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Read Ebook: Juan Martín el Empecinado by P Rez Gald S Benito
Font size: Background color: Text color: Add to tbrJar First Page Next Page Prev PageEbook has 1445 lines and 65211 words, and 29 pages--S?; tal era, en efecto, su camino... --dijo Sardina con modestia, reconociendo el genio de mos?n Ant?n. --Ahora, si no nos hemos de mover hasta que el enemigo no nos mande aviso de d?nde est?... --dijo el cura reanudando las interrumpidas relaciones con un sabroso hueso. --Pues adelante --afirm? Sardina con decisi?n--. Vamos a Brihuega. Les cogeremos desprevenidos, y ni uno solo volver? a Madrid. Ahora que tenemos el refuerzo de cuatro compa??as de tropa... Mos?n Ant?n mir? a mi compa?ero y a m? con menos desd?n que antes lo hiciera el jefe. --Cuatro compa??as... --dijo observ?ndonos de hito en hito--. Veremos qu? tal se portan estos se?ores, que a?n no se han batido. Nuevamente tuvimos que exponer mi compa?ero y yo los distintos encuentros en que hab?amos tenido el honor de hallarnos; pero Trijueque, refiri?ndonos en pocas palabras sus proezas, desde el primer sitio de Zaragoza hasta la acci?n del Tremedal, nos cerr? la boca y abati? nuestro orgullo. --Aqu? --nos dijo al concluir su poema heroico-- espera a ustedes una vida distinta. Aqu? no hay descanso; aqu? se come lo que se encuentra, y se descabeza un sue?o con el dedo puesto en el gatillo, dormido un ojo, despierto y vigilante el otro. Adem?s, el que no tenga buenas piernas, que se marche a su casa, porque aqu? no se corre, se vuela. Mientras el jefe de Estado Mayor general dec?a esto, D. Vicente Sardina estiraba los brazos y echaba la cabeza hacia atr?s, no con intento de remedar a Jesucristo en la cruz, sino por lo que llaman desperezarse, lo cual advertido por el fiero clerizonte, inspir? a este las siguientes palabras, que en ej?rcitos de otra clase no hubieran sido dirigidas a un jefe por un subalterno: --Sr. D. Vicente, ?hay pereza? Bien: ir? yo solo en busca de Gui con la gente y las cuatro compa??as. Somos cuatrocientos hombres y trescientos soldados. Adelante. Cogeremos al general Gui y se lo presentaremos a Juan Mart?n. --Amigo Ant?n --dijo el general riendo--, no puede uno ni abrir la boca para un condenado bostezo delante de usted... Y gracias que me ha dejado poner un puntal al est?mago... ?Maldito cura! Pero ?olvida usted que va para tres noches que no hemos dormido? Vamos, que digan las se?oras si hay cuerpo que resista a tan larga velada, aunque sea el cuerpo de D. Vicente Sardina el de Valdeaveruelo... Mos?n Ant?n mir? al jefe de la partida con expresi?n de l?stima, y luego, arqueando las cejas m?s negras que ala de cuervo, alargando el hocico y cerrando el pu?o, se expres? de esta manera: --?Dormir, dormir cuando los franceses han quemado nuestras casas y asesinado a nuestros padres y deshonrado a nuestras mujeres!... s?, se?or, a nuestras mujeres. Sardina re?a y nosotros tambi?n; pero Trijueque, imponi?ndonos silencio con su habitual imperioso gesto, prosigui? as?: --Me gustan estos se?oriticos que no piensan m?s que en dormir. ?Por qu? el Sr. Sardina no lleva consigo en campa?a un colch?n de pluma o canap? de rasos y holandas para echar la siesta? Buenos soldados tiene la patria, buenos, s?... como que se tumban, cuando el enemigo, ocult?ndose en las sombras de la noche, intenta sorprendernos. Es preciso que los curas echen la llave a la parroquia, se la guarden en el bolsillo, y cogiendo una escopeta, un sable y dos pistolas, corran al campo a ense?ar a los patriotas su deber. Aqu? estoy yo que no duermo, no, Sr. D. Vicente, no duermo --al decir esto, los ojos negros que desped?an pasajeros reflejos como una noche de tempestad, parec?an querer sal?rsele de las sanguinolentas ?rbitas-- porque no puedo dormir, aunque quisiera... porque si cierro los p?rpados, dentro de ellos veo al general Gui, y al general Hugo, y al general Belliard con sus manadas de gabachos. Cuando de tarde en tarde me arrojo en el suelo, procurando dar descanso a mi cuerpo, los caminos, las veredas, las trochas, los atajos, los montes, los cerros, los r?os y los arroyos se me meten en la cabeza, y todo se me vuelve pensar si iremos por all?, si pasaremos por all?, si les encontraremos por acull?... Aqu? est? un hombre que no tiene m?s descanso que inclinar la cabeza sobre el pecho y amodorrarse un poco con el paso del caballo, que es m?s suave que una litera llevada por buenos jayanes... ?Dormir! ?Por las benditas ?nimas del Purgatorio! ?Voto a Barrab?s! ?Reviento en Judas! Juro que desde el 3 de junio de 1808 no s? lo que es una s?bana. Estoy despierto, estoy velando por la patria, y temo que la dejen perecer los que duermen. Trijueque dio un resoplido, no menos fuerte que el de un mulo, y se levant?. ?Dios m?o, qu? hombre tan alto! Era un gigante, un coloso, la bestia heroica de la guerra, de fuerte esp?ritu y fort?simo cuerpo, de musculatura cicl?pea, de energ?a salvaje, de brutal entereza, un pedazo de barro humano, con el cual Dios pod?a haber hecho el f?sico de cuatro almas delicadas; era el genio de la guerra en su forma abrupta y primitiva, una monta?a animada, el hombre que esgrimi? el canto rodado o el hacha de piedra en la ?poca de los primeros odios de la historia; era la batalla personificada, la m?s exacta expresi?n humana del golpe brutal que hiende, abolla, rompe, pulveriza y destroza. Para que fuera m?s singular y extra?o aquel guerrillero, cuya facha no pod?a mirarse sin espanto, vest?a la sotana que llevaba cuando ech? las llaves de la parroquia el 3 de junio en 1808, y de un grueso cinto de cuero sin curtir pend?an dos pistolas y el largo sable. Abierta la sotana desde la cintura, dejaba ver sus fornidas piernas, cubiertas de un calz?n de ante en muy mal uso, y los pies calzados con botas monumentales, de cuyo estado no pod?a formarse idea mientras no desapareciesen las sucesivas capas de fango terciario y cuaternario que en ellas hab?an depositado el tiempo y el pa?s. Su sombrero era la gorra peluda y estrecha que usan los paletos de tierra de Madrid, el cual se encajaba sobre el cr?neo, adaptado a un pa?uelo de color imposible de definir y que le daba varias vueltas de sien a sien. Despu?s que estir? brazos y piernas, dio dos pu?etazos en la mesa y dijo con voz temerosa: --El que quiera dormir, que duerma. Yo me voy en busca del general Gui. ?Mal cuerno! D. Vicente Sardina, risue?o primero, mas luego atemorizado ante la ruidosa energ?a de su segundo, quiso contemporizar con ?l y dijo: --Bueno, mos?n Ant?n. Celebraremos consejo de guerra. Se?ores oficiales, ?qu? opinan ustedes? Sin vacilar dijimos mi compa?ero y yo que conven?a seguir el dictamen de mos?n Ant?n. --Pues yo --dijo Sardina bostezando de nuevo y haciendo la se?al de la cruz sobre la boca--, creo que si marchamos esta noche, no encontraremos ni sombra de franceses. ?C?mo es posible, se?ores, que la divisi?n de Gui se corriera por el lado all? del Henares?... Vamos, que ni mos?n Ant?n con todo su talento militar, tan grande como el de Epaminondas, me lo har? creer. --Sr. D. Vicente --dijo el cl?rigo asiendo la solapa del uniforme de Sardina--, yo me voy con los que me quieran seguir. --Poco a poco, despacito. Sepamos en qu? se funda el se?or pastor Curiambro para creer... --Que vengan los esp?as. El jefe, con voz de trueno, grit?: --?Viriato, maldito Viriato!... ?D?nde se ha metido ese condenado? Sorprendiome el nombre de la persona llamada, que era el ayudante de D. Vicente Sardina. El amo de la casa apareci? riendo, y dijo a nuestro jefe: --El Sr. Viriato est? cortejando a las mozas del pueblo. --Ya le ajustar? las cuentas a mi ayudante --dijo D. Vicente--, por no estar aqu? cuando le llamo. H?game usted el favor, t?o Bartolom?, de llamar al Sr. Santurrias, que creo est? en la caballeriza. Apareci? al poco rato, so?oliento y malhumorado, el famoso personaje a quien la historia conoce con el nombre de Santurrias, y al punto reconoc? su abominable efigie. Era el mism?simo ac?lito de D. Celestino del Malvar; el mismo rostro que no indicaba ni juventud ni vejez; la misma boca, cuyo despliegue no puedo comparar sino a la abertura de una gorra de cuartel cuando no est? en la cabeza; la misma doble fila de dientes; la misma expresi?n de desverg?enza y descaro. --A ver, Sr. D. Gorito Santurrias, ?qu? tienes que decirme de tu espionaje? ?Qu? lugares has recorrido y qu? has visto? --Mi general --dijo Santurrias respetuosamente--, anteayer, al filo de mediod?a, entr? en Robledarcas pidiendo limosna. Llevaba la pierna pintada al modo de llaga y un ni?o de pechos en brazos. El ni?o era el que recogimos en Honrubia cuando los franceses pegaron fuego al lugar matando a todos sus habitantes. --Bien: ?y d?nde viste al enemigo? --El chiquillo lloraba, y yo lloraba tambi?n, pidiendo limosna a los franceses, que ven?an de Atienza. --?Ven?an de Atienza? --S?, se?or. Trijueque hac?a gestos afirmativos y de aprobaci?n, sin quitar los ojos del sacrist?n, mendigo y guerrillero. --Ven?an con mal modo --continu? este--, y me parece que rabiaban de hambre. Un oficial me dio un pedazo de pan... Yo ped?a para el pobrecito ni?o de pecho, que dije era mi nieto; pas? el general con algunos h?sares, y al fin, un sargento que me mir? mucho como queriendo conocerme... Mi general, para no cansar, ello es que me dieron 20 palos y me amenazaron con fusilarme... ?Qu? palos! Las llagas fingidas se trocaron por mi desgracia en verdaderas, y ahora estaban descansando mis lomos en la cuadra. --Vamos a lo principal: ?qu? direcci?n tomaron los franceses? --No ten?a yo ganas de quedarme en su compa??a despu?s de las misas, quiero decir, de los palos, y cogiendo al chiquillo, me vine por la vuelta de Jadraque buscando a mi gente... All? me junt? con la se?? Damiana Fern?ndez, la cual me dijo que los franceses hab?an ido a Cogolludo. --Que venga la se?? Damiana Fern?ndez --dijo el jefe--. ?En d?nde est?? --?D?nde ha de estar? --replic? Santurrias--. Con el se?? Cid Campeador. Ambos son u?a y carne, y van montados siempre en un mismo caballo. --Que la traigan --grit? el general--. ?Pero d?nde demonios est? mi ayudante? ?Viriato, Viriatillo de todos los demonios! No tard? en aparecer la se?? Damiana, que era una mujer joven, delgada y de buena estatura; algo varonil, de color malo, ojos muy negros, y un conjunto de facciones, si no hermoso, regularmente simp?tico y agradable. Vest?a de la cintura arriba arreos militares, llevando pistolas y mochilas, y en la cabeza un morrioncete ladeado, cuyas carrilleras de cobre sucio se juntaban en el pico de la barba con no poco donaire. El resto de su persona lo cubr?a a lo mujeril, y una halda negra, sobre refajo amarillo, apenas dejaba ver las botas de cuero crudo, con espuela tan solo en la izquierda. --?Qu? quiere saber mi general? --pregunt? con marcial despejo. --?Est?s segura de que los franceses entraron en Cogolludo? --Mi general, yo fui a Monta??n a llevar a mi madre los tres duros y medio que me dieron en Tor del R?bano. Dej? este vestido en Villanueva de Argecilla, y poni?ndome el de labranza, cog? a mis dos hermanitos, los mont? en la burra y... ?arre! a Miralr?o... de Miralr?o, ?arre! a Carrascosa... de Carrascosa, ?arre! a Monta??n... Mi madre se hab?a muerto. Di los tres duros y medio a mi abuela y estuve llorando dos horas... Despu?s, al volver para unirme a la gente, pas? muy cerca de Fuencemill?n, y vi a los franceses dentro de Cogolludo, que est? a un cuarto de hora de andadura... ?arre! apret? a correr... ?arre! volv? a Carrascosa, y llegu? por la ma?ana a Villanueva, donde dejando los chicos, la burra y el miedo, y poni?ndome el uniforme, me junt? a la partida. --Est? bien, se?ora Damiana --dijo el general--. Ret?rese usted, y si por casualidad encuentra al tuno de mi ayudante, puede darle dos sopapos y mand?rmelo ac?. --Est? jugando al naipe con el se?? don Pelayo --contest? la guerrillera. Add to tbrJar First Page Next Page Prev Page |
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