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Munafa ebook

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Read Ebook: Amor y llanto by Sinu S De Marco Mar A Del Pilar

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Ebook has 2384 lines and 81694 words, and 48 pages

Fruela los m?s feroces y b?rbaros celos.

Aurelio era el retrato vivo de su padre Alfonso el Cat?lico: ten?a, como ?l, esa hermosura austera y varonil que se advert?a tambi?n en Fruela, aunque alterada por los des?rdenes y por las fatigas de la caza; empero su car?cter difer?a mucho del de su augusto padre, participando m?s bien de la dureza y crueldad de el del rey su hermano; como Fruela, era valiente hasta la fiereza, y ten?a, como ?l, instintos sanguinarios y duro coraz?n; su fe, no obstante, era inviolable, sus afecciones sinceras y su lealtad sin l?mites; todos los amores de su vida se hallaban concentrados en Bimarano, de quien jam?s se hab?a separado, y cuya natural dulzura era lo ?nico que pod?a templar su car?cter irascible.

Al ver a Munia, brot? en el coraz?n de Aurelio un sentimiento desconocido: la espl?ndida hermosura de la reina encendi? en su pecho el volc?n de la pasi?n primera, pasi?n que deb?a ser voraz, terrible en su alma juvenil y en?rgica.

No bien se apercibi? de sus sentimientos, corri? a particip?rselos a Bimarano; pero este con dulce firmeza le aconsej? que no alimentase culpables esperanzas ni destruyese la paz de la conciencia de la reina, ?nico bien que pod?a consolarla en medio de los dolores que el desv?o de su esposo le hac?a sentir.

Aurelio, d?cil como un ni?o a la voz de aquel hermano, a quien tanto amaba, encerr? su pasi?n en lo m?s ?ntimo de su pecho, haciendo penosos esfuerzos para ahogarla; mas en vano se lanz? a esta desesperada lucha, porque no consigui? otra cosa que avivar el fuego que le abrasaba, y la serena mirada de Bimarano se apart? horrorizada m?s de una vez del fondo del coraz?n de Aurelio, donde estaba acostumbrado a leer como en un libro abierto, convencido de que el fatal amor que este concibiera, se hizo incurable al dejar la blanca senda de la adolescencia por el camino sembrado de abismos de la juventud.

Bimarano, el hermoso, el apacible joven amaba tambi?n: la hermana del conde de Cangas, se?or de Cangas de On?s, hab?a hecho una profunda impresi?n en su alma, y el mismo d?a en que le declar? su amor y obtuvo la seguridad de ser correspondido, pidi? al rey permiso para casarse.

Don Fruela no tuvo entonces por conveniente otorgar su consentimiento a tal enlace: conoc?a a la hermosa Sancha, y aunque no hab?a fijado la atenci?n en ella mientras fue libre, el d?a mismo en que la vio ligada a su hermano, se acord? de que era la doncella m?s hechicera de su corte y pens? en hacerla suya antes de darla al infante.

Declar? una parte de sus miras al conde de Cangas, y este sagaz cortesano neg? la entrada en su castillo al infante, y abri? sus puertas al rey, halagado con la esperanza de medrar.

Empero, los obst?culos no extinguieron ni disminuyeron siquiera el amor que ambos j?venes se profesaban.

Sancha, en la imposibilidad de ver a su amante durante el d?a, y arrastrada por la fuerza de su pasi?n, franqueaba por la noche una de las ventanas de su aposento a Bimarano, con quien sosten?a dulces pl?ticas mientras dorm?an sus perseguidores.

Diez meses despu?s de la noche primera en que Bimarano penetr? en la estancia de Sancha, dio esta a luz un ni?o, cuyo acontecimiento descubri? a los amantes.

El conde hizo bautizar al reci?n nacido con el nombre de Bermudo, aparentando gran c?lera, pero gozoso en su interior, porque el nacimiento de aquel ni?o aseguraba el enlace de su hermana con un pr?ncipe real.

Por su parte, Bimarano reconoci? por suyo al hijo de Sancha y consigui? del conde algunas entrevistas con ella, que ten?an lugar, para que el rey no se apercibiese, en la habitaci?n m?s retirada del castillo.

La pasi?n de don Fruela creci? con la resistencia; lo que al principio hab?a sido un solo capricho, lleg? a convertirse en el amor m?s profundo y verdadero que sinti? en su vida: al ver a Sancha madre, y por consiguiente ligada con un lazo indisoluble a su hermano, su pasi?n se acrecent? furiosamente y resolvi? robarle su hijo, para obligarla de este modo a ceder a sus deseos.

Largo tiempo medit? este proyecto; mas un resto de piedad hacia su esposa le conten?a. Munia acababa de dar a luz una ni?a, a la cual se puso por nombre Jimena, y que m?s adelante fue esposa del desgraciado conde de Salda?a.

Por fin triunf? su culpable pasi?n del amor que deb?a a su esposa y a sus hijos, y se decidi? a apoderarse del infante Bermudo: mas este cruel designio fue sorprendido por Munia en algunas palabras que se le escaparon en medio del sue?o, y ya se ha visto que puso en salvo al ni?o, ampar?ndolo en sus propias habitaciones.

El amor de Aurelio segu?a mudo, pero ardiente y devastador; la reina nada sospechaba de ?l, y el infante, sin atreverse a romper el silencio, sufr?a los tormentos de un condenado.

?nicamente Adosinda se conservaba dulce y tranquila entre aquella lucha desenfrenada de pasiones. Era el ?ngel bajo cuyas blancas alas iban todos a buscar la paz: ella consolaba a sus hermanos, que la amaban con entra?able afecto, enjugaba el llanto de la reina, dorm?a a Alfonso y a Jimena en su regazo con sencillos cantos, y hasta el mismo Fruela encontraba en ella consuelos, porque, en presencia de aquel querube de bondad y mansedumbre, se calmaban las borrascosas tempestades de su alma.

Adosinda conoc?a los amores desgraciados de Bimarano; la culpable pasi?n del rey hacia Sancha, la amiga de su infancia, y los dolores de la reina, a quien amaba como a una hermana; pero ignoraba completamente el amor de Aurelio a Munia, porque el pr?ncipe respetaba tanto el candor y la santa inocencia de su hermana, que hab?a ocultado cuidadosamente delante de ella hasta la muestra m?s leve de su insensata pasi?n.

Era un secreto que solo sab?an Dios, Bimarano y Aurelio.

LA MUJER FUERTE

Poco tard? la reina en recobrarse del desmayo ocasionado por el terror que le hab?a producido la horrible escena que describimos al final de nuestro cap?tulo segundo; desprendiose de los brazos de Aurelio, que con la cabeza abrasada y el coraz?n palpitante, ya no ten?a fuerzas para sostenerla, y se encamin? a su habitaci?n haciendo una se?a al infante para que la siguiera.

Obedeci? este, y pocos instantes despu?s se encontraban ambos en la c?mara de la reina, guardada por dos soldados de aspecto rudo y cubiertos de acero.

La reina se dirigi? a un extremo de la c?mara y abri? una puerta disimulada en los tapices; tras de ella apareci? otra peque?a estancia en la cual penetr? Munia con Aurelio, y cuya puerta cerr? este a una indicaci?n de aquella.

En el fondo del aposento y durmiendo sobre un reducido lecho, hall?base un ni?o de pocos meses, abrigado con un rop?n de seda: era hermoso, de fisonom?a dulce e inteligente, y sus rizos casta?os cubr?an una parte de su blanco y suave rostro.

Inmediato al lecho, velaba un anciano monta??s con una jabalina preparada y un arco montado: su aspecto decidido y arrogante dec?a bien claro que estaba all? para defender al ni?o y que no se lo dejar?a arrebatar sin oponer una temeraria resistencia.

--?Ha llegado alguno a la puerta, Antar? --pregunt? la reina al monta??s, que al verla con el pr?ncipe hab?a echado a la espalda la capucha de lana burda de su sayo.

--Solo la princesa Adosinda, a la cual dej? pasar por no oponerse a ello tus ?rdenes, se?ora --contest? el anciano.

--Est? bien; mi muy amada hermana puede entrar aqu?.

La reina tom? a Aurelio por la mano sin notar el estremecimiento que, al contacto de la suya, agitaba la diestra del pr?ncipe, y se aproxim? con ?l al lecho.

--?Amas mucho a tu hermano, Aurelio? --le pregunt? mir?ndole con fijeza.

--Mucho --contest? el infante con voz firme y sin desviar los ojos del semblante de Munia, no obstante sentirse desfallecer con su mirada.

--?Ser? tan grande ese amor que te anime a salvar a su hijo, sin temor a la c?lera del rey?

--S? --volvi? a contestar Aurelio con entereza.

--?S?lvale, pues, hermano! --exclam? la generosa reina, de cuyos ojos brotaron dos gruesas l?grimas--. ?S?lvale, y Dios te otorgue el premio de tan noble acci?n!

Munia oprimi? entre las suyas las manos del infante, que se apoy? en la pared para no caer.

--Salvando a ese inocente --continu? la reina se?alando al ni?o--, libras a tu hermano y a tu rey, que es mi esposo, de cometer un odioso crimen. ?S?! --prosigui? en voz baja y temblorosa al ver al monta??s retirado a una respetuosa distancia--. ?S?! ?Librar?s al padre de mis hijos de un crimen odioso, porque o matar? a esta desgraciada criatura para vengarse de los desdenes de su madre, o cuando menos le har? pasar su vida en una prisi?n!...

Call? la reina inclinando la cabeza, como si el horror que aquellos pensamientos le inspiraban aniquilase sus fuerzas; mas pocos instantes despu?s levant? de nuevo su frente p?lida y serena.

--Parte a Navarra, Aurelio --dijo poniendo en los brazos del infante a la pobre criatura, que a la saz?n estaba dormida--; ve al monasterio de Jes?s y conf?a este ni?o a la superiora de parte m?a: cuando est?is libres su padre y t? de la acusaci?n de conspiradores que sobre vosotros pesa, id a buscarle all?, porque por ahora y mientras no salga de su inocente ni?ez, ser?a dif?cil encontrar un asilo m?s seguro para ?l.

El pr?ncipe recibi? al ni?o y le abrig? con el mismo cuidado que hubiera podido emplear su madre.

--Este ni?o es sagrado para m? desde el instante en que t? me lo entregas, se?ora --dijo apoyando sus labios en la diestra de Munia--; si su padre le falta, otro no menos amante ha de encontrar en m?.

Al decir estas palabras, hizo una se?a al monta??s, que le abri? una estrecha puerta situada enfrente del lecho y que estaba practicada en una b?veda de piedra, que sosten?a uno de los ?ngulos del castillo real.

--Vuelve pronto para salvar a Bimarano y a Sancha --murmur? la reina al o?do del pr?ncipe, que ya se deslizaba por una dificultosa escalera formada por las mismas rocas.

Munia le sigui? con los ojos hasta que le vio desaparecer en las sombras de la noche; luego cerr? la puerta y volvi? a dejar en su pebetero de encina la tea con que hab?a alumbrado al pr?ncipe.

En seguida se quit? sus zarcillos de diamantes, despojos de la guerra arrancados por don Fruela a una sultana ?rabe, y se aproxim? al anciano monta??s.

--Toma, mi buen Antar --le dijo present?ndoselos--: yo quisiera tener otra prenda de m?s valor con que recompensar tu fidelidad, pero esto es lo mejor que poseo.

El monta??s dio dos pasos hacia atr?s y una l?grima empa?? el brillo salvaje de sus ojos, casi cubiertos por cerdosas y blancas cejas.

--Guarda tus diamantes, se?ora --dijo con voz alterada--; yo, aunque soy muy pobre, recibo sobrada recompensa con la dicha de haberte servido: solo otra... a?adi? en voz baja y con vacilaci?n, solo otra te pedir?a... si me atreviese.

--Pide, pide, Antar --exclam? Munia.

--?Que me permitas, se?ora, besar la orla de tu manto!

--?Ah, el manto no! --exclam? la reina, de cuyos grandes ojos brot? un caudal de l?grimas--: ?toma, toma mis manos!

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