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Munafa ebook

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Read Ebook: Amor y llanto by Sinu S De Marco Mar A Del Pilar

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Ebook has 2384 lines and 81694 words, and 48 pages

--?Ah, el manto no! --exclam? la reina, de cuyos grandes ojos brot? un caudal de l?grimas--: ?toma, toma mis manos!

Munia tendi? sus manos al anciano Antar que se arrodill? bes?ndolas con adoraci?n.

--?Gracias, Dios m?o! --exclam? despu?s--; ?gracias por haberme concedido besar la mano de una santa!

--Desde hoy, Antar, est?s a mi servicio --dijo la reina--: cuidar?s de mis hijos y me acompa?ar?s a todas partes. S?gueme.

El anciano dirigi? al cielo una ardorosa mirada de gratitud y sigui? a la reina como un sabueso viejo y fiel sigue a su antiguo amo.

UNA MUJER SIN CORAZ?N

Algunos d?as despu?s de la noche en que Aurelio salv? al hijo de su hermano de la c?lera del rey, se encontraban Sancha y Adosinda en la habitaci?n de la primera.

La hermana del conde de Cangas era m?s hermosa que la infanta, pero no se advert?a en ella la expresi?n de pureza que hac?a que Adosinda se asemejase a un ?ngel: por el contrario, ard?a en sus negros y rasgados ojos el fuego de las pasiones, y su tez, aunque blanca, l?mpida y hermosa, era mate y sin transparencia, signo seguro de una naturaleza sensual.

Su estatura era apenas mediana y sus formas redondas y torneadas; le?ase en su marm?rea frente la arrogante firmeza de su alma; en sus negr?simas y pobladas cejas, una gran frialdad de coraz?n; y en sus labios finos y un tanto hundidos en sus extremos, toda la ambici?n y disimulo de su car?cter.

Sancha de Ribadeo hab?a amado con pasi?n a Bimarano porque la sublime hermosura del infante hab?a sido lo ?nico que hiciera latir su coraz?n helado hasta que le vio, a pesar de que contaba veintid?s a?os; su car?cter ambicioso encontr? adem?s ventajoso un enlace con un pr?ncipe real; mas cuando, por la oposici?n del rey, se convenci? de que esta alianza era irrealizable y supo la causa de aquella, no qued? en su coraz?n m?s que el amor sensual que la belleza del infante le inspiraba, y se borraron de su mente las ideas de matrimonio, que poco antes acariciara.

Por m?s que yo crea en la virtud de la mujer; por m?s que la haya defendido en mis escritos, y que est? dispuesta a defenderla siempre; por m?s que yo profese a esa hija del cielo un amoroso culto, s? que en todas las ?pocas ha habido mujeres culpables y capaces de cometer mayores infamias que los hombres m?s depravados. La mujer que no alberga bastante sensibilidad de coraz?n para precaverse del demonio tentador del orgullo; la mujer que se deja dominar de la ambici?n; la que no doma sus pasiones --tan fuertes cuanto d?bil es su organismo-- con el freno sagrado de la religi?n, correr? de abismo en abismo y quiz? dejar? manchada de sangre y cr?menes la senda tortuosa de su vida.

La joven condesa de Ribadeo ten?a al nacer un coraz?n en el pecho; pero perdi? a su madre cuando apenas despuntaba la luz de su raz?n y careciendo tambi?n de padre desde antes de nacer, qued? bajo la tutela de su hermano Eurico, joven de veinte a?os y entregado a todos los vicios.

Sancha creci? en medio de b?quicos festines y de escenas de imp?dicos amores. Aunque Eurico la amaba mucho, no se cuid? de buscar una mujer que velase por ella, ni vio el inconveniente de que fuese servida por escuderos ni m?s ni menos que ?l: limit?base a mandar que atendiesen a la peque?a condesa con preferencia a ?l mismo, y de este modo foment? la soberbia arrogancia que Sancha hered? de su madre, y que una mano previsora y tierna hubiera podido ahogar en su germen.

Cuando la ni?a cumpli? doce a?os, sab?a de memoria el vocabulario amoroso que los hombres de armas de su castillo empleaban con las zafias monta?esas, y hubiera sido dif?cil hacer asomar el rubor a sus mejillas ni aun con las palabras m?s groseras. Eurico, por otra parte, orgulloso de su belleza y de su gracia juvenil, la hac?a asistir a los licenciosos festines que, despu?s de una partida de monter?a, daba a sus amigos y mancebas, y ni las b?quicas canciones, ni el chocar de los vasos, ni el estallido de los besos, ni todo el infernal estruendo de la org?a hac?an alterar la l?mpida blancura del rostro de la noble doncella.

Como debe suponerse, no faltar?an amadores a la joven Sancha, aun antes de salir de la ni?ez; pero su natural fiereza salv? su virtud, y entre los insolentes y desenfrenados j?venes que la rodeaban, no hubo uno solo que pudiera jactarse de haber tocado ni aun el extremo de sus dedos.

Como fiel historiadora, debo decir, sin embargo, que ni uno solo tampoco pens? en pedir su mano a pesar de su hermosura, su nobleza y su opulencia; el hombre ha sido el mismo en todos tiempos, y pocos hab?a entonces, como ahora, que fiasen su nombre y su honra a una mujer cuyo recato y virtud andaban en lenguas, por m?s que reuniese las m?s halag?e?as y seductoras ventajas.

Poco, en verdad, importaba esto a la condesa: sab?a que era bella hasta lo imposible; que ten?a un gran t?tulo enteramente independiente del de su hermano, cuyo condado era adem?s tributario del suyo, y que hubiera desde?ado hasta de aceptar por estribo, para montar en su blanca hacanea, la rodilla del m?s noble y rico de sus numerosos amadores.

Cuando cumpli? catorce a?os determin? emanciparse de su hermano y habitar sola uno de los castillos de su propiedad, eligiendo para morada, entre los muchos que pose?a, uno fronterizo, ganado a escala franca por su noble padre pocos a?os antes.

Eurico qued? sobrecogido de espanto al saber esta decisi?n: lo que su hermana iba a hacer equival?a a entregarse a los ?rabes, pues no distando dos millas el primer castillo de estos del que estaba dispuesta a ocupar la atrevida ni?a, deb?a suponerse que no titubear?an en arrollar la fortaleza de la cristiana, llev?ndose a su bella se?ora al har?n del califa.

Pero en vano Eurico expuso a Sancha todas estas razones; en vano le hizo presentes todos los riesgos a que se expon?a.

--Si me cautivan --contest?--, si me llevan a C?rdoba al har?n del califa, yo le obligar? a que se case conmigo y ser? la sultana de occidente.

--?Hermana! --exclam? Eurico, cuyo semblante se cubri? de un subido carm?n--. ?Hermana m?a! ?Puedes olvidarte de que has nacido cristiana?

Sancha se encogi? de hombros con indiferencia: ni siquiera sab?a lo que era ser cristiana; bien es verdad que nadie se lo hab?a explicado tampoco.

Entonces conoci? el conde a d?nde pod?a arrastrar a su hermana el natural bravo e inculto que ?l no hab?a cuidado de dirigir ni dominar: ciego de dolor corri? a Cangas, y ech?ndose a los pies de Alfonso el Cat?lico, le rog? que interpusiese su mediaci?n para impedir tama?a locura.

Aquel buen rey le consol? y le dijo que volviese a su castillo; algunas horas despu?s que ?l lleg? una litera, escoltada por guardias del rey, y seguida de otra en la que iban dos damas ancianas de la servidumbre de la reina. El capit?n de los guardias sac? de su vesta un pergamino enrollado y sellado con el sello real, y lo present? a la condesa que lo ley? r?pidamente.

Mand?basele en ?l partir a Cangas inmediatamente, por estar nombrada dama de la princesa Adosinda, ni?a de muy corta edad.

--Di al rey y a la reina que yo no quiero ser dama de su hija, ni servir a nadie --contest? volviendo la espalda al mensajero.

--Entonces, se?ora, no tomes a ofensa el que te conduzca en mis brazos a tu litera --contest? el anciano capit?n--, porque tengo orden de llevarte de grado o por fuerza.

--?Eso no! --exclam? Sancha ech?ndose hacia atr?s--: ?primero morir, que consentir que tus feas y callosas manos toquen a la condesa de Ribadeo!

Y envolvi?ndose en su manto, sali? serena e impasible sin abrazar a su hermano que, llevado de su ciego cari?o, parti? en seguimiento de su litera.

La dulce y amorosa Ormesinda recibi? a Sancha como la m?s cari?osa madre; pero apart? de ella todo lo posible a la princesa su hija: el nombramiento de dama, hecho en favor de la condesa, era solo honorario, pues apenas ve?a esta a Adosinda, que permanec?a siempre junto a la reina.

En el castillo real fue en donde la joven condesa adquiri? las primeras nociones de religi?n y de virtud; pero su coraz?n, naturalmente duro y viciado adem?s por perniciosos ejemplos, se mantuvo cerrado a las santas m?ximas que Ormesinda se esforzaba por infiltrar en ?l: la viva inteligencia y el perspicaz talento de la joven deb?an, sin embargo, sacar alg?n fruto de aquellas lecciones, y el fruto fue proporcionado a la bondad de la tierra donde la mano piadosa de Ormesinda sembraba la semilla. Sancha adquiri? una profunda y sorprendente hipocres?a y aprendi? a revestirse de las formas de la virtud de una manera tan perfecta, que enga?? no solamente a la c?ndida y santa reina, sino tambi?n a su hermano, lo cual era algo m?s dif?cil, por lo bien que la conoc?a.

A la muerte de Alfonso el Cat?lico y de Ormesinda, acaecidas ambas con cortos meses de intervalo, volvi? Sancha al lado de Eurico sin conocer apenas a los infantes hu?rfanos, porque Fruela guerreaba contra los infieles en las fronteras de Galicia, y Bimarano y Aurelio, adem?s de ser ni?os, habitaban el extremo opuesto del real castillo.

El conde de Cangas asisti? con su hermana a todas las fiestas de la coronaci?n de Fruela I; y cuando el nuevo rey fij? su corte en Pravia, la proximidad del castillo real con el que habitaban Eurico y Sancha hizo mayor la intimidad de ambos j?venes con el rey y sus hermanos.

Adosinda, en particular, se acogi? a la amistad de Sancha con el m?s tierno entusiasmo: la pobre ni?a se hallaba aislada desde que hab?a perdido a su madre, y su dulce coraz?n se volvi? entero a la condesa, porque ella le recordaba los serenos y apacibles d?as de su infancia.

Sancha, por su parte, le pagaba su cari?o en cuanto permit?a su coraz?n helado y ego?sta, y es seguro que jam?s profes? a nadie tan apasionado afecto como a la infanta.

Lleg? por fin un d?a en que la llama del amor penetr? en su alma, alumbr?ndola no con la luz pur?sima que derrama en las almas privilegiadas, sino con un resplandor desconocido: la hermosura de Bimarano la deslumbr?, y sus dulces y apasionadas palabras hicieron latir su coraz?n con una fuerza ins?lita; pero ya hemos dicho que no bien conoci? los designios del rey renunci? a unirse con su hermano, anidando solo en su pecho el amor sensual, ?nico durable en su pervertida naturaleza.

Poco, pues, tuvo que hacer el infante para triunfar de la virtud de Sancha: cuando dio esta a luz a su hijo, ni uno solo de los m?sculos de su rostro se anim? con una expresi?n de dicha; supo que su hermano se hab?a apoderado de ?l sin derramar una l?grima, y cuando Eurico entreg? el ni?o a Antar para ponerle bajo la salvaguardia de la reina Munia, ni siquiera pidi? que le dejasen imprimir un beso en su frente, ni se inform? de cu?ndo le volver?a a ver.

A pesar del amor que Eurico profesaba a su hermana, su indignaci?n fue viva y profunda al advertir en ella tanta dureza: resolvi? guardar aquel ni?o, que era una prenda de alianza con la familia real, y para ello no hall? medio m?s seguro que encomendarlo al cuidado de la reina, aparentando adem?s, sin embargo, favorecer la pasi?n que el rey don Fruela alimentaba por Sancha.

Cuando Bimarano, en la fuerza de su desesperaci?n, arrebat? a la condesa del castillo, los dos hermanos obraron seg?n sus designios: Eurico cre?a as? libre a Sancha de la culpable pasi?n del rey, y, persuadi?ndose de que estaba sinceramente enamorado del infante, pens? que el mejor medio de apresurar la uni?n de los dos j?venes era no oponerse a su fuga. Pero el decoro de su nombre le oblig? a salir a la poterna de su castillo a la cabeza de sus hombres de armas, no sin dejar antes lugar a los fugitivos para que se alejasen.

Por lo que hace a Sancha, fingi? acceder a las apasionadas s?plicas de su amante y se dej? llevar sin resistencia; mas su prop?sito era negarse despu?s obstinadamente a su enlace con Bimarano y escribir al rey poni?ndose bajo su amparo. Para ella no era nada que el infeliz y leal pr?ncipe pagase su amor con la prisi?n y la muerte; su genio infernal hab?a columbrado una corona y un ata?d, en el cual dorm?a el sue?o eterno la noble esposa de don Fruela I; m?s de una vez, cuando iba en los brazos del infante, durante su desesperada fuga, hab?a llevado sus manos a la frente como para cerciorarse de que podr?a sostener la diadema real de Asturias y Galicia.

Pero al verse cercada de mort?feras jabalinas, cuando por una ca?da de su amante logr? Eurico, aunque bien a su pesar, llegar hasta ellos, qued? desmayada, porque aquel demonio no carec?a, para ser m?s tentador, de la debilidad que hace tan atractiva a la mujer.

?NGEL DE LUZ Y ?NGEL DE TINIEBLAS

Sentada Adosinda enfrente de la condesa de Ribadeo, ten?a cogida una de sus manos y clavaba en su semblante sus grandes y hermosos ojos azules. Sancha, por el contrario, miraba con indiferencia la pendiente monta?a sobre la cual se asentaba su castillo, y sus fogosos y apasionados ojos negros vagaban inciertos por los picos de las rocas que algunos d?as antes, y en medio de las tinieblas de una medrosa noche, hab?a saltado Bimarano llev?ndola en sus brazos.

Los sitiales de entrambas estaban colocados junto a la ojival ventana de la c?mara de la condesa, y el sol moribundo de la tarde, resbalando por los espesos y lucientes rizos negros de Sancha, hac?a brillar los f?lgidos destellos de algunas sartas de gruesos corales que se enredaban en ellos.

Un brial rojo, de lana fina como la p?rpura de Alepo, se plegaba en derredor de su talle robusto y voluptuoso descubriendo su redondo cuello y la mitad de sus torneados brazos, blancos y puros como apretada nieve.

Su boca peque?a, y de labios finos y delicados, era m?s roja y fresca que el coral que fulguraba en sus cabellos; su nariz recta y tambi?n peque?a se dilataba a cada aspiraci?n, como absorbiendo el aire que parec?a preciso a su seno alto, palpitante y tentador.

La infanta, vestida con una larga t?nica blanca y ce?idos sus rubios cabellos, que se recog?an en riqu?simas y apretadas trenzas, con una banda azul, se asemejaba a una visi?n ang?lica.

Un suave sonrosado, comparable al matiz de una rosa blanca, cubr?a sus mejillas, cuya nitidez ten?a algo de di?fana: su boca suspirante no ostentaba el lascivo carm?n que vest?a los labios de Sancha, y su puro y rosado arrebol la hac?a m?s dulce e inocente.

La hermosura de la condesa, ataviada de p?rpura, era un tanto siniestra e infernal; la belleza de Adosinda, velada por su blanco ropaje, era celeste y santa.

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