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Munafa ebook

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Read Ebook: Memorias de un cortesano de 1815 by P Rez Gald S Benito

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Ebook has 1243 lines and 52763 words, and 25 pages

--Es verdad --dijo al fin--. Ya lo sab?a... pero eso no tiene nada de particular. Antonio Moreno era... un excelente profesor de cabezas... No debe olvidarse que en Valencia sirvi? de amanuense cuando se redact? el c?lebre decreto del 4.

--?Consejero de Hacienda! --exclam? yo alzando los brazos--. ?Consejero de Hacienda un vil peluquero!

--Pero a nosotros, ?qu? nos importa? All? se las compongan... Dime t?, ?qu? pedazo de pan nos quitan de la boca, haciendo a Moreno consejero? Adem?s, el honor de haber redactado tan sublime documento, merece perpetuarse con una posici?n decente... ?Qu? piensas? ?Qu? opinas? ?Por qu? has hecho ese gesto de monja escandalizada, cuando he nombrado el decreto del 4 de mayo? ?No te gusta? ?No te parece categ?rico? ?No lo crees una obra admirable y que nada deja que desear?

Yo callaba, porque mil dudas y desconfianzas ocupaban mi esp?ritu.

--Esa es mi opini?n. Con eso bastaba. Pero m?s arriba, el rey, obedeciendo a p?rfidas inspiraciones, ha dicho que aborrece el despotismo, que convocar? Cortes, que establecer? la seguridad individual, con otras zarandajas que, o mucho me enga?o, o son el primer paso para volver a las andadas, mi se?or don Buenaventura.

--Pero ven ac?, majadero impenitente, ?cu?ndo has visto que tales f?rmulas sean otra cosa que una satisfacci?n dada a esas entrometidas naciones de Europa, que quieren ver las cosas de Espa?a marchando al comp?s y medida de lo que pasa m?s all? de los Pirineos? R?ete de f?rmulas. No se pueden hacer, ni menos decir, las cosas tan en crudo que los afeminados cortesanos de Francia, Inglaterra y Prusia se escandalicen. ?Reunir Cortes! Primero se hundir? el cielo que verse tal plaga en Espa?a, mientras alumbre el sol... ?Seguridad individual! ?Bonito andar?a el reino, si se diesen leyes para que los vasallos obraran libremente dentro de ellas, y se dictaran reglas para enjuiciar, y se concedieran garant?as a la acci?n de gente tan ingobernable, d?scola y revoltosa! El rey, sus ministros y esos sapient?simos y ?tiles Consejos y Salas, sin cuyo dictamen no saben los espa?oles d?nde tienen el brazo derecho, bastan para consolidar el m?s admirable gobierno que han visto humanos ojos. As? es y as? seguir? por los siglos de los siglos... ?Eres tan tonto que crees en manifiestos de reyes? Como los de los revolucionarios, dicen lo que no se ha de cumplir y lo que exigen las circunstancias. Bajo las fugaces palabras est?n las inm?viles ideas, como bajo las vagas nubes las monta?as ingentes, que no dan un paso adelante ni atr?s. Las nubes pasan y los montes se quedan como estaban. As? es el absolutismo, hijo m?o: sus palabras podr?n ser bonitas, rosadas, luminosas y movibles; pero sus ideas son fijas, inmutables, pesadas. No mires lo de fuera, sino lo de dentro. Estudia el coraz?n de los hombres y no atiendas a lo que articulan los labios, que siempre han de pagar tributo a las conveniencias, a la moda, a las preocupaciones...

Don Buenaventura se expresaba con calor. No me atrev? a contestarle, y mis pensamientos se acomodaron a los suyos, como suced?a casi siempre que habl?bamos de pol?tica.

--?Ah! Se me olvidaba una cosa --exclam? despu?s de breve pausa--: ya he dicho al ministro que te exima durante algunos d?as de ir a la oficina. Es preciso que me ayudes en este delicado negocio que tengo entre manos... Ya sabes que Su Majestad me ha nombrado fiscal de la Comisi?n de Estado que ha de sentenciar a los presos de la noche del 10.

--Tarea f?cil, a mi modo de ver, mientras no desaparezcan del mapa Melilla, Ceuta y el Pe??n.

--El conde del Montijo...

--Asegura que los liberales formaron causa al rey en un caf? de C?diz y le condenaron a muerte.

--Ostolaza...

--La persecuci?n del obispo de Orense y del marqu?s del Palacio, as? como el destierro del nuncio se?or Gravina, son materia abundante.

--Abundant?sima.

--Sin duda. ?No est? all? escrito que el danzante de Mart?nez de la Rosa propuso fuera condenado a muerte el que propusiese adici?n o reforma en la Constituci?n de C?diz?

--?Y qu? m?s, mi querido Bragas! ?No consta en el libro de las sesiones la abominable expresi?n de Canga Arg?elles?

--As? mismo lo dijo.

--Delicios?simo, amigo Bragas. Tras los diccionaristas y gaceteros, viene la pestilente chusma de poetas, a quienes es preciso tambi?n poner como nuevos. Ah? tienes, por ejemplo, a S?nchez Barbero.

--El autor de aquellos versitos:

Aqu? nosotros los sagrados dones De independencia y libertad gozamos, Y monarca, no d?spota, juramos.

--Yo tambi?n me acuerdo, yo tambi?n --exclam? con j?bilo mi amigo--. El infame bibliotecario de San Isidro se despach? a su gusto en estas endechas:

--Guti?rrez de Ter?n firm? como secretario el manifiesto de 19 de febrero, que era la segunda parte del tal decreto.

--Y Feli? lo le?a a voz en cuello en los caf?s.

--A donde iban a emborracharse.

... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...

Don Buenaventura tomaba apuntes, demostrando a cada nueva adquisici?n cierta alegr?a pueril. Como hombre que en el cumplimiento de sus deberes y en el servicio del rey y del estado pon?a su alma toda entera, sin proceder jam?s de ligero en ning?n asunto grave, allegaba cuantos datos pudieran ilustrar su entendimiento en materia tan ardua, y con ansiedad de avariento los iba guardando. El buen se?or se ve?a precisado a sentenciar a muerte o a presidio a unos cuantos malvados, y no pudiendo hacerse esto rectamente sin pruebas, las buscaba para que aquellos infelices no fueran al pat?bulo sin saber por qu?. ?Tunantes! ?Cu?ndo merecieron ellos tropezar con var?n tan justo, tan humanitario y compasivo como aquel! ?Ni c?mo hab?an ellos de so?ar que, merced a los cristianos sentimientos de tan ejemplar magistrado, enemigo del derramamiento de sangre, se ver?an galardonados, como quien dice, con unos cuantos a?os de presidio en vez de la horca que merec?an!

M?s adelante se sabr? su destino; que ahora no puedo levantar mano del trabajo de mi propia historia, en la cual ocupan lugar muy preferente los sucesos que se ver?n a continuaci?n.

Siempre fui hombre que lo mismo serv?a para un fregado que para un barrido, y de tanta actividad que solapadamente me multiplicaba, esclavo de diversas y contrapuestas obligaciones, atento siempre al servicio del estado y a mi propio inter?s, como Dios manda, vigilante y despierto en todos los momentos de la vida para que ninguna ocasi?n de ganancia se me escapase, y con cien ojos puestos en el panorama de los acontecimientos para sacar de ellos provecho. As? es que ayudaba a don Buenaventura en sus quebraderos de cabeza dentro de la Comisi?n de Estado, y serv?a mi plaza en Paja y Utensilios, mereciendo pl?cemes sinceros del jefe, y no poca envidia de mis compa?eros. En poco tiempo supe conquistar la amistad de muchos personajes eminentes de aquella era feliz, tales como don Blas Ostolaza, espejo de los predicadores, confesor del infante don Carlos y hombre de much?simo influjo; don Pedro Ceballos; don Juan Lozano de Torres; don Juan P?rez Villamil, c?lebre por lo de M?stoles; don Pedro Labrador, el incomparable diplom?tico que en el Consejo de Viena dej? pasmados a todos los embajadores de las grandes potencias; don Miguel de Lardiz?bal, ministro de Indias; el gran magistrado don Ignacio Villela; el se?or Vadillo, alcalde de Casa y Corte, y otros muchos individuos tan insignes, tan eminentes, que bien pod?a decirse de ellos que ten?an las cabezas podridas de talento.

Unas veces era preciso conseguir moratoria de diez a?os para que tal o cual duque no se viese importunado por los est?pidos de sus acreedores... Otras veces hab?a que beber los vientos para conseguir que el fuero del Honrado Concejo amparase a Fulanito, en cuyo caso, y mientras aquel decidiera, este no ten?a que apurarse por la frusler?a del pago de sus arrendamientos... Pues ?y cu?ndo hab?a que conseguir de la sala de Alcaldes una provisioncita para que en tal o cual pueblo se repartieran los oficios dos o tres individuos de una familia, de modo que por ser hermanos el alcalde, el secretario, el escribano y el procurador s?ndico, no hab?a la m?s m?nima disputa en el arreglo del com?n? Existiendo estos asuntillos, era necesario entonces tener en Madrid un amigo listo y de mucha mano en las oficinas, para que volviese lo blanco negro y lo verde encarnado en las cuentas, para que visitase a alg?n se?or del Consejo y con ?l se entendiese; que si no, capaz era el tal Consejo de darse de calabazadas por averiguar d?nde se hab?a escurrido alg?n terreno bald?o rematado en tiempo de los franceses...

Tambi?n sol?an ocuparme los se?ores de Madrid y muchos de provincias en diversos negocios referentes a Tercias Reales, o ciertos atrasillos de Alcabalas, a compaginar las cuentas del receptor de bulas de tal pueblo para que no apareciesen distintas de las del alcalde, a resucitar cu?l expediente de Manda P?a forzosa, a?adi?ndole un par de planas a la antigua, tan diestramente imitadas que ni aun les faltaba la polilla, y... ?para qu? cansar m?s?... ocup?banme en todo lo que fuese del mangoneo subterr?neo de las oficinas, pues yo, por mi ?ndole rebuscona, mi car?cter dulce, y la prodigiosa facultad de insinuaci?n que me otorg? Natura, hab?a establecido una red oculta, hilos de connivencia tendidos de covachuela en covachuela y de despacho en despacho, con tal arte que nada me era dif?cil.

Verdad es que algunos envidiosos dieron en decir que se deshonraban teni?ndome a su lado, y hasta se susurr? que Su Excelencia quer?a echarme a la calle... ; pero yo ten?a muy buenos asideros en la administraci?n y de todo me burlaba. Antes hubieran movido de sus gran?ticos cimientos el Escorial, que moverme a m? de mi silla en Paja y Utensilios. Como que mis calumniadores eran unos pobres papanatas que apenas sab?an hacer otra cosa que el trabajo material de su oficina, y as? era de ver el mal trato de sus casas, pues muchos de ellos no ten?an camisa que poner a sus chiquillos. En cuanto al aspecto de sus rostros y personas, daba grima verles, seg?n estaban de rotos, descomidos y trasijados, y no pod?a uno menos de avergonzarse al pensar qu? idea formar?an de la administraci?n espa?ola los extranjeros que acertaran a conocerles.

Mi casa, por el contrario, era una tierra de promisi?n. ?Bendito sea Dios que a nadie desampara! Tan pronto ven?a la caja de dulce como la tarea de chocolate macho, ora las sartas de chorizos, ora un par de jamones: el plato de leche no faltaba nunca en las solemnidades, ni el par de capones en 24 de julio... en fin, aquello parec?a una colmena. Tanto iban creciendo mi clientela y buena suerte, que me ocurri? poner una agencia de negocios. Hab?a que ver c?mo me solicitaban damas, oficiales, can?nigos, marquesitos, ?qu? digo?... ?hasta un se?or obispo me honr? con su confianza! Mi nombre fue bien pronto conocido en todo Madrid, quiz?s en todo el reino y sus Indias; transformose mi persona; me sent? crecer, ?oh!, crecer hasta sobresalir por encima de las eminencias cortesanas; vi bajo mis pies a muchos de carroza y venera; mir? cara a cara el sol de la grandeza y del poder, y la ambici?n empez? a morderme las entra?as; ?pero qu? ambici?n y qu? entra?as las m?as!

Entre tanto, mi don Buenaventura segu?a enredado con los procesos, sin acertar a despacharlos. Las causas eran un embrollo est?pido, y en ellas no constaba nada positivo ni terminante, por lo cual los tontainas de la Comisi?n de Estado no acertaban a condenar a muerte a ning?n diputadillo. Lleno de ansiedad el rey porque se hiciera pronta justicia, nombr? una segunda Comisi?n de Estado, y como esta se atascara tambi?n, fue preciso designar la tercera, hasta que el gobierno se cans? de Comisiones que nada hac?an, y supo dictar por s? aquella saludable medida que cort? de plano la cuesti?n. H?zolo, si se quiere, por humanidad, pues a los infelices diputados que se estaban pudriendo en las f?tidas mazmorras de Madrid les ven?a bien tomar los salut?feros aires de Melilla y el Pe??n por ocho o diez a?os.

Y no se crea que un rey tan recto y tan celoso por el buen gobierno se dorm?a en las pajas. ?l mismo extendi? de su real pu?o una orden disponiendo que el se?or Arg?elles no se moviese de Ceuta durante ocho a?os, sin duda porque as? conven?a a la quebrantada salud del divino asturiano.

Este decreto contra los diputados y el que en 30 de mayo de 1814 se dio contra los afrancesados que estaban en la emigraci?n, adem?s de sus ventajas como contraveneno del constitucionalismo, ofreci? el inestimable beneficio de librarnos de toda la plaga de literatos, poetas y prosadores que desde a?os atr?s hab?an empezado a infestar al pa?s. Pues no s?... ?Si no andan listos nuestros gobernantes, buenas se hubieran puesto las cosas! De seguro que Morat?n nos habr?a aturdido con sus comedias y Mel?ndez con su pastoril caramillo, y Gallego con su retumbante trompa. De fijo que Quintana y S?nchez Barbero, Burgos y Lista, Tapia y Mart?nez de la Rosa habr?an lanzado sobre la afligida naci?n un diluvio de obras po?ticas de diversos g?neros, teniendo despu?s el descaro de pretender que el p?blico se las pagara en ?poca de tan poco dinero. Tambi?n Conde y Toreno nos hubieran mareado con sus historietas, y Antill?n y Ciscar con sus obras cient?ficas, soliviantando a la naci?n y metiendo ruido, para que los espa?oles despertaran del pl?cido letargo sabroso en que por fortuna viv?an entonces.

Verdad es que ten?an en su auxilio a multitud de patricios vehementes que delataban sin cesar a los p?caros, refiriendo lo que oyeron tres a?os antes y descifrando minuciosa y h?bilmente el pensamiento de tal o cual persona. La delaci?n, ?ay!, no era cosa f?cil, sino muy trabajosa y comprometida, porque hab?a que meterse en las casas fingi?ndose amigo, interceptar cartas en el correo, seducir a los criados, enga?ar a los tontos y llevarles a los caf?s, excit?ndoles a hablar; en fin, era obra dif?cil, a la cual solo pod?an hacer frente la mucha fe y el desmedido amor al monarca.

No se crea que este dej? sin premio tan grandes virtudes y la abnegaci?n de aquellos leales sujetos que olvidaban los menesteres de sus casas para meterse en las ajenas; no, aquel sabio gobierno premi? largamente a los delatores, dando a unos el privilegio de abastos de tal villa; a otros una plaza de fiel de matanza; a Fulano una procuradur?a; a Zutano un oficio enajenable, etc., etc.

Tampoco subi? al cadalso do?a Mar?a Villalba, se?ora de mucha bondad y hermosura, seg?n dec?an. S?, ?buena ser?a ella!... ?Qu? puede pensarse de una dama que cometi? la felon?a de escribir en confianza a cierta amiga, cont?ndole algunos lances amorosos del rey?... Afortunadamente el gobierno de entonces ten?a la gracia de que no se escapaba en correos una p?cara carta que contuviese algo importante... ?Y la do?a Mar?a se quedar?a tan fresca, creyendo que su gran crimen no iba a ser descubierto! ?V?ase si vale de mucho el ojo diligente de la Administraci?n; v?anse las ventajas de una estafeta celosa del bien p?blico! Los buenos gobiernos han de estar en todo, y meter la cabeza hasta dentro de las faltriqueras de los gobernados, porque si no... ?No faltaba m?s sino que cada uno pudiera escribir lo que le diese la gana, y despu?s encargar al gobierno la comisi?n de llevarlo!... En fin, do?a Mar?a Villalba fue puesta a la sombra, y si conserv? la vida, fue porque se movieron en su pro muchas personas de influencia y todo Madrid se puso sobre un pie.

Pero todo no hab?a de ser blanduras, porque en aquellos d?as restablecimos la Inquisici?n.

Antes de dar a conocer la tertulia del infante, enumerar? la serie de relaciones que me condujeron a Palacio.

Desde que comenc? a hacerme hombre de pro sol?a visitar a las se?oras de Porre?o, una de ellas hermana del se?or marqu?s de Porre?o, que hab?a muerto poco antes; hija del mismo la otra, y sobrina la tercera. Aquella casa, que ya ven?a muy agrietada desde el siglo anterior, estaba a punto de hundirse completamente, por cuya raz?n las tres excelentes se?oras necesitaban buenos amigos que les ayudaran con amena tertulia y delicado trato a conllevar las pesadumbres de su lamentable decadencia.

En casa de estas se?oras conoc? a don Blas Ostolaza, confesor del infante don Carlos y predicador de Palacio, hombre de los m?s eminentes que han vivido en Espa?a. Eclesi?sticos como aquel debieran nacer aqu? todos los d?as, y aunque saliera uno detr?s de cada piedra, no estar?a de m?s. ?l fue quien felicit? a Fernando desde el p?lpito por el restablecimiento de la Inquisici?n, dici?ndole: <>

Era tan celoso por la causa del rey y del buen r?gimen de la monarqu?a, que si le dejaran, ?Dios poderoso!, habr?a suprimido por innecesaria la mitad de los espa?oles, para que pudiera vivir en paz y disfrutar mansamente de los bienes del reino la otra mitad. Fue de ver c?mo se puso aquel hombre cuando se restableci? la Inquisici?n. Parec?a no caber en su pellejo de puro gozoso. Una sola pena entristec?a su alma cristiana, y era que no le hubieran nombrado Inquisidor general. ?Oh!, entonces no se habr?a dado el esc?ndalo de que se pasearan tranquilamente por Madrid muchos tunantes que ten?an sus casas atestadas de libros y que recib?an gacetas extranjeras sin que nadie se metiese con ellos.

En trat?ndose de p?lpito no hab?a otro. Era cosa de o?rle con la boca abierta, sin perder ni una s?laba de su pasmosa elocuencia. No le hab?an de pedir que hablase de los santos ni de religi?n, que eso era para predicadorcillos de tumba y hachero. ?l, desde que pon?a el pie en la grada, la emprend?a con las Cortes, con los diputados, con las ideas liberales, y mientras m?s hablaba, a?n parec?a que se le quedaban dentro m?s vituperios por decir. En tocando este punto, llevaba hilo de no acabar en tres d?as. La gente se aporreaba en las puertas de los templos para entrar a o?rle, y... no hay que darle vueltas... ni don Ram?n de la Cruz con sus sainetes populares atrajo m?s gente. ?Y c?mo entusiasmaba a la multitud! O?anse gritos dentro de la iglesia, y si al salir de ella hubieran topado los fieles con alg?n liberal, ya habr?a podido este encomendarse al diablo.

Fue en verdad grand?simo error que no le dieran la mitra que pretendi? y por la cual bebi? vientos y tempestades en las antec?maras de Palacio. El se?or Creux, a quien prefirieron, no hab?a revelado tan fielmente como Ostolaza los pensamientos de sus compa?eros los diputados. Pero no era hombre mi don Blas de los que se quedan callados ante el desaire, y volviendo por los fueros de su dignidad ofendida, habl? m?s que siete procuradores, aderezando su charla con cierta intriga un poco subida de punto. Pero ni por esas: en vez de hacerle caso, le mortificaron m?s. No puede darse mayor injusticia. Lleg? la crueldad hasta el extremo de alejarle de la Corte, nombr?ndole director de la Casa de ni?as hu?rfanas de Murcia. Y lo peor es que no par? aqu? la persecuci?n del inimitable don Blas, pues, ?mentira parece!, se dijo que su conducta en el referido colegio no era un modelo de honestidad; y lo aseguraba todo el mundo, siendo tales y tan feos los casos que se contaban, que parec?an pura verdad. Lo que m?s me confirmaba a m?, conocedor de nuestra Justicia, en que don Blas era inocente, fue el ver que le formaron causa. ?Desgraciado sujeto! Preso estuvo en la Cartuja de Sevilla, y despu?s confinado en las Batuecas, consumi?ndose de tristeza. ?Qui?n se lo hab?a de decir a ?l y a todos sus amigos! ?Triste era en verdad considerar incapacitados aquellos grandes br?os que ten?a para todo, oscurecida aquella luminosa facundia para el p?lpito, imposibilitadas aquellas manos de ?ngel para enredar los hilos de la conspiraci?n menuda!

De su piedad y devoci?n, ?qu? puedo decir sino que edificaba a todos, y especialmente al infante, de quien era director espiritual? Pues ?a qui?n sino a mi amigo debi? don Carlos el haber salido tan temeroso de Dios, tan fiel esclavo de los preceptos religiosos, que m?s que pr?ncipe y futuro candidato al trono, parec?a un santo, seg?n era de compungido dentro de la iglesia, y ejemplar fuera de ella en todos sus actos y palabras? Amaba tan entra?ablemente don Carlos a su confesor que no pod?a vivir sin ?l. Rezaban juntos por las noches, y cuando el pr?ncipe se acostaba, Ostolaza, despu?s de decir las ?ltimas oraciones, fervorosamente prosternado ante la imagen de Nuestra Se?ora, rociaba el lecho de Su Alteza con agua bendita para alejar los sue?os pecaminosos.

No se crea por esto que mi amigo era gazmo?o ni melindroso, que esto habr?a sido grave falta en un hombre llamado a las luchas del mundo. Sab?a perfectamente dar a cada hora su propio af?n, concediendo parte del tiempo a las buenas relaciones sociales, porque igualmente se ha de cumplir con Dios y con los hombres. Por tal ley, Ostolaza, luego que dejaba a su hijo espiritual dentro de las purificadas s?banas, bien santiguado y bien rociado por banda y banda, de tal modo que en la alcoba regia se podr?an pasear los serafines; luego que don Blas, repito, desempe?aba as? su dif?cil cargo, se embozaba en su capa, ya avanzada la noche, y corr?a a la calle, apretado por el deseo de compensar los muchos afanes con un poco de libre holganza. Yo no s? a d?nde iba, porque se recataba mucho de los amigos; pero es indudable que no pasaba la noche al raso, ni buscando hierbas a lo anacoreta, ni mirando al cielo como astr?logo. Lo de no querer que sus amigos le vieran a tales horas, y el esconderse de ellos, se explican en var?n tan meticuloso por su deseo de apartarse de los peligros que siempre traen consigo las malas compa??as.

?Ay!, ya no nacen hombres como aquel. No s? qu? se ha hecho del jugo poderoso de esta tierra fecunda. Generaci?n de enanos, mira aqu? los gigantes de que has nacido.

Nos tratamos, como he dicho, en casa de las se?oras de Porre?o. ?l hab?a o?do hablar de m?, y deseaba conocerme. Pidiome el primer d?a de nuestro trato algunos favores, y se los hice con el mayor gozo. No era m?s que emparedar ciertos expedientes de un hermano suyo, teniente de resguardo, a quien la Real Hacienda se hab?a empe?ado en mortificar imp?amente por unas cuentas... ?Pues no se le hab?a antojado al badulaque del ministro oprimir y vejar instituciones tan honradas como las tenencias de resguardo? En fin, todo se arregl? a maravilla, y se acabaron los disgustos. Por mi parte, nada ped? a don Blas sino que me tuviera presente en sus oraciones; pero un d?a, sin previa solicitud, ni esperanza, ni aun sospecha, encontreme ascendido a una plaza de cuarenta mil reales en Tercias Reales.

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