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Munafa ebook

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Read Ebook: Prosas barbaras com uma introducção por Jayme Batalha Reis. by Queir S E A De Batalha Reis Jaime Editor

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Ebook has 1153 lines and 64773 words, and 24 pages

Los pazos de Ulloa

Emilia Pardo Baz?n

Tomo I

-I-

Por m?s que el jinete trataba de sofrenarlo agarr?ndose con todas sus fuerzas a la ?nica rienda de cordel y susurrando palabritas calmantes y mansas, el peludo roc?n segu?a empe??ndose en bajar la cuesta a un trote cochinero que descuadernaba los intestinos, cuando no a trancos desigual?simos de loco galope. Y era pendiente de veras aquel repecho del camino real de Santiago a Orense en t?rminos que los viandantes, al pasarlo, sacud?an la cabeza murmurando que ten?a bastante m?s declive del no s? cu?ntos por ciento marcado por la ley, y que sin duda al llevar la carretera en semejante direcci?n, ya sabr?an los ingenieros lo que se pescaban, y alguna quinta de personaje pol?tico, alguna influencia electoral de grueso calibre deb?a andar cerca.

Iba el jinete colorado, no como un pimiento, sino como una fresa, encendimiento propio de personas linf?ticas. Por ser joven y de miembros delicados, y por no tener pelo de barba, pareciera un ni?o, a no desmentir la presunci?n sus trazas sacerdotales. Aunque cubierto de amarillo polvo que levantaba el trote del jaco, bien se advert?a que el traje del mozo era de pa?o negro liso, cortado con la flojedad y poca gracia que distingue a las prendas de ropa de seglar vestidas por cl?rigos. Los guantes, despellejados ya por la tosca brida, eran asimismo negros y nuevecitos, igual que el hongo, que llevaba calado hasta las cejas, por temor a que los zarandeos de la trotada se lo hiciesen saltar al suelo, que ser?a el mayor compromiso del mundo. Bajo el cuello del desairado levit?n asomaba un dedo de alzacuello, bordado de cuentas de abalorio. Demostraba el jinete escasa maestr?a h?pica: inclinado sobre el arz?n, con las piernas encogidas y a dos dedos de salir despedido por las orejas, le?ase en su rostro tanto miedo al cuartago como si fuese alg?n corcel ind?mito rebosando fiereza y br?os.

Al acabarse el repecho, volvi? el jaco a la sosegada andadura habitual, y pudo el jinete enderezarse sobre el aparejo redondo, cuya anchura inconmensurable le hab?a descoyuntado los huesos todos de la regi?n sacro-il?aca. Respir?, quit?se el sombrero y recibi? en la frente sudorosa el aire fr?o de la tarde. Ca?an ya oblicuamente los rayos del sol en los zarzales y setos, y un pe?n caminero, en mangas de camisa, pues ten?a su chaqueta colocada sobre un moj?n de granito, daba l?nguidos azadonazos en las hierbecillas nacidas al borde de la cuneta. Tir? el jinete del ramal para detener a su cabalgadura, y ?sta, que se hab?a dejado en la cuesta abajo las ganas de trotar, par? inmediatamente. El pe?n alz? la cabeza, y la placa dorada de su sombrero reluci? un instante.

--?Tendr? usted la bondad de decirme si falta mucho para la casa del se?or marqu?s de Ulloa?

--?Para los Pazos de Ulloa?--contest? el pe?n repitiendo la pregunta.

--Eso es.

--Pero..... ?como cu?nto faltar??--pregunt? con inquietud el cl?rigo.

Mene? el pe?n la tostada cabeza.

--Un bocadito, un bocadito....

Y sin m?s explicaciones, emprendi? otra vez su desmayada faena, manejando el azad?n lo mismo que si pesase cuatro arrobas.

--Se?ora, ?sabe si voy bien para la casa del marqu?s de Ulloa?

--Va bien, va....

--?Y... falta mucho?

Enarcamiento de cejas, mirada entre ap?tica y curiosa, respuesta ambigua en dialecto:

--La carrerita de un can....

?Estamos frescos!, pens? el viajero, que si no acertaba a calcular lo que anda un can en una carrera, barruntaba que debe ser bastante para un caballo. En fin, en llegando al crucero ver?a los Pazos de Ulloa..... Todo se le volv?a buscar el atajo, a la derecha..... Ni se?ales. La vereda, ensanch?ndose, se internaba por tierra monta?osa, salpicada de manchones de robledal y alg?n que otro casta?o todav?a cargado de fruta: a derecha e izquierda, matorrales de brezo crec?an desparramados y oscuros. Experimentaba el jinete indefinible malestar, disculpable en quien, nacido y criado en un pueblo tranquilo y so?oliento, se halla por vez primera frente a frente con la ruda y majestuosa soledad de la naturaleza, y recuerda historias de viajeros robados, de gentes asesinadas en sitios desiertos.

--?Qu? pa?s de lobos!--dijo para s?, t?tricamente impresionado.

Alegr?sele el alma con la vista del atajo, que a su derecha se columbraba, estrecho y pendiente, entre un doble vallado de piedra, l?mite de dos montes. Bajaba fi?ndose en la ma?a del jaco para evitar tropezones, cuando divis? casi al alcance de su mano algo que le hizo estremecerse: una cruz de madera, pintada de negro con filetes blancos, medio ca?da ya sobre el murall?n que la sustentaba. El cl?rigo sab?a que estas cruces se?alan el lugar donde un hombre pereci? de muerte violenta; y, persign?ndose, rez? un padrenuestro, mientras el caballo, sin duda por olfatear el rastro de alg?n zorro, temblaba levemente empinando las orejas, y adoptaba un trotecillo medroso que en breve le condujo a una encrucijada. Entre el marco que le formaban las ramas de un casta?o colosal, ergu?ase el crucero.

Tosco, de piedra com?n, tan mal labrado que a primera vista parec?a monumento rom?nico, por m?s que en realidad s?lo contaba un siglo de fecha, siendo obra de alg?n cantero con pujos de escultor, el crucero, en tal sitio y a tal hora, y bajo el dosel natural del magn?fico ?rbol, era po?tico y hermoso. El jinete, tranquilizado y lleno de devoci?n, pronunci? descubri?ndose: <>, y de paso que rezaba, su mirada buscaba a lo lejos los Pazos de Ulloa, que deb?an ser aquel gran edificio cuadrilongo, con torres, all? en el fondo del valle. Poco dur? la contemplaci?n, y a punto estuvo el cl?rigo de besar la tierra, merced a la huida que peg? el roc?n, con las orejas enhiestas, loco de terror. El caso no era para menos: a cort?sima distancia hab?an retumbado dos tiros.

Qued?se el jinete fr?o de espanto, agarrado al arz?n, sin atreverse ni a registrar la maleza para averiguar d?nde estar?an ocultos los agresores; mas su angustia fue corta, porque ya del ribazo situado a espaldas del crucero descend?a un grupo de tres hombres, antecedido por otros tantos canes perdigueros, cuya presencia bastaba para demostrar que las escopetas de sus amos no amenazaban sino a las alima?as monteses.

El cazador que ven?a delante representaba veintiocho o treinta a?os: alto y bien barbado, ten?a el pescuezo y rostro quemados del sol, pero por venir despechugado y sombrero en mano, se advert?a la blancura de la piel no expuesta a la intemperie, en la frente y en la tabla de pecho, cuyos di?metros indicaban complexi?n robusta, supuesto que confirmaba la isleta de vello rizoso que divid?a ambas tetillas. Proteg?an sus piernas recias polainas de cuero, abrochadas con hebillaje hasta el muslo; sobre la ingle derecha flotaba la red de bramante de un repleto morral, y en el hombro izquierdo descansaba una escopeta moderna, de dos ca?ones. El segundo cazador parec?a hombre de edad madura y condici?n baja, criado o colono: ni hebillas en las polainas, ni m?s morral que un saco de grosera estopa; el pelo cortado al rape, la escopeta de pist?n, viej?sima y atada con cuerdas; y en el rostro, afeitado y enjuto y de en?rgicas facciones rectil?neas, una expresi?n de encubierta sagacidad, de astucia salvaje, m?s propia de un piel roja que de un europeo. Por lo que hace al tercer cazador, sorprendi?se el jinete al notar que era un sacerdote. ?En qu? se le conoc?a? No ciertamente en la tonsura, borrada por una selva de pelo gris y cerdoso, ni tampoco en la rasuraci?n, pues los duros ca?ones de su azulada barba contar?an un mes de antig?edad; menos a?n en el alzacuello, que no tra?a, ni en la ropa, que era semejante a la de sus compa?eros de caza, con el aditamento de unas botas de montar, de charol de vaca muy descascaradas y cortadas por las arrugas. Y no obstante trascend?a a cl?rigo, revel?ndose el sello formidable de la ordenaci?n, que ni aun las llamas del infierno consiguen cancelar, en no s? qu? expresi?n de la fisonom?a, en el aire y posturas del cuerpo, en el mirar, en el andar, en todo. No cab?a duda: era un sacerdote.

Aproxim?se al grupo el jinete, y repiti? la consabida pregunta:

--?Pueden ustedes decirme si voy bien para casa del se?or marqu?s de Ulloa?

El cazador alto se volvi? hacia los dem?s, con familiaridad y dominio.

--?Qu? casualidad!--exclam?--. Aqu? tenemos al forastero..... T?, Primitivo.... Pues te cay? la loter?a: ma?ana pensaba yo enviarte a Cebre a buscar al se?or.... Y usted, se?or abad de Ulloa.... ?ya tiene usted aqu? quien le ayude a arreglar la parroquia!

Como el jinete permanec?a indeciso, el cazador a?adi?:

--?Supongo que es usted el recomendado de mi t?o, el se?or de la Lage?

--Servidor y capell?n...--respondi? gozoso el eclesi?stico, tratando de echar pie a tierra, ardua operaci?n en que le auxili? el abad--. ?Y usted...--exclam?, encar?ndose con su interlocutor--es el se?or marqu?s?

--?C?mo queda el t?o? ?Usted... a caballo desde Cebre, eh?--repuso ?ste evasivamente, mientras el capell?n le miraba con inter?s rayano en viva curiosidad. No hay duda que as?, varonilmente desali?ado, h?meda la piel de transpiraci?n ligera, terciada la escopeta al hombro, era un cacho de buen mozo el marqu?s; y sin embargo, desped?a su arrogante persona cierto tufillo brav?o y montaraz, y lo duro de su mirada contrastaba con lo afable y llano de su acogida.

El capell?n, muy respetuoso, se deshac?a en explicaciones.

--S?, se?or; justamente.... En Cebre he dejado la diligencia y me dieron esta caballer?a, que tiene unos arreos, que vaya todo por Dios.... El se?or de la Lage, tan bueno, y con el humor aqu?l de siempre.... Hace re?r a las piedras.... Y guapote, para su edad.... Estoy reparando que si fuese su se?or pap? de usted, no se le parecer?a m?s.... Las se?oritas, muy bien, muy contentas y muy saludables.... Del se?orito, que est? en Segovia, buenas noticias. Y antes que se me olvide....

--El t?o--exclam?, doblando la carta--siempre tan guas?n y tan c?lebre.... Dice que aqu? me manda un santo para que me predique y me convierta.... No parece sino que tiene uno pecados: ?eh, se?or abad? ?Qu? dice usted a esto? ?Verdad que ni uno?

--Ya se sabe, ya se sabe--mascull? el abad en voz bronca.... Aqu? todos conservamos la inocencia bautismal.

Y al decirlo, miraba al reci?n llegado al trav?s de sus erizadas y salvajinas cejas, como el veterano al inexperto recluta, sintiendo all? en su interior profundo desd?n hacia el curita barbilindo, con cara de ni?a, donde s?lo era sacerdotal la severidad del rubio entrecejo y la compostura asc?tica de las facciones.

--?Y usted se llama Juli?n ?lvarez?--interrog? el marqu?s.

--Para servir a usted muchos a?os.

--?Y no acertaba usted con los Pazos?

--Me costaba trabajo el acertar. Aqu? los paisanos no le sacan a uno de dudas, ni le dicen categ?ricamente las distancias. De modo que....

--Pues ahora ya no se perder? usted. ?Quiere montar otra vez?

--?Se?or! No faltaba m?s.

--Primitivo--orden? el marqu?s--, coge del ramal a esa bestia.

Y ech? a andar, dialogando con el capell?n que le segu?a. Primitivo, obediente, se qued? rezagado, y lo mismo el abad, que encend?a su pitillo con un misto de cart?n. El cazador se arrim? al cura.

--?Y qu? le parece el rapaz, diga? ?Verdad que no mete respeto?

-II-

--?No tengo dicho que no quiero aqu? pendones?

Y ella contest? apaciblemente, colgando el candil en la pilastra de la chimenea:

--No hac?a mal..., me ayudaba a pelar casta?as.

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