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Munafa ebook

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Read Ebook: La araña negra t. 9/9 by Blasco Ib Ez Vicente

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Ebook has 1289 lines and 57242 words, and 26 pages

La ma?ana siguiente la pas? Agramunt corriendo Par?s, para avisar a todos los compa?eros de emigraci?n y a cuantos espa?oles conoc?a y ultimar los preparativos del entierro, que hab?a de ser lo que la gente llama bastante correcto, pues el editor para el que trabajaban los emigrados se hab?a brindado a pagar todos los gastos.

Zarzoso tuvo que sostener una ruda pelea con Judith, que por uno de los caprichos de su extra?o car?cter se empe?aba en ir a ver al muerto, proposici?n absurda para el joven, que pensaba que aquello equivaldr?a a un insulto p?stumo.

Zarzoso y Agramunt juntaron sus ahorros para comprar una corona, y el primero, vestido correctamente de luto, llegaba a la calle del Sena poco antes de las tres.

Un coche f?nebre, de buen aspecto, estaba parado junto a la casa mortuoria, y su presencia hab?a hecho salir a las puertas, impulsados por la curiosidad, a todos los industriales, porteros y comadres de las casas inmediatas.

En el portal estaban agrupados unos cuantos espa?oles, demostrando con sus diversos trajes y sus gestos m?s o menos tranquilos, las veleidades de la fortuna, que mientras acaricia a unos trata a otros a bofetadas.

Llegaban de los extremos de Par?s los n?ufragos de las borrascas revolucionarias que la persecuci?n hab?a barrido m?s all? de los Pirineos, todos con el gesto avinagrado, la mirada altiva, el traje ra?do, y un mundo de absurdas esperanzas en la imaginaci?n.

Aquel suceso serv?a para agrupar a la desbandada colonia de emigrados, que, esparcidos por los cuatro extremos de Par?s y entregados a diversas ocupaciones, pasaban meses enteros sin verse, y aprovechaban la ocasi?n para estrecharse la mano y hablarse amigablemente como compa?eros de desgracia; esto, sin perjuicio de separarse de all? a dos horas para no volverse a encontrar hasta de all? a medio a?o.

Parec?an muy impresionados por la muerte de Alvarez; sent?an una espont?nea emoci?n; poro, a pesar de esto, reunidos en grupos en aquel portal, depart?an sobre su tema favorito, y fund?ndose en el triste fin del difunto, que hab?a muerto pobre, abandonado y lejos de la patria, cosa que les pod?a ocurrir muy bien a ellos, hablaban ego?stamente de la necesidad de hacer la revoluci?n cuanto antes, para que terminase su violenta situaci?n de emigrados.

Bajaron el cad?ver encerrado en un sencillo y elegante f?retro, sobre el cual se amontonaban m?s de una docena de coronas, dos o tres de art?sticas flores, y las dem?s de perlas de vidrio, formando inscripciones de pacotilla, de esas que tienen preparadas en todos los almacenes de Par?s.

El cortejo se puso en marcha, y el cielo, que estaba todo el d?a encapotado y amenazante, comenz? a despedir entonces una lluvia sutil y fr?a.

Iba delante el coche f?nebre, con su f?retro y sus coronas, llevando al lado al triste Perico, que marchaba encorvado como un viejo, con los ojos enrojecidos, recibiendo las salpicaduras de barro de las ruedas y atento, con est?pida fijeza, a que no cayera ninguno de aquellos adornos del ata?d. Detr?s marchaba el cortejo f?nebre: los dos amigos, sombrero en mano, presid?an el duelo, llevando en medio al editor, un viejo de cabeza cuadrada y mirada s?rdida, que hab?a llegado a Par?s en zuecos, vendiendo coplas, y que ahora ten?a m?s de cincuenta millones; y segu?an todos los invitados, aquel reba?o de la emigraci?n, siempre guiado por el resplandor de las ilusiones, que marchaba en grupos, dividido por el recelo y la envidia, y resguard?ndose de la lluvia con paraguas abierto, aquel que lo ten?a. Cerraban la marcha el coche del editor y dos ?mnibus del servicio f?nebre.

Aquel entierro produjo bastante impresi?n en la calle del Sena.

Alvarez era muy apreciado por los vecinos, aunque no tuviera con ellos trato alguno, y adem?s, su entierro puramente civil causaba bastante impresi?n en las porteras, gente beata, abonada a diario a los sermones en San Sulpicio o a las fiestas con orquesta en San Germ?n de los Prados.

Cuando el entierro sali? de la calle del Sena, ya no recibi? m?s homenaje que esa compasi?n oficial de la educaci?n francesa, que consiste en quitarse el sombrero ante el primer muerto que pasa.

La lluvia arreciaba, el coche f?nebre iba acelerando su marcha, y el cortejo caminaba con paso apresurado, a pesar de lo cual eran muchos los que se rezagaban y no pocos los que escurr?an el bulto, huyendo disimuladamente por la primera callejuela que encontraban.

Tard? cerca de media hora en salir el cortejo del recinto de Par?s, y al llegar a las barreras, cuando la lluvia arreciaba m?s, se detuvo, para continuar el viaje con m?s comodidad hasta el cementerio de Bagnieres.

El editor, hablando de sus numerosas ocupaciones, se despidi?, cediendo su carruaje a los dos j?venes, y en cuanto a los invitados, quedaban tan pocos, que cupieron desahogadamente en los dos ?mnibus.

El cortejo emprendi? la marcha por un camino, que la lluvia convert?a en barrizal, casi intransitable, y el coche f?nebre, dando tumbos a cada bache, caminaba rozando las tapias de ambos lados, que cercaban grandes solares.

Perico no quiso acceder a los ruegos de los dos j?venes, y como si tuviera por una infidelidad abandonar el cad?ver un solo instante, marchaba agarrado al carro f?nebre, exponi?ndose muchas veces a ser aplastado por las ruedas.

Zarzoso y Agramunt iban en la berlina del editor, tristes y silenciosos, y como sumidos en t?tricos pensamientos.

La pobreza de aquel entierro, la falta de verdaderos afectos que en ?l se notaba y el desorden y la deserci?n que la lluvia hab?a producido en ?l, les impresionaba de un modo desconsolador; y al mismo tiempo aquel cielo plomizo, sucio y diluviador influ?a en ellos dando un car?cter t?trico a sus ideas.

Zarzoso, mirando la caja que conten?a el cad?ver de aquel amigo que tanto le amaba y que iba saltando violentamente dentro del carruaje cada vez que ?ste se inclinaba en un bache, sent?ase atenazado por un vivo dolor, y los remordimientos de la noche antes volv?an a asaltarle.

En cuanto a Agramunt, evitaba el fijarse en aquel f?retro, como si quisiera rehuir las t?tricas ideas que le inspiraba, y dejando vagar sus ojos por aquella campi?a triste y desolada, en la que s?lo se ve?an yermos solares, negruzcos hornos de cal y alguno que otro hotel cerrado y de aspecto f?nebre, pregunt?base si val?a la pena de ser patriota, revolucionario, m?rtir de una idea, de aspirar a la gloria y al aplauso popular, de sacrificarse por las libertades de los dem?s, para venir al fin de la jornada a morir desconocido y casi solo en una ciudad indiferente, y ser conducido a la tumba seguido de dos docenas de amigos, de los cuales apenas si m?s de tres lloraban verdaderamente su muerte.

El joven revolucionario sent?ase dominado por un cruel escepticismo. La realidad hab?a venido a rasgar la venda de sus ilusiones, e inexorable, con sonrisa cruel, le mostraba el porvenir.

A la media hora de marcha comenzaron a surgir casas de aspecto m?sero a ambos lados del camino. Eran tabernas y almacenes de objetos f?nebres, industrias nacidas en torno del cementerio, como los hongos en el tronco del ?rbol viejo y carcomido, y que viv?an del dolor m?s o menos fingido de los numerosos cortejos que diariamente pasaban por all?.

Entraron en el cementerio casi al mismo tiempo que por distinto camino llegaba otro convoy f?nebre con gran aparato de coches enlutados, en el primero de los cuales iba un cura con sus monaguillos para rezar las ?ltimas preces.

Echaron pie a tierra los invitados de ambos cortejos, y aquella gente desconocida, enguantada, correcta y elegante, lanz? miradas de desprecio al ra?do grupo de emigrados, demostrando que las preocupaciones sociales llegan hasta la tumba.

El cura y sus ac?litos miraron con hostilidad aquel entierro puramente civil, que, adem?s, ten?a la agravante de ser pobre.

El editor hab?a comprado para el cad?ver de don Esteban una sepultura en el suelo por cinco a?os, y el f?retro, en hombros de los sepultureros, comenz? a avanzar por las espaciosas y fr?as avenidas hacia el extremo donde descansaban los cad?veres ambiguos de los que, por su posici?n social, si ten?an dinero para librarse de ir a la fosa com?n, no pose?an el suficiente para dormir eternamente en las sepulturas a perpetuidad, reservadas a la gente rica.

El cementerio de Bagnieres es un cementerio moderno, democr?tico, con las avenidas tiradas a cordel, una vegetaci?n raqu?tica y enana, y todo el aspecto de un horrible tablero de ajedrez. No hay panteones, m?rmoles art?sticos ni umbr?as solitarias y rom?nticas como las de las tumbas descritas en las novelas. Es un cementerio moderno de la gran ciudad, e imita por completo las costumbres de ese gran Par?s, cuyos hijos se traga.

En ?l se duerme el sue?o de la muerte tan aprisa como se vive en la metr?poli: las tumbas, en su mayor?a, s?lo son compradas por cierto n?mero de a?os no muy grande; el tiempo necesario para que la carne se disuelva, los huesos queden pelados y blancos, y la tierra se beba los jugos de la vida; e inmediatamente las tumbas son removidas, los despojos van a un rinc?n, el terreno es alisado y arreglado y... ?venga m?s gente!

El f?retro de Alvarez ten?a que atravesar todo el cementerio, y mientras el peque?o cortejo segu?a por aquellas avenidas de acacias raqu?ticas y enfermizos rosales, que apenas levantaban un palmo del suelo, Agramunt iba fij?ndose en los campos plantados de cruces y cubiertos de coronas que en su mayor?a eran de perlas de vidrio, g?nero de pacotilla, que por su baratura es de moda en Par?s para los desahogos f?nebres de dolor m?s o menos aut?ntico.

Por todas partes se ve?an coronas, y a la luz gris e indecisa de aquel crep?sculo lluvioso, parec?a el f?nebre campo cubierto por cristalizado roc?o.

Det?vose el cortejo ante una gran fosa abierta en un espacio libre de cruces y de coronas.

Aquellas dos docenas de hombres se detuvieron y agruparon en torno del f?retro que estaba ya en tierra, mir?ndose con cierta complacencia y como satisfechos de que la ceremonia fuera a terminar.

Les resultaba ya pesado aquel entierro, que duraba m?s de una hora, y les obligaba a ir pisando barro, recibiendo en sus espaldas una lluvia sutil y traidora que les empapaba las ropas.

Agramunt, al borde de la abierta fosa, experimentaba una tristeza inmensa.

?Iba a salir del mundo de los vivos tan fr?a e indiferentemente aquel amigo a quien consideraba como un h?roe?

Ya que en la muerte de aquel h?roe desgraciado, de aquel ca?do campe?n de una causa que era la del porvenir, no hab?a descargas de honor, ni m?sicas, ni cantos, al menos que sobre su f?retro sonasen algunas palabras espa?olas pronunciadas por una voz amiga y que hiciesen justicia al m?rito del difunto, despidi?ndole al borde de la tumba, con la seguridad de que el porvenir le har?a justicia y de que sus esfuerzos no ser?an infructuosos, a pesar de que ahora parec?an ca?dos en el vac?o.

El joven, ensimismado, dominado por los pensamientos que flu?an a su cerebro, con la impasibilidad de un son?mbulo, subi? sobre un mont?n de tierra, en la que asomaban algunos huesos su blanca desnudez, y con la cabeza descubierta, sin fijarse en la lluvia que le empapaba, pronunci? un corto discurso, con una elocuencia espont?nea y conmovedora que sal?a del alma. Al principio le oyeron con extra?eza aquellos hombres que se agrupaban en torno del f?retro; pero, poco a poco, les impresion? la temblorosa voz del joven, y a los ojos de algunos hasta asomaron las l?grimas.

Agramunt hablaba a un p?blico que era el ?nico que pod?a realmente comprenderle; cada una de sus palabras causaba hondo eco en aquellos corazones, y al describir la ingratitud de la patria, la cruel indiferencia del pueblo espa?ol, que dejaba morir en oscura y m?sera emigraci?n a los que hab?an expuesto su vida y sacrificado su reposo por defender la dignidad nacional, la libertad y la moralidad pol?tica, todos ellos se agitaron con nervioso movimiento, y con sus gestos parec?an decir:

--Es verdad; moriremos aqu? porque el pueblo es un ingrato y olvida a los que le han defendido.

Aquel grupo de infortunados llenos de fe y de esperanza, estaban entusiasmados al pronunciar Agramunt las ?ltimas palabras, y cuando ?ste termin? despidi?ndose del campe?n ca?do que estaba en el f?retro, con un ?viva la Rep?blica!, todos contestaron al un?sono, con voz que era grave y sombr?a, en atenci?n al lugar donde se hallaban.

El ata?d fu? descendido a la fosa y uno tras otro fueron todos los acompa?antes arrojando sobre ?l una paletada de tierra y estrechando la mano de Perico, que lloraba al despedirse definitivamente de su amo, y que estaba conmovido por el discurso de Agramunt.

El regreso a Par?s fu? m?s triste a?n que la marcha al cementerio.

Los individuos del cortejo, una vez desvanecida la impresi?n que les hab?a causado el discurso, entablaron en el interior de los dos ?mnibus violentas discusiones sobre el porvenir o se enzarzaron en la apreciaci?n de hechos pasados, hasta el punto de levantar la voz, no import?ndoles dejar al descubierto sus malas pasiones, y mostrando sus envidias o sus rencores, sin acordarse de que hab?an ido a enterrar a un amigo y que demostraban haberlo ya olvidado. En cuanto entraron en la gran ciudad, se separaron casi sin saludarse y cada uno se fu? por su lado, para no verse m?s hasta que la muerte de cualquiera de ellos volviera a reunirlos.

Zarzoso y Agramunt hicieron subir en su berlina al desconsolado Perico, y fueron todo el camino sin despegar los labios.

Una vez enterrado el pobre don Esteban, cuya muerte hab?a aproximado a los dos hu?spedes del hotel de la plaza del Panthe?n, la antigua frialdad hab?a vuelto a separarlos. Exist?a entre los dos el vicioso cuerpo de Judith, que imped?a el renacimiento de aquella franca amistad que tan felices les hab?a hecho.

Al llegar el carruaje al bulevard Saint-Germain era ya de noche.

Agramunt iba a la calle del Sena con Perico, para hablar los dos solos sobre el porvenir de ?ste y hacer un inventario de lo que dejaba don Esteban.

Zarzoso, comprendiendo que estorbaba con su presencia a aquellos dos hombres, y ofendido por la frialdad que le mostraba Agramunt, se apresur? a echar pie a tierra, y abriendo su paraguas, pues la lluvia arreciaba conforme iba avanzando la noche, se meti? por la calle de la Escuela de Medicina con direcci?n a su hotel, donde ya Judith le estaba aguardando impaciente.

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