|
Read Ebook: Cuentos ingenuos by Trigo Felipe
Font size: Background color: Text color: Add to tbrJar First Page Next PageEbook has 193 lines and 10369 words, and 4 pagestos recuerdos de nuestra escondida felicidad, que no tienen valor para m? de prendas de venganza contra la ingratitud, sino de reliquias santas de la ?nica mujer que he querido y querr? con toda mi alma, aun ante la confesi?n de su olvido... Y si me ama--continu? C?sar exaltado--, yo quiero saberlo. Pero c?mo, Dios m?o, si me ha dado todas, todas las pruebas de amor que puede dar una mujer... ?y no son bastantes! --Yo dej? a C?sar por no decirle que es cruel, brutal, con la infeliz y enamorada ni?a que as? se ha hecho la esclava de un loco. Porque no me cabe duda que C?sar tiene una locura no estudiada en los libros todav?a. MUJERES PR?CTICAS Junto a ?l, mam? respetable, cincuentona y de libras, pero hermosa, y con dos ni?as a la izquierda... que hasta all?. Se advert?a a la peque?a, molesta en la estrechura del asiento, aguantada casi por aquel empleadete de levit?n ra?do, personilla de pelele medio oculta entre las gasas de la joven por un lado y bajo el mant?n de corpulenta chula por el otro; ?sta era la cu?a de la tanda. En la de enfrente dos o tres se?oras todav?a, una con su marido, guapa ella y retrechera. Pero a la m?s hermosa fueron los ojos de Alfredo, guiados por la nariz, por un rastro de heliotropo que le ca?a de muy cerca, envolvi?ndole en nube de sutil voluptuosidad; alz? la vista y vi? de pie a la puerta de la plataforma delantera una rubia espl?ndida, de continente altivo de princesa, buena moza, enguantada, llena de lujo, de brillantes. Alfredo se levant? y le ofreci? el sitio. Ella di? las gracias sonriendo, clav?ndole los grandes ojos de oro tambi?n como el pelo abundant?simo. Iban a llegar, no merec?a la pena. Insisti? Alfredo, y la elegant?sima dama se inclin? gentil, mostrando en la sonrisa la blancura de papel de sus dientes; fu? a dar un paso, y con la velocidad del tranv?a perdi? graciosamente el equilibrio. Alfredo la sujet? por el brazo, contacto leve que bajo la seda hizo constar carne resbaladiza, el?stica, tentadora. Sola. ?Qui?n ser?a?... El joven, que, emborrach?ndose de amor en su perfume, la contemplaba, hubiese jurado que transparentaban algo de suprema aristocracia aquella desenvoltura, aquella singular expresi?n de aplomo, de experiencia y ansia de placer. Cintura delgada, caderas anchas, pecho alto. Una delicia. Raz?n poderosa del vivir. Por dar un beso en tal encanto de boca, se comprend?a todo. ?Oh! Y nunca podr?a dar Alfredo un beso en cada boca de mujer hermosa! ?Nunca! Es decir, que se morir?a habiendo deseado besar tantas mujeres... ?Qu? pena! Par? el tranv?a. La dama pas? delante del joven, inclin?ndose llena de gracia; sus ojos largos, de pupilas amarillas de oro, volvieron a meterle en el coraz?n languideces de muerte. Descendi? y atraves?, r?pida y garbosa, la Puerta del Sol, sorteando coches, hasta la acera de enfrente. All? su marcha fu? un triunfo: los hombres se paraban, las mujeres volv?an la cabeza. Alfredo iba detr?s, a distancia. Imposible figura m?s gallarda. Vista de espaldas a las luces el?ctricas de las farolas y los escaparates, toda aquella arrogante hembra, con su traje claro de seda, destellaba chispas: de sus brillantes, de los plateados botones de su esbelto talle, de los hilillos de oro de sus encajes, de las peinetas sepultadas en los rubios bucles de su peinado, de los caireles de su sombrero verde, entre gasas y rizadas plumas. Su andar era f?cil, ondulado. Sus pies her?an el suelo con todo el peso de la buena moza. Bajo su aspecto delicado, casi a?reo, se adivinaba toda la hermosura. Torci? por la calle de la Montera. Alfredo lleg? a la esquina, se par?, y parec?a vacilar. S?; por ?ltimo, hasta el fin del mundo. Sabr?a su casa. Par?s bien val?a una misa. ?Casada?... Un mes, dos. Una labor de aproximaciones insensibles. ?El plan?... Resultar?a despu?s; por lo pronto, bastaba la voluntad. Querer es hacer querer, trat?ndose de todo. Alfredo, procurando no perder la linda cabeza rubia de sombrero verde, que segu?a con la vista por encima de las gentes, a lo lejos, para no ser advertido, iba ya pensando en el portero que le facilitar?a detalles. El imaginaba tambi?n sus paseos a lo cadete, sus butacas frente al palco, su insistencia ante el enojo; luego la mirada, la primera mirada es decir, el triunfo. Desde que una mujer devuelve la primera mirada de amor, est? vencida. Lo dem?s es accidental, de oportunidad y de tiempo. La hermosa rubia dobl? por la calle del Caballero de Gracia. Alfredo, que iba a cincuenta pasos, se apresur? hasta la esquina: all? se par? contrariado. Ella, muy cerca, en la luz viva de un escaparate de modas, resplandec?a de belleza y de elegancia. Antes de seguirle vi?: hab?a mirado hacia atr?s. Una mirada particular, subrayada de sonrisa. Y aceler? la marcha. Era... la primera mirada. S?lo que, aun dada por cierta, esto no era todo, y los deseos iban m?s aprisa que las esperanzas. Quedaba siempre la necesidad de verse y de hacerse rabiar, de la presentaci?n y el trato... de ese infinito juego de habilidad que exigen ellas para enga?arse desde que se proponen ser enga?adas. Un tiempo lastimosamente perdido en el pr?logo, cuando espera un libro seductor--pensaba el joven. ?Ah, si las mujeres fuesen pr?cticas! ?Tan pr?cticas como los hombres!... Entonces, a aquella disparatadamente hermosa, de quien ?l hab?a visto embelesado la boca roja y la nuca blanqu?sima y vigorosa cubierta de vello de oro; a quien ?l mir?ndola hab?a desnudado con el pensamiento y con su complacencia; que iba sola, y quiz? a fastidiarse en la soledad de su gabinete, nada le impedir?a en aquel mismo momento aceptar su brazo y dejarse conducir a otro gabinete m?s reservado... de Fornos, por ejemplo, que estaba ya a dos pasos. Dos horas. Hermosura por pasi?n; luego, adi?s para siempre, o hasta la vista. En este momento, Alfredo se detuvo. Su amigo Alvarez saludaba afablemente a la dama. Deb?an conocerse mucho, seg?n las risue?as frases cruzadas entre apretones de manos. Tan pronto como lo dej?, Alfredo le sali? al encuentro. --Baja conmigo. --No, sube t?; tengo prisa. --Un momento. --Pero, hombre... Le arrastraba del brazo. --?Conoces a aqu?lla? --?Claro! --?D?nde vive? --All?. --?Qui?n es? --Luisa. --?Qu? Luisa? ?Luisa de qu?? ?La mujer de qui?n? --La mujer de nadie. Es decir, de todo el mundo. Tu mujer si quieres: veinte duros. Alvarez, aprovechando su brazo en libertad, sali? disparado. Un segundo despu?s, Alfredo entraba en Fornos; pero solo. Y se sent?, pidiendo un humilde caf? con leche. --Caramba--pensaba mientras era servido--. Esa es m?s pr?ctica que los hombres todav?a. GENIO Y FIGURA El triunfo del autor iba siendo evidente. Pero un triunfo de sumisi?n, que ten?a algo de espantoso, como el del domador en la jaula de las fieras. El teatro parec?a contener una sola alma anhelosa y vencida, que quitaba a los cuerpos la sensaci?n de ahogo en aquel aire de polvillo de luz, impregnado de sudor y esencias, a cuyo trav?s, y contrastando con la obscura e informe aglomeraci?n de cabezas en el patio y los anfiteatros, se ve?an los escotes y los trajes claros en las explosiones brillantes de las cornucopias el?ctricas, llenos de flores y destellos, con abanicos que los brazos desnudos mov?an en silencio, como guirnalda de mariposas. --Te conquista el h?sar. Sigui? la representaci?n. Angeles, con los ojos muy abiertos sobre la escena, no atend?a. Recordaba la ?poca en que, meses atr?s, conoci? a Ricardo entre las brisas y alegr?as del Sardinero. Una cr?nica melosa, con su nombre entre flores; un deseo de pagar en sonrisas al corresponsal; un af?n de monopolizar sus elogios en letras de molde, y a los ocho d?as, sin saber c?mo, se encontr? novia de Ricardo, a pesar de sus corbatas arcaicas y de su figurilla insignificante. Pero le quer?a, le quer?a, sobre todo desde que el pap? de Angeles, fund?ndose en la precaria situaci?n del joven, se opuso a las relaciones. ?Ah! Pero este estreno, esta victoria, que cada vez m?s claro advert?ase en la ansiedad del p?blico, ganaba tambi?n al padre de la novia, que aplaud?a con cari?oso entusiasmo, como si estuviera presenciando all? el azar que har?a entrar a Ricardo en su familia. El mismo hab?a deseado asistir con su hija, porque tanto hab?an dicho del drama los peri?dicos, que empez? a sospechar que su autor fuese, no s?lo un hombre de talento, sino de porvenir. Angeles, roja de emoci?n, ahog?ndose en el ruido de aquel aplaudir fren?tico, resonante en su o?do como una granizada de perlas, con la nariz por la delicia dilatada en su carilla ideal de caprichosa, sinti? un vac?o en las sienes cuando bajo el tel?n, a medio levantar, apareci? un c?mico y le arroj? al palco, a modo de homenaje, el nombre de su novio--lo cual arreci? la tormenta de entusiasmo con un griter?o imperativo y tremendo de: "?El autor! ?el autor! ?Que salga!" La prima Berta la contemplaba con envidia... "?Que salga! ?que salga!" Volvieron a brillar sobre el tel?n las luces del proscenio, y empez? aqu?l a subir lentamente. La escena apareci? desierta, deslumbradora. ?Oh, iba a verle all?, en la apoteosis de la multitud electrizada, en la claridad de gloria de las luces invisibles de las bambalinas, ofreciendo la ovaci?n con enamorada sonrisa! ?Cu?nto le quer?a! La dama, aquella actriz rubia y espl?ndida, hermosa como una reina de cuentos, y un actor a quien el frac daba elegancia aparatosa, tiraban del autor, que al fin asom? por el foro entre aqu?llos, vistiendo una levitilla antigua, p?lido, con el asombro en los ojos y el pelo y el bigote como erizados. Junto a las graciosas reverencias de sus compa?eros, las del pobre autor, muy serio y azorado, resultaban verdaderamente rid?culas. Angeles oy? decir en el palco inmediato "?Qu? feo!"; y la burlona Berta, la segunda vez que se alz? el tel?n, le compar? con un rat?n reci?n salido de una jofaina. En esto, al desaparecer el autor de espaldas al fondo, tropez? con un mueble... y el p?blico entero, sin dejar de aplaudir, ri?se. Cuando el padre de Angeles, vivamente emocionado, fu? a felicitarla estrechando su mano, encontr? a la joven medio tendida en un div?n, temblorosos los labios y la mirada sin luz. ?Pobre sensitiva, tronchada por un hurac?n de felicidad!... --Perd?name--le dijo--; ya comprendo tu cari?o por ese hombre de talento, y puedes decirle que desde hoy lo tendr? a orgullo. ?A orgullo! ?sabes? --Es in?til--respondi? Angeles solemne de desprecio--; no pienso verle m?s en mi vida. ?V?monos! Y sin consentir en volver siquiera al palco, salieron del teatro, que esperaba ebrio de entusiasmo el ?ltimo acto del maravilloso drama. VILLAPORRILLA ?Aldeas? En buena hora. Pero en el lienzo para adornar mi gabinete o en el libro para decorar mi estanter?a. Ni m?s ni menos. As? las conoc?a yo... ?Cu?l me enga?abais, oh caros novelistas y poetas! ?Cre?is que acud?an ninfas en traje corto a sacar el agua? ?Oh, qu? caras, Dios m?o! Muchachas desgre?adas, sucias, fe?simas, con el color del paludismo, barrigonas, descalzas... Cerca estaba el cementerio. Cuatro tapiales, desportillados por m?s de un sitio, y en paz. Add to tbrJar First Page Next Page |
Terms of Use Stock Market News! © gutenberg.org.in2025 All Rights reserved.