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Munafa ebook

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Read Ebook: Prosas barbaras com uma introducção por Jayme Batalha Reis. by Queir S E A De Batalha Reis Jaime Editor

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Ebook has 1153 lines and 64773 words, and 24 pages

--No hac?a mal..., me ayudaba a pelar casta?as.

Tal vez iba el marqu?s a echar la casa abajo, si Primitivo, con mayor imperio y enojo que su amo mismo, no terciase en la cuesti?n, reprendiendo a la muchacha.

En el esconce de la cocina, una mesa de roble denegrida por el uso mostraba extendido un mantel grosero, manchado de vino y grasa. Primitivo, despu?s de soltar en un rinc?n la escopeta, vaciaba su morral, del cual salieron dos perdigones y una liebre muerta, con los ojos empa?ados y el pelaje maculado de sangraza. Apart? la muchacha el bot?n a un lado, y fue colocando platos de peltre, cubiertos de antigua y maciza plata, un mollete enorme en el centro de la mesa y un jarro de vino proporcionado al pan; luego se dio prisa a revolver y destapar tarteras, y tom? del vasar una sopera magna. De nuevo la increp? airadamente el marqu?s.

--?Y los perros, vamos a ver? ?Y los perros?

Como si tambi?n los perros comprendiesen su derecho a ser atendidos antes que nadie, acudieron desde el rinc?n m?s oscuro, y olvidando el cansancio, exhalaban fam?licos bostezos, meneando la cola y levantando el partido hocico. Juli?n crey? al pronto que se hab?a aumentado el n?mero de canes, tres antes y cuatro ahora; pero al entrar el grupo canino en el c?rculo de viva luz que proyectaba el fuego, advirti? que lo que tomaba por otro perro no era sino un rapazuelo de tres a cuatro a?os, cuyo vestido, compuesto de chaquet?n acasta?ado y calzones de blanca estopa, pod?a desde lejos equivocarse con la piel bicolor de los perdigueros, en quienes parec?a vivir el chiquillo en la mejor inteligencia y m?s estrecha fraternidad. Primitivo y la moza dispon?an en cubetas de palo el fest?n de los animales, entresacado de lo mejor y m?s grueso del pote; y el marqu?s--que vigilaba la operaci?n--, no d?ndose por satisfecho, escudri?? con una cuchara de hierro las profundidades del caldo, hasta sacar a luz tres gruesas tajadas de cerdo, que fue distribuyendo en las cubetas. Lanzaban los perros alaridos entrecortados, de interrogaci?n y deseo, sin atreverse a?n a tomar posesi?n de la pitanza; a una voz de Primitivo, sumieron de golpe el hocico en ella, oy?ndose el batir de sus apresuradas mand?bulas y el chasqueo de su lengua glotona. El chiquillo gateaba por entre las patas de los perdigueros, que, convertidos en fieras por el primer impulso del hambre no saciada todav?a, le miraban de reojo, rega?ando los dientes y exhalando ronquidos amenazadores: de pronto la criatura, incitada por el tasajo que sobrenadaba en la cubeta de la perra Chula, tendi? la mano para cogerlo, y la perra, torciendo la cabeza, lanz? una feroz dentellada, que por fortuna s?lo alcanz? la manga del chico, oblig?ndole a refugiarse m?s que de prisa, asustado y lloriqueando, entre las sayas de la moza, ya ocupada en servir caldo a los racionales. Juli?n, que empezaba a descalzarse los guantes, se compadeci? del chiquillo, y, baj?ndose, le tom? en brazos, pudiendo ver que a pesar del mugre, la ro?a, el miedo y el llanto, era el m?s hermoso angelote del mundo.

--?Pobre!--murmur? cari?osamente--. ?Te ha mordido la perra? ?Te hizo sangre? ?D?nde te duele, me lo dices? Calla, que vamos a re?irle a la perra nosotros. ?P?cara, malvada!

Repar? el capell?n que estas palabras suyas produjeron singular efecto en el marqu?s. Se contrajo su fisonom?a: sus cejas se fruncieron, y arranc?ndole a Juli?n el chiquillo, con brusco movimiento le sent? en sus rodillas, palp?ndole las manos, a ver si las ten?a mordidas o lastimadas. Seguro ya de que s?lo el chaquet?n hab?a padecido, solt? la risa.

--?Farsante!--grit?--. Ni siquiera te ha tocado la Chula. ?Y t?, para qu? vas a meterte con ella? Un d?a te come media nalga, y despu?s lagrimitas. ?A callarse y a re?rse ahora mismo! ?En qu? se conocen los valientes?

Diciendo as?, colmaba de vino su vaso, y se lo presentaba al ni?o que, cogi?ndolo sin vacilar, lo apur? de un sorbo. El marqu?s aplaudi?:

--?Retebi?n! ?Viva la gente templada!

--No, lo que es el rapaz... el rapaz sale de punta--murmur? el abad de Ulloa.

--?Y no le har? da?o tanto vino?--objet? Juli?n, que ser?a incapaz de beb?rselo ?l.

--?Da?o! ?S?, buen da?o nos d? Dios!--respondi? el marqu?s, con no s? qu? inflexiones de orgullo en el acento--. D?le usted otros tres, y ya ver?.... ?Quiere usted que hagamos la prueba?

--Los chupa, los chupa--afirm? el abad.

--No se?or; no se?or.... Es capaz de morirse el peque?o.... He o?do que el vino es un veneno para las criaturas.... Lo que tendr? ser? hambre.

--Sabel, que coma el chiquillo--orden? imperiosamente el marqu?s, dirigi?ndose a la criada.

?sta, silenciosa e inm?vil durante la anterior escena, sac? un repleto cuenco de caldo, y el ni?o fue a sentarse en el borde del lar, para engullirlo sosegadamente.

En la mesa, los comensales mascaban con buen ?nimo. Al caldo, espeso y harinoso, sigui? un cocido s?lido, donde abundaba el puerco: los d?as de caza, el imprescindible puchero se tomaba de noche, pues al monte no hab?a medio de llevarlo. Una fuente de chorizos y huevos fritos desencaden? la sed, ya alborotada con la sal del cerdo. El marqu?s dio al codo a Primitivo.

--Tr?enos un par de botellitas.... De el del a?o 59.

Y volvi?ndose hacia Juli?n, dijo muy obsequioso:

--Es cosa de gusto--asever? el abad, reba?ando con una miga de pan lo que restaba de yema en su plato.

--Yo--declar? t?midamente Juli?n--poco entiendo de vinos.... Casi no bebo sino agua.

Y al ver brillar bajo las cejas hirsutas del abad una mirada compasiva de puro desde?osa, rectific?:

--Es decir... con el caf?, ciertos d?as se?alados, no me disgusta el anisete.

--El vino alegra el coraz?n.... El que no bebe, no es hombre--pronunci? el abad sentenciosamente.

--?Me lo da?

Todo el mundo se re?a a carcajadas: el capell?n no comprend?a.

--?Qu? pide?--pregunt?.

--?Qu? ha de pedir?--respondi? el marqu?s festivamente--. ?El vino, hombre! ?El vaso de tostado!

Antes de que Juli?n se resolviese a dar al ni?o su vaso casi lleno, el marqu?s hab?a aupado al mocoso, que ser?a realmente una preciosidad a no estar tan sucio. Parec?ase a Sabel, y a?n se le aventajaba en la claridad y alegr?a de sus ojos celestes, en lo abundante del pelo ensortijado, y especialmente en el correcto dise?o de las facciones. Sus manitas, morenas y hoyosas, se tend?an hacia el vino color de topacio; el marqu?s se lo acerc? a la boca, divirti?ndose un rato en quit?rselo cuando ya el rapaz cre?a ser due?o de ?l. Por fin consigui? el ni?o atrapar el vaso, y en un decir Jes?s traseg? el contenido, relami?ndose.

--??ste no se anda con requisitos!--exclam? el abad.

--?Qui?!--confirm? el marqu?s--. ?Si es un veterano! ?A que te zampas otro vaso, Perucho?

Las pupilas del angelote rechispeaban; sus mejillas desped?an lumbre, y dilataba la cl?sica naricilla con inocente concupiscencia de Baco ni?o. El abad, gui?ando picarescamente el ojo izquierdo, escanci?le otro vaso, que ?l tom? a dos manos y se emboc? sin perder gota; en seguida solt? la risa; y, antes de acabar el redoble de su carcajada b?quica, dej? caer la cabeza, muy descolorido, en el pecho del marqu?s.

--?Lo ven ustedes?--grit? Juli?n angustiad?simo--. Es muy chiquito para beber as?, y va a ponerse malo. Estas cosas no son para criaturas.

--?Bah!--intervino Primitivo--. ?Piensa que el rapaz no puede con lo que tiene dentro? ?Con eso y con otro tanto! Y si no ver?.

A su vez tom? en brazos al ni?o y, mojando en agua fresca los dedos, se los pas? por las sienes. Perucho abri? los p?rpados y mir? alrededor con asombro, y su cara se sonrose?.

--De ese modo...--refunfu?? el abad.

--No seas b?rbaro, Primitivo--murmur? el marqu?s entre placentero y grave.

--?Por Dios y por la Virgen!--implor? Juli?n--. ?Van a matar a esa criatura! Hombre, no se empe?e en emborrachar al ni?o: es un pecado, un pecado tan grande como otro cualquiera. ?No se pueden presenciar ciertas cosas!

--Como un pellejo--gru?? el abad.

--Como una cuba--murmur? el marqu?s--. A la cama con ?l en seguida. Que duerma y ma?ana estar? m?s fresco que una lechuga. Esto no es nada.

Sabel se alej? cargada con el ni?o, cuyas piernas se balanceaban inertes, a cada movimiento de su madre. La cena se acab? menos bulliciosa de lo que empezara: Primitivo hablaba poco, y Juli?n hab?a enmudecido por completo. Cuando termin? el convite y se pens? en dormir, reapareci? Sabel armada de un vel?n de aceite, de tres mecheros, con el cual fue alumbrando por la ancha escalera de piedra que conduc?a al piso alto, y ascend?a a la torre en r?pido caracol. Era grande la habitaci?n destinada a Juli?n, y la luz del vel?n apenas disipaba las tinieblas, de entre las cuales no se destacaba m?s que la blancura del lecho. A la puerta del cuarto se despidi? el marqu?s, dese?ndole buenas noches y a?adiendo con brusca cordialidad:

--Ma?ana tendr? usted su equipaje.... Ya ir?n a Cebre por ?l.... Ea, descansar, mientras yo echo de casa al abad de Ulloa.... Est? un poco.... ?eh? ?Dificulto que no se caiga en el camino y no pase la noche al abrigo de un vallado!

Solo ya, sac? Juli?n de entre la camisa y el chaleco una estampa grabada, con marco de lentejuela, que representaba a la Virgen del Carmen, y la coloc? de pie sobre la mesa donde Sabel acababa de depositar el vel?n. Arrodill?se, y rez? la media corona, contando por los dedos de la mano cada diez. Pero el molimiento del cuerpo le hac?a apetecer las gruesas y frescas s?banas, y omiti? la letan?a, los actos de fe y alg?n padrenuestro. Desnud?se honestamente, colocando la ropa en una silla a medida que se la quitaba, y apag? el vel?n antes de echarse. Entonces empezaron a danzar en su fantas?a los sucesos todos de la jornada: el caballejo que estuvo a punto de hacerle besar el suelo, la cruz negra que le caus? escalofr?os, pero sobre todo la cena, la bulla, el ni?o borracho. Juzgando a las gentes con quienes hab?a trabado conocimiento en pocas horas, se le figuraba Sabel provocativa, Primitivo insolente, el abad de Ulloa sobrado bebedor y nimiamente amigo de la caza, los perros excesivamente atendidos, y en cuanto al marqu?s.... En cuanto al marqu?s, Juli?n recordaba unas palabras del se?or de la Lage:

--Encontrar? usted a mi sobrino bastante adocenado.... La aldea, cuando se cr?a uno en ella y no sale de all? jam?s, envilece, empobrece y embrutece.

Y casi al punto mismo en que acudi? a su memoria tan severo dictamen, arrepinti?se el capell?n, sintiendo cierta penosa inquietud que no pod?a vencer. ?Qui?n le mandaba formar juicios temerarios? ?l ven?a all? para decir misa y ayudar al marqu?s en la administraci?n, no para fallar acerca de su conducta y su car?cter.... Con que... a dormir...

El primer d?a de su estancia en los Pazos bien necesitaba chapuzarse un poco, atendido el polvo de la carretera que tra?a adherido a la piel; pero sin duda el actual abad de Ulloa consideraba art?culo de lujo los enseres de tocador, pues no vio Juli?n por all? m?s que una palangana de hojalata, a la cual serv?a de palanganero el poyo. Ni jarra, ni tohalla, ni jab?n, ni cubo. Qued?se parado delante de la palangana, en mangas de camisa y sin saber qu? hacer, hasta que, convencido de la imposibilidad de refrescarse con agua, quiso al menos tomar un ba?o de aire, y abri? la vidriera.

Lo que abarcaba la vista le dej? encantado. El valle ascend?a en suave pendiente, extendiendo ante los Pazos toda la lozan?a de su ladera m?s feraz. Vi?as, casta?ares, campos de ma?z granados o ya segados, y tupidas robledas, se escalonaban, sub?an trepando hasta un montecillo, cuya falda gris parec?a, al sol, de un blanco plomizo. Al pie mismo de la torre, el huerto de los Pazos se asemejaba a verde alfombra con cenefas amarillentas, en cuyo centro se engastaba la luna de un gran espejo, que no era sino la superficie del estanque. El aire, oxigenado y regenerador, penetraba en los pulmones de Juli?n, que sinti? disiparse inmediatamente parte del vago terror que le infund?a la gran casa solariega y lo que de sus moradores hab?a visto. Como para renovarlo, entreoy? detr?s de s? rumor de pisadas cautelosas, y al volverse vio a Sabel, que le presentaba con una mano platillo y j?cara, con la otra, en plato de peltre, un p?lpito de agua fresca y una servilleta gorda muy doblada encima. Ven?a la moza arremangada hasta el codo, con el pelo alborotado, seco y volandero, del calor de la cama sin duda: y a la luz del d?a se notaba m?s la frescura de su tez, muy blanca y como infiltrada de sangre. Juli?n se apresur? a ponerse el levit?n, murmurando:

--Otra vez haga el favor de dar dos golpes en la puerta antes de entrar.... Conforme estoy a pie, pudo cuadrar que estuviese en la cama todav?a... o visti?ndome.

Mir?le Sabel de hito en hito, sin turbarse, y exclam?:

--Disimule, se?or.... Yo no sab?a.... El que no sabe, hace como el que no ve.

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