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Munafa ebook

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Read Ebook: La segunda casaca by P Rez Gald S Benito

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Ebook has 1595 lines and 66570 words, and 32 pages

Credits: Ram?n Pajares Box

NOTA DE TRANSCRIPCI?N

EPISODIOS NACIONALES

LA SEGUNDA CASACA

Es propiedad. Queda hecho el dep?sito que marca la ley. Ser?n furtivos los ejemplares que no lleven el sello del autor.

Imprenta de los Sucesores de Hernando, Quintana, 33.

B. P?REZ GALD?S EPISODIOS NACIONALES SEGUNDA SERIE

LA SEGUNDA CASACA

MADRID LIBRER?A DE LOS SUCESORES DE HERNANDO Calle del Arenal, n?m. 11. -- 1909

LA SEGUNDA CASACA

?Miserables, bullangueros! ?Qu? volc?n os escupi? de su pecho sulf?reo, qu? infierno os vomit?, que hidra venenosa os llev? en sus entra?as? No os contentabais con aullar en los presidios, clamando contra nosotros y contra la augusta majestad soberana del mejor de los reyes, sino que tambi?n, ?oh vileza!, agitasteis con nefandas conspiraciones la Pen?nsula toda, amenaz?ndonos con un nuevo triunfo de la aborrecida revoluci?n. Despu?s de insultar a todos los que compon?amos aquel admirable conjunto y oligarqu?a poderosa, para mangonear en lo peque?o y lo grande, con el reino en un pu?o y el trono en otro, os atrevisteis a conjuraros con descontentos militares y paisanos inquietos para cambiar el gobierno. ?Trece veces, trece veces alz? su horrible cabeza y clav? en nosotros sus sanguinolentos ojos el monstruo de la revoluci?n! Trece veces temblaron nuestras pobres carnes, cubri?ndose del sudor de la congoja y susto que tales tentativas de desorden nos produc?an. As? es que, en medio de la privanza y regalo en que viv?amos, se nos pod?a ahorcar con un cabello, y al despertar cada ma?ana, nos pregunt?bamos si hab?a llegado ya la hora de bajar del machito.

?Trece veces, trece conspiraciones! Al ver tal insistencia y la endemoniada tenacidad de aquella gente, que al pie de los cadalsos donde expiraba una conjuraci?n, comenzaba a tender los hilos de otra, cualquiera hubiera cre?do que el despotismo era la peor cosa del mundo, y que el afligido reino no se consideraba con vida hasta no sacud?rselo de encima. ?Embrollones, farsantes, que as? desdoraban una instituci?n tan buena!

No quiero seguir adelante sin contar las abortadas conspiraciones que yo recuerdo:

La 14 se ver? m?s adelante.

Otro m?s celoso por la causa del rey y por la monarqu?a absoluta no naci? de madre. En su amor inmenso, en su fervor entusiasta y en su religiosa devoci?n por la patria inmutable, no hab?a sutilezas ni distingos, ni cab?an transacci?n ni arreglo alguno. Para ?l la templanza era traici?n. Miraba al liberalismo como una especie de horrenda herej?a, m?s digna a?n del fuego que las de Lutero y Calvino. Juntaba la religi?n con la pol?tica, haciendo de todas las creencias una fe sola o un solo pecado, y hab?a amalgamado dogmas y opiniones, haciendo un evangelio en el cual El?o no era menos que un ap?stol. Comprend?a que el sol se ennegreciera; pero no que sus principios pudieran variar. Seg?n ?l, la sociedad estaba perfectamente arreglada tal como entonces la conoc?amos, y constituida por leyes tan inmutables como las del mundo f?sico. Discutiendo, no ced?a ni una pulgada de su terreno.

--Mis principios --dec?a--, estos principios que sustento, no son m?os, son de Dios, y no se puede ceder ni un ?pice de lo ajeno. La maldad de los hombres no puede nada contra mis principios. Me vencer? la violencia; pero no me convencer? el sofisma. La infame revoluci?n podr? triunfar un d?a por expreso consentimiento de Dios; pero aun triunfante, no dejar? de ser alc?zar de pecados fundado sobre la arena de la traici?n.

Hab?a venido don Miguel a la corte a varios asuntos privados y del com?n. Era hombre que no se acobardaba ante los desaires de las oficinas, ni ante la tiesura y desd?n de los personajes m?s envanecidos. Tuvo la dicha de encontrarme despu?s de dar los primeros pasos en la corte, y nos entendimos perfectamente. Todo aquello que pod?a resolverse con facilidad, fue arreglado entre los dos, sin que jam?s frunci?ramos el ce?o por palabra ni por peseta de m?s o de menos. Don Miguel hab?a tra?do un bols?n de cuero lleno de onzas de oro, y siempre que ech?bamos bendiciones, frotadas las manos con el dorado unto milagroso, se abr?an de par en par las puertas de las oficinas, y con ellas el coraz?n de los m?s cerrados covachuelos. Baraona hab?a venido tambi?n a estar a la mira de un pleito de tenuta que no ten?a trazas de acabarse en medio siglo.

Acompa?aba en Madrid a Baraona su nieta, una tal Jenarita, muy hermosa e interesante mujer, a quien yo hab?a conocido en mis verdes abriles en la Puebla de Arganz?n. Era rubia, callada, grave, pensativa, poco franca, de car?cter velado. Su tranquilidad y calma eran como la tenue oscuridad de los d?as bochornosos. Ya se sabe que detr?s de las nubes est? el sol. ?Aquella hermosura, cu?n distinta era de la de mi funesta Presentacioncita, la risue?a asesina, que me pon?a ante los ojos las frescas rosas de su cara para que no viera las aleves manos con que a la muerte me empujaba! Presentacioncita, sin ser hermosa, era lind?sima. Ten?a toda la gracia de Dios en sus ojos flecheros, y burl?ndose de uno, daba idea de las bromas que deben de gastar los ?ngeles en el cielo. Jenara era hermosa como una ideal figura, antes so?ada que vista; hermosa como las creaciones del arte que ha sabido escoger todas las perfecciones, desechando lo feo. No se burlaba nunca; hablaba seriamente, como habla la discreci?n pura, la prudencia suma, la cortesan?a y la urbanidad. Su gracia no era la desenvoltura picante y alegre de una muchacha juguetona; consist?a en lo que llaman gracia los artistas cl?sicos, en la perfecta nobleza de los ademanes y de las palabras, en la armon?a sin discrepancias, en el misterioso ritmo que se desprende de toda la persona y es don rar?simo acordado a pocos sobre la tierra. Distingu?ase adem?s por una expresi?n magn?fica, tan llena de elegancia como de soberbia. Su fisonom?a era pura, delicada, sin la m?s ligera incorrecci?n, y su mirar de una diafanidad celeste. Hermosa hasta no m?s, se envolv?a en una capa de nieve, bajo la forma de un silencio sistem?tico, de miradas castas, de indiferencia hacia la mayor parte de los asuntos y las personas.

A principios de 1816 vino a Madrid y se cas? con Jenara. Vivieron alg?n tiempo acompa?ados de Baraona en la calle de Cosme de M?dicis. Pero en septiembre del 18, Navarro tuvo precisi?n de ir a Trevi?o a asuntos de inter?s, y en los d?as a que me refiero no hab?a vuelto todav?a, aunque se le esperaba todas las semanas. No pod?a haber ocurrido desavenencia en el matrimonio, porque ambos c?nyuges se escrib?an con frecuencia. Repetidas veces o? a Carlos renegar de la corte y de los cortesanos, asegurando que Madrid era para ?l destierro espantoso m?s bien que agradable residencia.

Yo viv?a en una hermosa casa de la calle de la Inquisici?n, esquina a la Flor Baja, cerca del edificio de la Inquisici?n de Corte y a poca distancia de los Premostratenses. Mis servicios a determinado pr?cer di?ronme aquella habitaci?n demasiado grande para un soltero, mas tan suntuosa, que me acomod? con gusto en ella para aparentar grandeza ante el vulgo y dar en los hocicos con mi magnificencia a los pobres petates paisanos m?os, que tanto me hab?an despreciado en mis tiempos de miseria y nulidad. No me envanec? poco con don Miguel de Baraona, infanz?n y ricacho alav?s, mostr?ndole mi vivienda; y enamorose tanto de ella mi venerable paisano, que algunos meses despu?s de la partida de su yerno, me dijo:

--Pipa?n, en esta gran casa vives t? como garbanzo en olla. ?No te ha acontecido alg?n d?a perderte en sus cuadras y corredores, y no poderte encontrar? En cambio yo estoy muy estrecho en aquella fr?a y triste casa de la calle de Cosme de M?dicis. ?Por qu? no he de venirme a vivir contigo mientras llega el d?a en que, terminado ese maldito pleito, pueda volverme a la Puebla? Aqu? hay espacio para todos, y sin que t? nos molestes ni molestarte nosotros a ti, podemos acomodarnos. Yo pagar? lo que me corresponda, y si no lo llevas a mal ocuparemos mi nieta y yo estas hermosas piezas asoleadas que se abren al Mediod?a y caen a ese patio, lindante con el jard?n vecino. Aqu? estamos muy bien guardados: por un lado la Inquisici?n; por otro el santo Rosario.

Acept? sin vacilar. Lejos de molestarme, me agradaba la compa??a, y como me hab?an dado la casa sin otro gravamen que algunos censillos y costas de poco precio, nada m?s confortativo para m? que sacarle alg?n jugo, arrendando una parte de ella. Instalose en seguida Baraona, ocupando una deliciosa y alegre cruj?a solana que daba a lugar abierto, y desde la cual se ve?an los ?rboles de un jard?n de la vecindad. Yo segu? en las mismas piezas que antes ocupaba, sin m?s novedad que la mejor compa??a y algunos gastos menos. Cada cual ten?a su servidumbre, y aunque com?amos juntos, contribu?amos separadamente al plato com?n.

Por las noches, despu?s de la cena, nos reun?amos todos en amena tertulia, a la cual sol?a concurrir alg?n amigo, tal como don Blas Arriaga, capell?n de monjas, y don Pedro Retolaza, secretario de la Inquisici?n de Logro?o, ambos personajes establecidos accidentalmente en Madrid por motivo de pretensiones y otras cosillas. Tambi?n nos honraba alguna vez don Juan Esteban Lozano de Torres, que era entonces ministro de Gracia y Justicia, y mi antiguo protector don Buenaventura, que era ya marqu?s.

All? no se hablaba m?s que de las conspiraciones descubiertas, de las que se iban a descubrir, y de las que por todas partes descaradamente se fraguaban. Esta era entonces la comidilla habitual de las gentes en todo Madrid. Luego que cada cual expresaba su opini?n sobre los peligros que amenazaban a la desdichada monarqu?a, y sobre las probabilidades de que desapareciese arrastrado por huracanes de traici?n, pecado y osad?a el gallardo edificio del gobierno absoluto, se iban retirando los tertulios y qued?bamos solos los de casa, charlando otro ratito, m?s ocupados de asuntos dom?sticos que de la revuelta pol?tica. Una noche, luego que Arriaga y don Buenaventura se retiraron, Baraona, que hab?a estado harto pensativo durante todo el tiempo de la tertulia, pronunci?, en coloquio consigo mismo, no s? qu? balbucientes expresiones, y golpeando repetidas veces el brazo del sill?n en que se sentaba, se encar? conmigo y me dijo:

--?Vive Dios, que si ahora se nos escapa, estos justicias de Madrid merecer?an ser ahorcados al lado de los ladrones a quienes ayudan y protegen!

Yo le mir? interrog?ndole con los ojos.

--Querido Pipa?n --a?adi? cuando las toses le dieron alg?n respiro--, tengo que comunicarte un asunto importante, y espero tu parecer, y con tu parecer tu ayuda.

--?Qu? ocurre?

--El infame asesino de mi hijo Carlos, del esposo de Jenara, est? en Espa?a.

--?Hace tiempo! No se trata de hace tiempo, se trata de ahora. Es indudable que ese vil trabaja dentro de Espa?a en las tenebrosas conspiraciones que Dios est? permitiendo para fines solo conocidos de la Sabidur?a infinita.

--Puede ser.

--No puede ser, sino que es --dijo repentina y en?rgicamente Jenara, que hasta entonces hab?a permanecido silenciosa--. Yo le he visto.

--?Le ha visto usted? ?Luego est? en Madrid?

--?En Madrid, en la corte, en donde est? el trono, el gobierno, el rey, los Consejos, la suprema Justicia! --exclam? Baraona con aquella furia senil que se desbordaba de su pecho en las contrariedades graves--. ?Esto es escandaloso!... No s? de qu? valen las medidas adoptadas contra los afrancesados... ?Es esto gobierno?... ?Es esto justicia?... ?Ah, Pipa?n, aqu? est?n pose?dos de necedad! Persiguen a los mentecatos inofensivos, y dejan en libertad a los perversos. ?Ahorcan a los sargentos, y permiten que todos los oficiales del ej?rcito se vendan a la masoner?a!

--Monsalud no es oficial del ej?rcito.

--Pero es malo, rematadamente malo, y listo... ah? tienes el secreto de su impunidad... ?Dios soberano! Ese rey, esos ministros, esos consejeros, ?en qu? piensan?

--Descuide usted, se?or don Miguel --repliqu? agitando en mis manos la badila, despu?s de acariciar la ya moribunda lumbre del brasero--. Si Salvador est? en Madrid, no se escapar?.

--Muy pronto lo has dicho... Me parece que he de renunciar al m?s grande regocijo que ha so?ado ?ltimamente mi imaginaci?n desconsolada. Me morir? sin ver el castigo de un miserable, convicto de los siguientes cr?menes: asesinato, infidencia, herej?a, afrancesamiento y traici?n. La idea de que ese monstruo naciera en aquella honrada tierra de ?lava, que no ha sabido ser madre sino de hombres eminentes, de caballeros piadosos y ejemplares campesinos, me enardece la sangre, Pipa?n amigo. Seg?n todos los indicios, ?l dio muerte a nuestro insigne compatriota, a aquel espejo de la caballer?a alavesa, el gran don Fernando Garrote; tambi?n hiri? gravemente al hijo de este y m?o por los lazos del coraz?n, Carlos...

--En duelo... --dijo Jenara interrumpi?ndole--. Un duelo temerario y horroroso.

--No fue duelo --afirm? Baraona resueltamente, enojado de la interrupci?n--. Aunque Carlos, impulsado por su noble generosidad, lo diga as?, y aun sostenga que ?l lo provoc?, es mentira, mentira, mentira... Hiriole a traici?n Monsalud. Cuando el pobre m?rtir cay?, apoder?ronse del asesino algunos guerrilleros que a la saz?n pasaban. Confes? ?l mismo su crimen con hip?critas palabras; hizo la farsa de que deseaba morir conform?ndose con su destino, y hubiera perecido, en efecto, al siguiente d?a, si la diligente protecci?n de una se?ora afrancesada no comprara su libertad, primero con ruegos, despu?s con d?divas, pues todas sus alhajas las dio por ponerle en salvo. El criminal se refugi? en Francia. Nosotros, deseosos de hacer pronta justicia, trabajamos porque el gobierno espa?ol lo reclamase al gobierno franc?s; pero nada se pudo conseguir. All? est?n tan embobados como aqu?. Respondieron que se ignoraba su paradero. Para averiguarlo, aprehendimos a la madre del delincuente. Diole tormento la Inquisici?n de Logro?o, en cuyas c?rceles est? todav?a; pero de los labios de la infeliz no ha salido una sola palabra que sea luz de nuestra oscuridad, certeza de nuestra ignorancia. ?Ah! Pipa?n, mientras no se haga pronta justicia; mientras no desaparezca este espect?culo de los bribones, que se pasean impunes por el reino, insultando con sus miradas a la gente honrada, no tendr?is gobierno firme y respetable. Os ocup?is de tonter?as, de crear cruces, de mudar los ministros todos los meses, de dictar leyes que no se cumplen. Esto es hacer pajaritas de papel, mientras el suelo se estremece, mientras la tempestad se prepara y el volc?n ruge. Vendr? la revoluci?n y os encontrar? disputando sobre el color de una venera, o sobre si la reina est? o no est? embarazada... En verdad no s? a d?nde volveremos nuestras miradas los partidarios del gobierno de Cristo, de la verdadera pol?tica cristiana, que tiene por base la justicia. ?Desgraciado, de m?! Cerrar? para siempre los ojos, sin que en la postrera mirada de ellos pueda ver otra cosa que miseria y debilidades, los buenos patricios olvidados, los criminales libres, la revoluci?n amenazando o quiz?s triunfante, los mayores delitos impunes o quiz?s premiados, y Salvadorcillo Monsalud pase?ndose tranquilo por las calles de Madrid.

Hundi? la barba en el pecho y permaneci? en silencio largo rato.

--Si est? aqu? --dije yo, por decir algo--, y mucho lo dudo...; pero, en fin, si est? no es dif?cil averiguar su domicilio y llevarle a la c?rcel. Ya sabe usted que ahora estoy en desgracia y no puedo nada; pero, sin embargo, intentar?...

--Har?as la obra m?s meritoria y m?s patri?tica de tu brillante carrera, Pipa?n --manifest? Baraona con semblante adusto--. Mi nieta y yo te lo agradecer?amos mucho m?s que esos mil favores de oficina que nos hiciste. ?La justicia! ?El castigo del crimen, de la traici?n, de la herej?a, del enga?o!... Yo deliro por esto. La justicia sin aplicaci?n no es ni ser? m?s que una palabra in?til. No hay que decir que se encargue Dios de castigar al criminal, no. Aparte de esto, a nosotros, hombres, nos corresponde no dar paz a la cuchilla, para que los d?scolos aprendan, para que los buenos teman y los extraviados se corrijan... ?Por ventura habr?a llegado a la tierra de Promisi?n el pueblo elegido, si Mois?s, por orden de Dios, no hubiera aplicado tremendos y merecidos castigos? ?Oh! ?Cu?n hermoso espect?culo dio aqu? Su Majestad dictando a poco de su llegada rigurosas leyes contra los francmasones y liberales! Yo cre? que el pueblo elegido llegar?a a la tierra de Cana?n; pero no, ya veo que se quedar? en mitad del camino. Todo es debilidad: las leyes no se cumplen; cada cual hace lo que m?s le agrada; son presos los peque?uelos, mientras los grandes conspiran; alrededor del trono alzan su cabeza enmascarada de sonrisas la traici?n y la sedici?n; todos los militares trabajan sordamente en la masoner?a. Es esto un constante hervidero de inquietud, de amenaza, de ambiciones locas que surgen, como los insectos en el muladar, de la gran escoria del reino; los magnates se ocupan de convites y cenas, mientras los masones proyectan comerse a la naci?n; son cogidos algunos criminales conspiradores, y a poco se les suelta; reina una confabulaci?n espantosa entre los conspiradores y la polic?a, entre presos y carceleros, entre alguaciles y alguacilados para taparse sus respectivas infamias, y hasta la Inquisici?n, volvi?ndose tibia y complaciente, es un cuchillo que se ha hecho alfiler; apenas pincha... Todo es flojedad, enervaci?n, raquitismo, peque?ez. La naci?n, que tan en?rgica, varonil y potente ha sido contra el extranjero, es en su vida interior un juego de chiquillos, que retozan en el fango, y con el fango hacen bolas que se arrojan unos a otros, no para matarse, sino para mancharse... ?Quiero morirme de una vez, si no he de vivir m?s que para ver esto! ?Los hombres como yo estamos de m?s en reuniones de muchachos! El papel de Herodes es dif?cil, y el de maestro de escuela rid?culo.

Dijo, y sigui? accionando en silencio durante un rato. Estaba desasosegado y col?rico. La enorme desproporci?n entre su energ?a intelectual y su fuerza f?sica, entre sus ideas y su posici?n, le pon?an en aquel estado de frenes?, tan semejante a una monoman?a furiosa.

--En algunas cosas tiene usted raz?n, se?or don Miguel --dije--. No se castiga todo lo que debiera castigarse; pero si ese humor de mil demonios que usted tiene se ha de aplacar con la prisi?n y escarmiento de Salvador Monsalud, dese usted por curado... Hablaremos a Lozano de Torres... aunque sigo en mis trece, y sostengo que ese desgraciado no est? en Madrid. Debe de haber error en esto.

--Est?, est? en Madrid --afirm? segunda vez Jenara, clavando en m? sus ojos azules, cuya serenidad se alter? visiblemente--. Yo le he visto.

--?Le ha visto usted?

--Hace seis d?as --dijo palideciendo m?s-- fui a misa a la iglesia del Rosario, que est? aqu? cerca. Despu?s de o?r misa y de rezar, me dirig? a la puerta. La iglesia era toda oscuridad. Pasaba yo junto a la entrada de una capilla, cuando sent? m?s bien que observ? la proximidad de un bulto, de una figura, de un hombre. Lleg? hasta m? una corriente de aire fr?o, cual si una capa se agitara a mi lado; yo tembl?. Al mismo tiempo, llevadas por aquel aire glacial, sonaron en mis o?dos estas palabras, dichas con marcado tono de burla o iron?a: <> Me estremec? toda; tropec? en una estera, y ya tocaban mis rodillas en el suelo, cuando una mano me levant? con energ?a. En el mismo instante, alguien levant? la cortina del cancel, entr? alguna luz, y vi a mi lado una cara muy morena, la misma cara. ?Jes?s!

Daba Jenara a su relaci?n un inter?s inmenso. La pat?tica emoci?n del drama se pintaba en su semblante.

--Nunca he tenido --a?adi?-- tan fuerte impresi?n, no s? si de miedo, no s? si de ira, no s? si de l?stima... En t?rmino muy breve mis sensaciones fueron muy diversas, tra?das la una por la otra. Tembl?, como si sintiera la mano del demonio agarrando la m?a... cre? que iba a ser asesinada en aquel mismo instante... me pareci? que aquel hombre no era un diablo ni un asesino, sino simplemente un pobre que me ped?a limosna... se me representaron uno tras otro los cr?menes de Monsalud, desde su traici?n a la causa nacional hasta su duelo con Carlos... no vi luego m?s que desgracia, mendicidad, hambre... ?y qu? cara, santo Dios!

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