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Munafa ebook

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Read Ebook: Cuentos ilustrados by Fabra Nilo Mar A

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Ebook has 253 lines and 17621 words, and 6 pages

As? la madre patria celebraba la fausta nueva que la electricidad hab?a transmitido a todos los ?mbitos de la tierra. La raza ib?rica, representada en el Nuevo Mundo por 300 millones de almas, sellaba con el pacto fraternal de la <> su inquebrantable prop?sito de vivir confundida en un solo sentimiento y en una sola aspiraci?n y robustecer sus fuerzas ante el coloso del Norte, que intent?, aunque en vano, extender sus dilatados dominios por el resto de Am?rica o someterlo a vergonzosa tutela. La venerable Espa?a, que ve?a renacer en sus hijos emancipados de allende los mares las glorias de su raza imperecedera, declaraba aquel d?a fiesta nacional, y la fecha del 9 de mayo de 2003 se inscrib?a en letras de oro en el sal?n de sesiones de las Cortes.

El tren se puso en movimiento, y la oscuridad exterior y un ruido sordo y prolongado me advirtieron que en aquel momento penetr?bamos por el t?nel submarino de 15 kil?metros que pone en comunicaci?n la red de aluminio-carriles de Europa con la de ?frica. Minutos despu?s avist?bamos a nuestra derecha a T?nger, iluminado tambi?n como Gibraltar y Algeciras, y sin detenernos proseguimos nuestra r?pida marcha a trav?s del antiguo imperio de Marruecos, hoy floreciente provincia espa?ola.

A las once de la ma?ana del siguiente d?a, despu?s de salvar la cordillera del Atlas por el t?nel de Afifen, hac?amos alto en Cabo Juby. Los viajeros de Canarias se embarcaron all? en el buque el?ctrico que deb?a trasladarlos a aquel Archipi?lago. A la saz?n no estaba terminado el puente de aluminio entre las islas Canarias y el continente africano. Los estudios hechos por los ingenieros para unirlos por medio de t?neles submarinos fueron abandonados a causa de las grandes perturbaciones volc?nicas que ofrece el fondo del mar en aquella parte.

Nos encontr?bamos en pleno desierto. La temperatura era sofocante en lo exterior, pero deliciosa dentro del tren, hasta el punto de que el term?metro segu?a invariable. A trav?s de los tubos que sirvieron de calor?feros a la salida de Madrid, circulaba entonces aire fr?o producido por una m?quina heladora.

En la madrugada del d?a 11 nos encontr?bamos en Dakar , habiendo recorrido desde Madrid 3.622 kil?metros de aluminio-carril. Det?vose el tren cinco minutos, y p?sose luego lentamente en marcha por un muelle met?lico, al extremo del cual estaba atracado por la popa un buque el?ctrico submarino de 60.000 toneladas. Sobresal?a este 15 metros sobre el nivel del mar, y en su parte posterior, a manera de la entrada de un t?nel, ten?a una inmensa abertura por la cual penetr? todo el tren. Apenas qued? dentro, p?sose en movimiento una poderosa m?quina hidr?ulica que cerr? herm?ticamente la comunicaci?n exterior. Al cabo de algunos minutos un estremecimiento general nos anunci? que el barco soltaba las amarras y se pon?a en marcha.

Dos d?as mortales empleamos en la traves?a entre Dakar y el cabo de San Roque, o sea la parte de la costa del Brasil que m?s se aproxima al Continente africano; y digo mortales, porque a pesar de los progresos de la industria naval, el hombre no ha podido dome?ar la fuerza impetuosa de las olas, ni los adelantos de la medicina han encontrado remedio a las angustias del mareo. As? se explica que ?nterin se tienden puentes met?licos de 1.500 metros de luz sobre el Oc?ano, se procure limitar todo lo posible las traves?as mar?timas. Navegaba nuestro buque unas veces sobre la superficie de las olas y otras a cierta profundidad, seg?n el estado del mar; pero los balances y las cabezadas eran verdaderamente insoportables.

En la ma?ana del d?a 14 de mayo de 2003 hac?amos alto en la hermosa ciudad de R?o Janeiro, cuya poblaci?n excede actualmente de 2 millones de almas.

De R?o Janeiro salen dos l?neas con direcci?n al R?o de la Plata: la de la costa, que se dirige a Montevideo, uno de los puertos m?s florecientes de la Am?rica latina, que cuenta ya con 3 millones de habitantes, y la del interior, que va a buscar la confluencia del Uruguay y el Panam?. Nuestro tren sigui? la ?ltima, y antes de rayar el d?a 15 atraves?bamos los indicados r?os, un poco m?s arriba de su confluencia, por dos soberbios t?neles subfluviales.

Al despuntar el alba hicimos nuestra entrada en la gran capital de la Rep?blica Argentina, t?rmino de nuestro viaje.

Antes de poner t?rmino a este art?culo, fuerza es que diga siquiera breves palabras acerca de los notables cambios que en el orden pol?tico se han operado en el Nuevo Mundo.

Los Estados Unidos del Norte adquirieron durante la pasada centuria enorme crecimiento, hasta el punto de que su inmenso territorio apenas bastaba para contener la poblaci?n, y amenazaban con un desbordamiento a costa de los pa?ses de origen latino.

Las notas diplom?ticas que los representantes de aquellas rep?blicas dirigieron a sus hermanas, fueron acogidas al principio con marcada tibieza, porque nadie cre?a el riesgo cercano; pero la noticia de que los anglo-americanos hab?an violado el territorio de M?xico, y de que pretend?an enviar un ej?rcito de ocupaci?n a Nicaragua, Costa Rica y Panam?, produjo un grito un?nime de indignaci?n desde R?o Grande del Norte hasta el Cabo de Hornos. Todos los gobiernos, impulsados por el generoso y espont?neo movimiento de la opini?n p?blica, pactaron una alianza ofensiva y defensiva, y aprestaron sus formidables huestes y sus escuadras submarinas para salvar la independencia de la Am?rica latina y la exclusiva preponderancia en ella de la raza ib?rica.

Espa?a, que no pod?a permanecer indiferente a una lucha gigantesca en la cual se pon?a en tela de juicio el principio de raza, de lengua y de costumbres que eran las suyas propias, prest? desinteresado y noble concurso a sus hijas americanas, y de C?diz sali? la escuadra submarina que, en uni?n de las dem?s aliadas, contribuy? al desastre de la poderosa armada de los Estados Unidos.

Entretanto, las m?rgenes de R?o Grande del Norte eran teatro de las m?s encarnizadas batallas que vieron los siglos. Todos los medios de destrucci?n que el moderno arte de la guerra arranc? a la ciencia y a la industria, se juntaron all?: ca?ones de 300 toneladas; proyectiles explosivos con substancias hasta entonces desconocidas; m?quinas el?ctricas arrastrando las piezas; verdaderas fortificaciones ambulantes que marchaban sobre rieles, a medida que lo exig?a el ataque o la defensa; reductos cubiertos que se ocultaban y a voluntad sal?an a flor de tierra para disparar su artiller?a; trincheras que parec?an monta?as, y monta?as que allanaba el asiduo trabajo de zapa y el incesante reventar de las minas. La guerra cuerpo a cuerpo no puede existir en manera alguna; la infanter?a y la caballer?a han desaparecido, pero no el recuerdo de sus bizarras empresas, en que en tan alto grado campeaba el valor individual. La lucha ya no es de hombres contra hombres, sino de m?quinas contra m?quinas. Imposibles las batallas a campo raso y sobre la superficie de los mares; la guerra, seg?n una frase del general ruso Arbaff, se convierte en subterr?nea y submarina.

Entonces los Estados de la Am?rica latina, para afianzar su independencia y oponer inquebrantable valladar a la invasi?n de la raza anglo-sajona, pactaron la confederaci?n sin el predominio de ninguno, y conservando todos sus leyes o instituciones particulares.

LA VERDAD DESNUDA

RELACI?N DE UN TRAPERO

Primero fui bachiller, lo cual basta y sobra para ser hombre pol?tico, empleado despu?s, que es lo mismo que decir espa?ol; pero le sali? un sobrino a un subsecretario amante de su familia, y entonces la mano despiadada del destino me priv? del m?o.

Aburrido y cansado de pretender; con el hambre de media Espa?a, es decir, hambre de cesante; perdida por completo la esperanza de recoger una nueva credencial, vine a parar al bajo y humilde oficio de trapero: al fin todo es recoger.

Discurr?a por mi barrio noches pasadas, tartamudo en el andar, como quien va a pie por las enguijarradas calles de Madrid, fija la vista en el suelo como doncella de anta?o, con m?s pensamientos y cavilaciones que un Ministro de Hacienda al preparar los presupuestos, con un gancho en la mano a guisa de fundador de sociedades de cr?dito, y con una carga al hombro m?s pesada que la de un marido con hijos muchos, esperanzas pocas y un empleo pret?rito.

--?Ser? posible --dec?a para m?-- que la suerte no me depare alg?n venturoso hallazgo como el que tanto alegr? el coraz?n de Sancho Panza en el de Sierra Morena? ?Acaso ya no hay quien pierda el seso por mal de amores, hasta el punto de abandonar una maleta con un buen montoncillo de escudos de oro? ?Oh felic?simo Sancho, que tras repetidos palos y aporreamientos, viniste a dar, si no con el verdadero fin de tus esperanzas, con algo que las hac?a m?s llevaderas!

Pero ya que lo limitado de mis pensamientos no despierta en m? el deseo del gobierno de una ?nsula, pretensi?n, por otra parte, f?cil y hacedera en los benditos tiempos que corremos, ot?rgame al menos, ?oh destino!, si es que tengo alguno, cosa que alivie la escasez que estoy sufriendo.

A?os ha que, imagen verdadera del que va en pos de la constancia de una mujer, de la fidelidad de un amigo, de la gratitud de un deudor y de la baratura de un Gobierno, recorro las calles de la corte buscando lo que no encuentro. En mal hora y en menguados tiempos vine al mundo.

Rendido por el cansancio solt? el cesto que sustentaban mis hombros, y ocult?ndome a las recelosas miradas del sereno, que con sus ronquidos daba claros indicios de la vigilancia urbana, senteme en el batiente de una puerta, y alargando el gancho comenc? a revolver los varios y diversos objetos que en el cesto tra?a.

--?Oh, si hablaran --exclam? fijando en ellos mis ojos--, qu? de cosas dir?an! ?Qu? ser?a escuchar esta faja de Gobernador, condenada al desprecio por el uso? ?Qu? este pedazo de sable, probablemente en cien pronunciamientos desenvainado? ?Qu? esta pluma, vendida tal vez al mejor postor? ?Qu? esta charretera, quiz?s por no muy gloriosos caminos alcanzada? ?Qu? esta espuela, acaso testigo mudo y auxiliar poderoso de fugas vergonzosas? ?Qu? dir?an tantos despojos aqu? aglomerados, revueltos y confundidos?... ?Ah, si la verdad no anduviese tan escondida o con tanto artificio disfrazada! . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

Mis p?rpados se fueron cerrando insensiblemente. El ayuno prolongado, que avivaba en mi memoria el dulce recuerdo del bien perdido, y la frescura precursora de la ma?ana, que yo, enemigo de la luz, ve?a acercarse como la nube pre?ada de granizo el labriego, como al recaudador de impuestos el propietario o el industrial, como el vencimiento del cup?n el Ministro de Hacienda, fueron parte para que me asaltase un sue?o profund?simo.

Acababa de cerrar los ojos, cuando imagin? que se alzaba del fondo de mi cesto una figura de humanas formas. Mortal palidez cubr?a su semblante, una sonrisa helada vagaba en sus labios, sus ojos brillaban con la claridad de los astros, y su continente era tranquilo y mesurado.

Dirigiome una mirada grave y compasiva, y con voz clara y sonora se expres? de esta suerte:

--Yo soy la Verdad, por muchos pretendida, pero por pocos buscada con amor. Nac? libre, pero la mano del hombre me sujeta a dura opresi?n y martirio. Ora al desp?tico yugo me sujetan, ora me disfrazan hasta confundirme con la mentira. Me viste con el traje de la virtud la mujer infiel; con afeites me acicala la entrada en a?os; me oculta con la m?scara del patriotismo el mercader pol?tico, y con la de la libertad el ambicioso que quiere encumbrarse por torcidos caminos. Con fiera crueldad me sacrifican pomposos anuncios que ofrecen oro a manos llenas; palabras deleitosas que arrullan el o?do cortesano, y pensamientos que al calor de la ardiente imaginaci?n se fraguan.

Soy poderosa y bella; pero pocos se avasallan a mi imperio y rinden culto a mi hermosura deslumbradora. Muchos me siguen cuando alzo el vuelo a alt?simas regiones y dejo en pos de m? los lindes terrenales; pero ?qui?n puede gloriarse de conocerme siempre?

?Pretendiste o?r mi voz? ?Has querido que salga del fondo de tu cesto miserable? Aqu? me tienes. Yo te dir? cuanto saber deseas. ?La escoria social presentar? a tu vista: el ladr?n que roba y es ensalzado; el que aleve mata y en medio de la opulencia vive; el perjuro que inspira confianza con el testimonio divino; el que con sangre humana comercia; el que seduce a la virtud y trafica con el vicio: cuantas miserias echan ra?ces a la sombra de la ambici?n y de la codicia!

Antes, empero, ya que quieres conocer historias ajenas, debes comenzar por recordar la propia.

Pobres y honrados padres di?ronte al mundo, y por no ser lo primero, tuviste a menos la virtud que te legaron. El ejemplo de locas ambiciones satisfechas y de r?pidos o inmerecidos encumbramientos, fueron grande parte para que la envidia, por la ruindad de tus pensamientos concebida, hiciera remontar el vuelo de tu vana presunci?n y est?pida arrogancia. Diste o?dos a los seductores halagos del inter?s, y a ?l sacrificaste el pundonor; codiciaste el bien ajeno y perdiste el propio al azar; contrajiste deudas sagradas, profanando la palabra con el torpe prop?sito de no cumplirla; atento solo al logro del deseo inmoderado, renunciaste el apacible goce de la paz del alma, y al verte ahora abandonado de la fortuna, miserable y harapiento, condenado a una existencia triste y errante, sue?as a?n en la dicha. ?Vana quimera! ?Consuelo que engendra la desesperaci?n! ?In?til porf?a!

--?Basta, basta! --exclam? intentando apartar de m? aquella visi?n--. ?M?s me valiera no haberte conocido!...

Los primeros rayos del sol, dando de lleno en mi rostro, me despertaron.

Recog? el cesto, y retir?ndome a mi buhardilla, dec?a para m?:

--Mis ilusiones se parecen a las de muchos espa?oles, que comen a medias y huelgan por entero: hasta tal punto les preocupa la esperanza de un destino, o de un premio de la loter?a.

?Si sue?an alguna vez en el desenga?o, no despiertan nunca con el sentimiento de la realidad!

LA LOCURA DEL ANARQUISMO

Cartas del doctor Occipucio al abogado Verboso

Al dar fondo en este puerto, tomo la pluma, mi querido amigo, para reiterarle el testimonio de la gratitud m?s sincera y de la admiraci?n m?s entusiasta por el grande y nunca, como se debe, bastante alabado servicio que la elocuencia arrebatadora de usted prest? a la noble causa de la ciencia y de la humanidad doliente.

Todav?a resuenan en mi o?do aquellos conmovedores y magistrales discursos, en los cuales de manera tan admirable supo usted hermanar la dial?ctica irrefutable con la fuerza de expresi?n persuasiva, probando la irresponsabilidad de los anarquistas autores y c?mplices de la espantosa cat?strofe de Blandebuena. ?Con qu? claridad y precisi?n, y al alcance de la indocta multitud, expuso usted las teor?as de la moderna ciencia frenol?gica! ?Oh! ?C?mo puso usted de manifiesto, con el comp?s en la mano, la configuraci?n craneal de los acusados, y el desequilibrio completo que en ellos se advierte! <> exclamaba usted, y luego prosegu?a: <> ?Qu? per?odo tan asombroso el del ep?logo, cuando usted, dirigi?ndose al Jurado, habl? de los tremendos cr?menes jur?dicos perpetrados por el desconocimiento, el olvido o el desprecio de la ciencia!

?Subyugar y mover a piedad al auditorio, que hab?a aplaudido estrepitosamente la acusaci?n fiscal; convencer y persuadir al Jurado y arrancar de manos del verdugo a veinte seres humanos! ?Jam?s la palabra alcanz? mayor triunfo!

Reconocida la irresponsabilidad de los reos, el tribunal, como usted sabe, dispuso que fuesen encerrados en un manicomio; pero el Gobierno, usando de facultades extraordinarias, orden? su deportaci?n a las islas Carolinas, donde se fundar? una colonia con destino a los anarquistas declarados locos por veredicto del Jurado.

El ministro de la Gobernaci?n, accediendo a mis reiteradas instancias, me autoriz? a acompa?ar a los deportados y a prestarles los auxilios de la ciencia.

Todos hemos llegado sin novedad a Manila a bordo de un crucero de guerra; y despu?s de proveernos de v?veres y carb?n y de recibir ?rdenes del capit?n general de Filipinas, proseguiremos nuestro viaje a Tomil, en la isla de Yap, capital de las Carolinas Occidentales.

Durante la traves?a de Barcelona a Manila, intentaron amotinarse varios deportados, y el comandante del crucero, que es un se?or que reh?ye toda conversaci?n conmigo, pero que suele sonre?rse al verme, mand? que aquellos infelices dementes fuesen puestos a la barra. Yo quise protestar en nombre de la ciencia; pero mi colega, el m?dico de a bordo, me disuadi? de ello dici?ndome:

?Qu? viaje el de Manila a esta isla! ?No lo olvidar? jam?s! En la ma?ana del 12 del corriente mis pobres enfermos, a causa tal vez de la influencia del clima, dieron muestras de verdaderos arrebatos de demencia, rompiendo varias tablas del sollado donde estaban encerrados, y arroj?ndose de improviso sobre los centinelas. Por fortuna tuvieron estos tiempo de hacer fuego, y tomando las armas la tripulaci?n, que estaba sobre cubierta ocupada en el baldeo, logr? sofocar el mot?n y reducir a los revoltosos.

En el acto se form? sumaria, resultando de ella el descubrimiento de una conspiraci?n entre algunos deportados para volar el crucero. Se prob? tambi?n que abrigaban el prop?sito de apoderarse de los botes y ponerse a salvo. ?A pesar de su locura, no hab?an perdido el instinto de conservaci?n!

Reuniose poco despu?s el Consejo de guerra, actuando de presidente el comandante del barco, de fiscal un teniente de nav?o, y de defensor un alf?rez, siendo condenados a muerte cinco de los reos, o?do el dictamen del m?dico de a bordo, quien sostuvo que todos gozaban de cabal juicio.

El comandante contest? a mi carta imponi?ndome tres d?as de barra, y los cinco reos, sujetos con fuertes ligaduras a las serviolas, fueron pasados por las armas.

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