del ej?rcito y uno de los pocos que huyen de su patria por no ver la deshonra consumada en la madrugada de ayer.

Y el que as? se revelaba, baj? un instante la cabeza como para devorar la amargura que le causaban sus ?ltimas palabras; momento que aprovech? la monja para fijarse r?pidamente en el cortinaje que se hab?a agitado ligeramente y dirigir una mirada a alguna persona oculta, a la que parec?a decir:--?Qu? tal! ?Me enga?aba yo?

Cuando don Esteban volvi? a fijar su vista en los espejuelos de la superiora, ?sta, con cierta desde?osidad, no exenta de evang?lica l?stima, dijo calmosamente:

--Efectivamente, conoc?a su nombre, se?or Alvarez. ?Y qui?n lo ignora en Espa?a? Por desgracia, hasta el fondo de las santas moradas en que se rinde culto a Dios, llega el infernal rumor del hervidero revolucionario y se conoce de o?das a los hombres imp?os que, olvidando los m?s preciosos sentimientos, declaran la guerra al cielo y a sus servidores, dirigen a las hordas armadas para destruir lo tradicional y venerando de nuestra patria, y despu?s, en ese centro de esc?ndalos que llaman las Cortes, tienen el sat?nico atrevimiento de negar la existencia del que es autor del mundo y alg?n d?a ha de juzgarnos. ?Se?or Alvarez, le conozco bastante! Ojal? que su nombre no fuera tan popular, que con ello ganar?a su alma y tendr?a m?s segura su salvaci?n.

--No se trata de eso, se?ora--dijo don Esteban, que hab?a o?do con impaciencia--. Deje usted a un lado todas esas apreciaciones nacidas de sus ideas pol?ticas y religiosas y que yo respeto. No le he preguntado si usted conoc?a mi nombre por la fama que mis actos peores o mejores le han dado, sino por haberlo o?do en sus conversaciones con la persona que aqu? trajo a Mar?a.

--La condesita de Baselga fu? tra?da a este colegio por su t?a, la se?ora baronesa de Carrillo.

--Justo. ?Y nada le ha dicho a usted de m? esa se?ora?

--No creo que la baronesa, persona devota y temerosa de Dios como pocas, y perteneciente a una de las familias m?s ilustres, haya tenido nunca relaci?n con los hombres de la Rep?blica.

Estas palabras, dichas con acento melifluo, causaron a don Esteban el efecto de un latigazo, e incorpor?ndose en el asiento, contest?:

--Valiente jesuitaza es la tal se?ora, y en cuanto a que yo haya podido tener relaci?n con ella, cosas hay que tal vez usted no ignore y que nos ligan muy de cerca. En fin, se?ora, terminemos. H?game usted el inmenso favor de que pueda ver a mi hija un s?lo instante.

--Aqu? no tiene usted ninguna hija, y extra?o mucho que un hombre como usted, a menos de haberse vuelto loco, venga en circunstancias tan cr?ticas para su seguridad, cuando tal vez le buscan para castigarle por sus excesos, a perturbar la tranquilidad de esta santa casa.

--Tiene usted raz?n, se?ora--dijo don Esteban con tristeza--. Me encuentro en circunstancias muy cr?ticas y esto es lo que m?s debe moverla a acceder a mis deseos. En la madrugada de ayer, cuando vi mis ilusiones deshechas y que todos hu?an olvidando su deber cre? volverme loco, y mi ?nico pensamiento fu? defender lo que tanto nos hab?a costado alcanzar: esa Rep?blica que ustedes maldicen y en cuya ca?da pueden reclamar parte; pero cuando me convenc? de que la resistencia era imposible, de que estaba pr?ximo a perder mi libertad y que lo m?s racional era la fuga, mi ferviente deseo consisti? en ver a mi hija, al ?nico ser que me liga a este mundo, y por eso, exponi?ndome a la venganza de rencorosos enemigos que me odian por mis pasadas haza?as y me temen a causa de lo mucho que a?n puedo hacer para que reviva la Rep?blica, exponi?ndome, digo, a tantos peligros, he abandonado Madrid, no para huir rectamente a Francia, como aconseja la conveniencia, sino para venir antes a esta ciudad a contemplar, sin duda por ?ltima vez, al ser inocente cuyo recuerdo llena mi existencia y derrama dulce calma en mi ?nimo cuando me encuentro amargado por las luchas de la vida. Mi mayor felicidad ser?a lograr que mi hija, ?mi Mar?a! me acompa?ase en el destierro que me aguarda, que fuese mi sost?n en la vejez prematura que las circunstancias me preparan; pero s? muy bien, se?ora, que esto no lo lograr?, pues ni usted me dar? mi hija, ni yo a los ojos de la sociedad tengo derecho para reclamarla; pero ya que esto es imposible, se?ora, no ya como a directora de este establecimiento, como mujer de tierno coraz?n, como ser que a?n recordar? las tiernas caricias del hombre que le di? la existencia, la pido que antes de que yo parta me deje besar a la pobre ni?a, v?ctima en su nacimiento de un miserable enga?o y sobre la cual un oculto poder que no quiero nombrar, porque con ello herir?a la susceptibilidad de usted, parece que arroja una maldici?n. Se?ora, ?quiere usted concederme lo que le pido?

Call? don Esteban y esper? ansiosamente la contestaci?n de la religiosa; pero ?sta no parec?a apresurarse en hablar, por lo que aquel pobre padre a?adi? para reforzar sus anteriores palabras:

--Se?ora, en nombre de ese ser ideal, todo amor y bondad que continuamente tienen ustedes en los labios, en nombre de Dios, no niegue usted tan mezquino favor a un hombre que lo pide cuando m?s abrumado est? por la desgracia.

La superiora, como mostr?ndose ofendida de que don Esteban introdujera a Dios en la conversaci?n, se incorpor? en su asiento, y con voz acompasada, despu?s de envolver a su interlocutor en una mirada de ol?mpico desd?n, dijo por fin:

--Este colegio, caballero, tiene reglas estrictas aprobadas por la superioridad, de las que no puede salir y a las que yo no faltar? nunca.

--?Acaso esas reglas pueden privar que un padre d? un beso a su hija?

--Ya le he dicho a usted antes que no es padre de ninguna educanda ni menos de la se?orita Quir?s por quien pregunta, y como tampoco le tengo a usted por pariente ni por amigo de la familia, de aqu? que me vea obligada a negarle lo que pide, pues nuestras reglas prohiben que las educandas sean visitadas por personas extra?as.

--?Yo persona extra?a!--exclam? don Esteban con indignaci?n--. ?Yo considerado como un desconocido, cuando vengo en busca de mi hija! Se?ora..., acabemos ya, pues la paciencia me falta y me siento capaz, cegado por la indignaci?n, hasta de faltar a las conveniencias que un caballero debe siempre a una se?ora, aunque ?sta se muestre cruel, tan s?lo por obedecer los mandatos de la negra instituci?n que la dirige y de la que es miserable ruedecilla sin conciencia ni voluntad en sus actos. Por ?ltima vez, se?ora; d?jeme usted ver a mi hija.

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