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Munafa ebook

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Read Ebook: Juan Martín el Empecinado by P Rez Gald S Benito

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Ebook has 1445 lines and 65211 words, and 29 pages

NOTA DE TRANSCRIPCI?N

EPISODIOS NACIONALES

JUAN MART?N EL EMPECINADO

Es propiedad. Queda hecho el dep?sito que marca la ley. Ser?n furtivos los ejemplares que no lleven el sello del autor.

Imprenta de los Sucesores de Hernando, Quintana, 33.

B. P?REZ GALD?S EPISODIOS NACIONALES PRIMERA SERIE

JUAN MART?N EL EMPECINADO

MADRID LIBRER?A DE LOS SUCESORES DE HERNANDO Calle del Arenal, n?m. 11. -- 1908

JUAN MART?N EL EMPECINADO

Anteriormente he contado a ustedes las haza?as de los ej?rcitos, las luchas de los pol?ticos, la heroica conducta del pueblo dentro de las ciudades; pero esto, con ser tanto, tan vario y no poco interesante, aunque referido por m?, no basta al conocimiento de la gran guerra.

Hablaremos ahora de las guerrillas, que son la verdadera guerra nacional; del levantamiento del pueblo en los campos; de aquellos ej?rcitos espont?neos, nacidos en la tierra como la yerba nativa, cuya misteriosa simiente no arrojaron las manos del hombre; voy a hablar de aquella organizaci?n militar hecha por milagroso instinto a espaldas del Estado, de aquella anarqu?a reglamentada que reproduc?a los tiempos primitivos.

Sabr?n ustedes que a mitad de 1811, Napole?n, creyendo indispensable tomar a Valencia, puso esta empresa en manos del mariscal Suchet, que hab?a ganado a L?rida en 13 de mayo de 1810, a Tortosa en 2 de enero del siguiente a?o y en 28 de junio a Tarragona. Asimismo sabr?n que las Cortes, dispuestas a defender la ciudad del Turia, enviaron all? al general Blake, regente a la saz?n, hombre muy honrado, buen patriota, modesto, respetable, conocedor del arte de la guerra, pero de muy mala fortuna. Sabr?n que las fuerzas llevadas por Blake desembarcaron mitad en Alicante, mitad en Almer?a, uni?ndose al tercer ej?rcito, que se vio obligado a empe?ar en la venta del Ba?l acci?n muy re?ida contra las divisiones de Godinot y Leval. Sabr?n que el pobre D. Ambrosio de la Cuadra y el desgraciado D. Jos? de Zayas tuvieron la desdicha de sufrir una derrota medianilla en el mencionado punto, retir?ndose a C?llar despu?s de dejar 1.000 prisioneros en poder de los franceses y 450 cuerpos sobre el campo de batalla. Sabr?n que Blake march? a Valencia, recogiendo en el camino cuantas tropas encontr? a mano; pero lo que indudablemente no saben es que yo, aunque formaba parte de la expedici?n desembarcada en Alicante, ni fui a Valencia, ni me encontr? en la funesta jornada de la venta del Ba?l.

?Por qu?, se?ores? Porque se enviaron 2.000 hombres a las Cabrillas a unirse a la divisi?n del segundo ej?rcito, que mandaba el conde de Montijo, y entre aquellos 2.000 hombres encontrose, no s? si por fortuna o por desgracia, mi humilde persona. La condesa y su hija, que hab?an desembarcado tambi?n en Alicante, y a quienes acompa?? mientras me fue posible, separ?ronse de m? cerca de Alpera para marchar a Madrid, donde residir?an, si contrariedades que la madre present?a no las echaban de la corte, en cuyo caso era su prop?sito establecerse en el solitario castillo de Cifuentes, propiedad de la familia.

Recuerdo muy bien el aspecto de aquellos miserables pueblos asolados por la guerra. Las humildes casas hab?an sido incendiadas primero por nuestros guerrilleros para desalojar a los franceses, y luego vueltas a incendiar por estos para impedir que las ocuparan los espa?oles. Los campos desolados no ten?an mulas que los arasen, ni labrador que les diese simiente, y guardaban para mejores tiempos la fuerza generatriz en su seno, fecundado por la sangre de dos naciones. Los graneros estaban vac?os, los establos desiertos, y las pocas reses que no hab?an sido devoradas por ambos ej?rcitos se refugiaban, flacas y tristes, en la vecina sierra. En los pueblos no ocupados por la gente armada, no se ve?a hombre alguno que no fuese anciano o inv?lido, y algunas mujeres andrajosas y amarillas, estampa viva de la miseria, rasgu?aban la tierra con la azada, sembrando en la superficie con esperanza de coger algunas legumbres. Los chicos, desnudos y enfermos, acud?an al encuentro de la tropa, pidiendo de comer.

La caza, por lo muy perseguida, era tambi?n escas?sima, y hasta las abejas parec?an suspender su maravillosa industria. Los z?nganos asaltaban como ej?rcito fam?lico las colmenas. Pueblos y villas, en otro tiempo de regular riqueza, estaban miserables, y las familias de labradores acomodados ped?an limosna. En la iglesia arruinada o volada o convertida en almac?n no se celebraba oficio, porque frecuentemente cura y sacrist?n se hab?an ido a la partida. Estaba suspensa la vida, trastornada la Naturaleza, olvidado Dios.

Los militares que hab?amos estado en C?diz ech?bamos de menos la hartura y abundancia de la improvisada corte, y experiment?bamos gran molestia con aquel exiguo comer y beber del segundo ej?rcito. Las largas marchas nos pon?an enfermos, y en vano ped?amos un pedazo de pan a la infeliz comarca que atraves?bamos.

Cuatro compa??as destinadas a reforzar el ej?rcito del Empecinado entraron en Saced?n en una hermosa tarde de oto?o. Cerca de la villa vimos un ?rbol, de cuyas ramas pend?an ahorcados y medio desnudos cinco franceses, y un poco m?s all? algunas mujeres se ocupaban en enterrar no s? si doce o catorce muertos. La gran inopia que padec?amos no nos permiti? en verdad enternecernos mucho con lo f?nebre de aquel espect?culo, y atendiendo antes a comer que a llorar , nos acercamos al primer grupo de enterradoras, signific?ndolas bruscamente que nuestras respetables personas necesitaban vivir para defender la patria.

--Vayan al diablo a que les d? raciones --nos contest? de muy mal talante una vieja--. Con dos cebollas podridas nos hemos quitado un d?a m?s de encima mis nietas y yo, ?y nos piden ustedes que les llenemos la panza!

--Se?ora, tripas llevan pies, que no pies tripas, como dijo el otro; y que nos han de dar raciones no tiene duda, porque estos valientes soldados no han probado nada desde ayer.

--Sigan adelante, y en Tabladillo o Cereceda puede que encuentren algo. Lo que es en Saced?n...

--De aqu? no hemos de pasar porque no somos m?quinas. Venga lo que haya al momento, o si no lo tomaremos; que eso de derrotar ej?rcitos franceses sin probar bocado, no est? escrito en mis libros.

--?Derrotar ej?rcitos franceses! --exclam? la vieja con desd?n--. ?Qui?n? ?Ust?s? ?Los militares de casaca azul y morrioncete? Hasta ahora no lo hemos visto.

--?Duda de nuestro valor la se?ora?

--Bueno: dejemos a la Historia que nos juzgue --dijo con festiva gravedad mi compa?ero, que era algo chusco--. Entretanto, nosotros necesitamos para nuestra gente pan, un poco de cecina, caza, legumbres, y vino si lo hay... Veamos qui?n manda aqu?. ?No hay alcalde, corregidor, gobernador, ministro, rey o demonio a quien dirigirnos?

--Aqu? no hay nada de eso, amiguito --repuso la vieja--. Ya he dicho que sigan hacia Tabladillo o Cereceda.

--?De modo que en este bendito pueblo no hay autoridades? As? anda ello --exclam? con enfado mi compa?ero.

--?Autoridades hay, hombre! Y no griten tanto, que no soy sorda. Ah? est? la se?? Romualda. Eh, se?? Romualdita, aqu? piden pan.

Vimos una mujer fornida y varonil, la cual, ech?ndose al hombro la azada, despu?s de dictar las ?ltimas ?rdenes para que se rematara la triste inhumaci?n, se nos acerc? y se dign? mirarnos.

--Raciones, se?or alcalde; raciones para la tropa, que se muere de hambre.

--Siempre habr? quedado algo para nosotros, se?? Romualda --dijo mi compa?ero--, aunque sea otro sombrerito de paja.

--Ni un sacramento, se?ores. Me falta decirles que esta madrugada los franceses sal?an por un lado, y la partida de Orejitas entraba por otro. Hubo algunos tiros... pin, pum... los franceses mataron algunos paisanos, y los de la partida pusieron en aquel ?rbol el racimo que desde aqu? se ve... Orejitas pidi? raciones... no hab?a... yo me enfad? con Orejitas... Orejitas me amenaz?... yo le di dos palos a Orejitas, que al fin hizo saquear el pueblo, llev?ndose lo poco que quedaba.

--Luego quedaba algo. Ahora tambi?n quedar?... Pero vamos a cuentas. ?Usted es la autoridad en esta insigne villa?

--S?, mi general --contest? ella contrariada porque se pusiese en duda la autenticidad de sus atribuciones concejiles--. Yo soy el alcalde, o mejor dicho, la alcaldesa, porque soy mujer.

--Ya nos lo figur?bamos.

--Pues se?ora de Sacecorbos, nosotros no arrancaremos las orejas ni la doncellez a las muchachas de este pueblo; pero tomaremos todo lo que caiga bajo la jurisdicci?n del est?mago, sin m?s dimes ni diretes.

Se?? Romualdita grit? y vocifer?; mas nada valieron las amenazas y protestas de la caterva mujeril. El pueblo fue saqueado por tercera vez en un solo d?a, y a?n se encontr? algo: a?n se encontr? una peque?a cochura que la alcaldesa hab?a preparado aquella tarde para la partida de Sardina. Ignoro si cometieron los soldados alg?n desafuero en cosas comprendidas dentro de jurisdicci?n distinta de la del est?mago. No lo aseguro ni tampoco lo niego, y envolvi?ndome, como suele decirse, en el manto de mi irresponsabilidad, dejo a la Historia y a la se?ora de Sacecorbos el cuidado de averiguarlo. Pocos d?as despu?s nos unimos a la partida de D. Vicente Sardina, subalterno del Empecinado. He aqu? c?mo:

Dorm?amos en Val de Rebollo, cuando nuestros centinelas avisaron la aproximaci?n de gente armada. El recelo de que fuesen los franceses se disip? bien pronto, porque las avanzadas de la partida gritaban y cantaban a lo lejos, y la gente del pueblo que, aun antes que nuestros escuchas, hab?a olfateado carne espa?ola, sali? ruidosamente a su encuentro. Pronto vimos desfilar por la ?nica calle del lugar, sin formaci?n, orden ni concierto, un peque?o ej?rcito compuesto de infantes y jinetes, armados los unos de trabuco, de escopeta los otros, cada cual vestido seg?n su calidad, gusto o hacienda, casi todos con un pa?izuelo puesto en la cabeza por ?nico tocado, el ce?idor en la cintura, la manta puesta al hombro, y la alpargata en el infatigable pie. Ve?anse, sin embargo, en algunas cabezas sombreros, chac?s, cascos de franceses, y alg?n descolorido y rancio uniforme espa?ol en el cuerpo de otros.

Iban llegando y se acomodaban en las casas, escogiendo cada cual la que mejor le parec?a, sin ceremonia ni cumplidos, y fraternizando al punto con la tropa, aunque sin dejar de mostrarnos cierto desd?n, como si fu?ramos unos desdichados incapaces de intentar la conquista de Calatayud. Los habitantes de Val de Rebollo ofrec?an a unos y otros la poca hacienda que les quedaba, y en un instante las llamas de los hogares, lamiendo las repletas panzas de ollas y peroles, iluminaron las habitaciones, despidiendo por puertas y ventanas tanta claridad, que el lugar, alegrado al mismo tiempo por las voces, gritos y cantorrios, parec?a celebrar una fiesta.

El jefe de la partida, D. Vicente Sardina, se aloj? en la misma casa donde yo estaba. Era un hombre enteramente contrario a la idea que hac?a formar de ?l su apellido; es decir, voluminoso, no menos pesado que un toro, bien parecido, con algo de expresi?n episcopal o canonjil en su mofletudo semblante, muy risue?o, charlat?n, bromista y franco hasta lo sumo. Cuando mis compa?eros y yo nos presentamos a ?l, dici?ndole que mand?bamos la fuerza destinada por O'Donnell a engrosar las filas del Empecinado, nos mir? con aquella expresi?n de generosidad propia del hombre dispuesto a proteger al pr?jimo desvalido, y nos dijo:

--Bueno: veremos c?mo se portan ustedes... Creo que aprender?n el oficio en poco tiempo... Parecen buenos muchachos; pero tiernecitos, tiernecitos todav?a. Ea, fuera miedo: ya se ir?n haciendo al fuego y se les quitar? esa cortedad...

--Mi coronel --repuse--, no somos nuevos en la guerra; pues de nosotros el que m?s y el que menos ya ha despachado catorce batallas, diez sitios y m?s de cincuenta encuentros menores.

Sin que nos lo rogara dos veces, nos apresuramos a participar de la cena. Olvidaba decir que a la derecha de Sardina estaba, animado tambi?n de prop?sitos hostiles contra la pierna de carnero, el segundo jefe de la partida, un hombre alt?simo, descarnado y morenote, con barba entrecana, pelo corto, ojos fieros, cejas poblad?simas y unas manos tan largas como velludas, que velozmente pasaban del plato a la boca. Era mos?n Ant?n Trijueque, cura aragon?s, que hab?a tomado las armas desde el principio de la guerra, y serv?a en las filas de Sardina, no como capell?n, sino como... jefe de la caballer?a.

--A fe, mos?n Ant?n --dijo Sardina empinando el vaso--, que no cre? pasar esta noche m?s all? de Almadrones. ?Cree usted que encontraremos el destacamento de Gui siguiendo la vuelta de Brihuega?

--Me parece que no se nos escapan ma?ana --repuso el cura dando muestras de excelente apetito.

--Los esp?as del franc?s habr?n ido contando que camin?bamos hacia Torremocha del Campo. Por la sotana que visto, Sr. D. Antonio, que hemos de hacer una buena presa. Mi ayudante, el sargento Santurrias, se nos uni?, como usted sabe, en Mirabueno. Ven?a de espiar la direcci?n del enemigo. No hay otro Santurrias bajo el sol, Sr. Sardina, y con su traje de pastor y su aspecto y habla de idiota es capaz de enga?ar a media Francia, cuanto m?s al general Gui.

--?Y qu? dice Santurrias?

--Que parte de la tropa francesa que desde Daroca baj? al auxilio de Calatayud en la gran embestida que le dimos hace tres d?as, se ha corrido por Cogolludo, y como en su cobard?a se les figura sentir el resoplido del caballo de D. Juan Mart?n, van tan a prisa que ma?ana han de llegar a Brihuega.

--?Y c?mo se sabe que van a Brihuega?

--?C?mo se ha de saber? Sabi?ndolo --exclam? con energ?a mos?n Ant?n, que adem?s de jefe de la caballer?a era el mayor general de la partida, y el gran estrat?gico, y el verdadero cerebro de D. Vicente Sardina--. Esas cosas no se saben, se adivinan. Pasaron ayer por Cogolludo, ?s? o no? Se les vio desviarse del camino real y tomar las alturas de Hita, ?s? o no?

--S?; tal era, en efecto, su camino... --dijo Sardina con modestia, reconociendo el genio de mos?n Ant?n.

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