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Munafa ebook

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Read Ebook: La segunda casaca by P Rez Gald S Benito

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Ebook has 1595 lines and 66570 words, and 32 pages

--Nunca he tenido --a?adi?-- tan fuerte impresi?n, no s? si de miedo, no s? si de ira, no s? si de l?stima... En t?rmino muy breve mis sensaciones fueron muy diversas, tra?das la una por la otra. Tembl?, como si sintiera la mano del demonio agarrando la m?a... cre? que iba a ser asesinada en aquel mismo instante... me pareci? que aquel hombre no era un diablo ni un asesino, sino simplemente un pobre que me ped?a limosna... se me representaron uno tras otro los cr?menes de Monsalud, desde su traici?n a la causa nacional hasta su duelo con Carlos... no vi luego m?s que desgracia, mendicidad, hambre... ?y qu? cara, santo Dios!

--?Le observ? usted bien?

--Est? m?s moreno, mucho m?s moreno que antes. Sus ojos queman; su boca, al sonre?rse con iron?a, no s? si hambrienta o sanguinaria, muestra unos dientes m?s blancos que el marfil; su aspecto infunde miedo y dolor. Viste de un modo extra?o, anda de prisa, pasa y mira.

--?Pero le ha visto usted una sola vez? --pregunt?, asombrado de tantos detalles.

Un ratito tard? en contestarme. Luego, mirando al suelo, dijo:

--Una sola vez... Yo corr? para salir de la iglesia. Desde la puerta mir? hacia dentro, y vi que un fraile se le acerc?.

--?Un fraile!... --murmur? sordamente Baraona--. ?Buenos est?n tambi?n!

--?Y dice usted que desde ese d?a no ha vuelto a verle? --pregunt? a Jenara.

Despu?s de vacilar, me contest?:

--No... no puedo asegurar que haya vuelto a verle... ni tampoco que no le haya visto.

--?C?mo es eso?

--Quiero decir que la impresi?n que en m? produjo aquel encuentro ha sido tan duradera, que a veces se reproduce ella misma, sin causa real... La imaginaci?n...

--Diga usted los nervios. Cuidado con creer en duendes y apariciones.

Callamos todos, contemplando las menudas ascuas de la copa de bronce que, mezcl?ndose con la blanca ceniza, lanzaban su ?ltimo brillo; existencias que, pr?ximas a expirar, dirig?an a los vivos su postrer mirada. Baraona, Jenara y yo mir?bamos en silencio la moribunda lumbre. Todo callaba en derredor nuestro. Era la hora en que los esp?ritus pusil?nimes y los ni?os suelen tener miedo, y para ahuyentarlo, al ir a acostarse, atraviesan corriendo y cantando los largos pasillos y las oscuras piezas. Era la hora en que las puertas de alg?n ventanejo alto y lejano suelen dar porrazos, estremeciendo la casa y el coraz?n de sus habitantes. Era la hora en que el gato trasnochador suele lanzar lastimeros ayes, que parecen llanto de criaturas, o algazara de voladoras brujas que van por los aires a sus repugnantes asambleas. Era la hora en que el viento suele ponerse en la boca el tubo de la chimenea, como un gigante que sopla su bocina, y cantar, decir o refunfu?ar alguna horripilante estrofa, que hiela la sangre en las venas del inquieto durmiente... Los tres nos hall?bamos profundamente pensativos, cuando son? de improviso en lo interior de la casa inusitado estr?pito, una puerta que se cerr?, un mueble que vino al suelo, un golpe, un tiro, qu? s? yo... una nada, una tonter?a, un f?til accidente; pero que sin duda, a causa de la hora y de cierta predisposici?n de esp?ritu, nos estremeci? a todos.

--?Qu? es eso? --chillamos a una vez.

Mir? a Jenara. Estaba blanca como el papel, y sus dientes chocaban.

--Es la puerta de mi cuarto que ha dado un golpe. Qued? abierta la ventana de la calle... --dije yo, tranquiliz?ndome por completo.

Al cabo de un instante me sentaba de nuevo junto al brasero, despu?s de cerciorarme de la insignificante causa de nuestro pueril miedo. Jenara segu?a temblando; yo me re?, y ella, arrop?ndose en su mant?n, dijo que ten?a fr?o. Baraona, levant?ndose, dio la orden de acostarse todo el mundo.

Les acompa?? a sus habitaciones. Al pasar por la extensa galer?a que las separaba de las m?as y del comedor, observ? que Jenara dirig?a miradas inquietas a un lado y otro. La sombra de nuestros cuerpos sobre la pared atra?a sus miradas con m?s fijeza de lo que una vana sombra merece. Yo iba tras ellos. Cuando les desped? en la puerta, Jenara me dijo: <> Segu?a temblando, y como yo le interpelase sobre aquella injustificada desaz?n, solo contestaba:

--Tengo fr?o.

Obligome a que registrara su habitaci?n; a que asegurase las puertas, las cerraduras de las ventanas, y cuando me retir? al fin despu?s de manifestarle lo innecesario de tales precauciones, ech? llaves y cerrojos por dentro, qued?ndose acompa?ada de su criada.

Dirigime a mis habitaciones, sin dar importancia a las voluntariedades de mi hermosa hu?speda; pero al llegar a mi alcoba y lecho, y cuando a acostarme me dispon?a, recib? una sorpresa, una impresi?n tan fuerte, que mis carnes temblaron, dieron unos contra otros mis dientes, y me qued? fr?o, absorto, mudo, petrificado. Sobre mi lecho y en la misma vuelta de las s?banas, hab?a un papel escrito. Con tr?mula mano lo tom?; recorri?ronlo mis ojos en un instante; dec?a as?:

<

>>Infame Bragas: si dentro de quince d?as est? libre mi madre, no te pesar?; si no lo estuviere, te acordar?s de

SALVADOR MONSALUD.>>

Juzgad, ?oh amigos!, de mi asombro, de mi anonadamiento. Largo rato estuve con el papel en las manos sin saber qu? partido tomar, sin poder concretar mis ideas, sin resolverme a dar un paso, incapaz de formar un juicio claro sobre aquel hecho. En mi cerebro bull?a el caos. Llenaba mi esp?ritu un miedo horroroso, un miedo cual nunca lo he tenido.

Pas? alg?n tiempo en dolorosa incertidumbre. Como si tuviera la conciencia de que mi cuerpo era una masa de apretada aunque suelta arena, que se desmoronar?a al menor movimiento, no me atrev?a a dar un paso ni a menear un dedo. Poco a poco fuime recobrando; empec? a discurrir; me esforc? en atenuar la gravedad del caso, y la curiosidad se abri? paso en mi esp?ritu. ?Qui?n hab?a tra?do aquella hoja amenazadora? El hombre que me escrib?a, mi camarada anta?o, ?por qu? hab?a ideado tan singular modo de comunicarse conmigo? ?Era ?l realmente o alg?n chusco desocupado? Y quienquiera que fuese, ?de qu? medios se hab?a valido para dirigirme tan atroz apercibimiento?

Mi casa no era casa de duendes, aunque muy antigua y grande, propia, por lo tanto, para que se pasearan por ella los invisibles habitantes de la sombra, si el miedo les permit?a la entrada. Felizmente yo no cre?a en brujer?as, ni en fabulosas chuscadas de almas en penas. Ni por un instante pens? en tales puerilidades. Pero al mismo tiempo ten?a la seguridad, gracias a un reconocimiento prolijo que a poco de mi mudanza hice, de que en mi casa, con ser de dos puertas, no hab?a comunicaciones novelescas, ni s?tanos, ni compuertas, ni armarios maravillosos, ni escotillones, ni ninguna tramoya de esas que en el teatro y en los libros dan materia para un sorprendente enredo. No teniendo, pues, mi casa secreto alguno, era evidente que alguno de los criados hab?a sido conductor del extra?o mensaje.

Eran tres: el primero, que ten?a por nombre Farrancho, serv?ame de mandadero, ayuda de c?mara y tambi?n de amanuense en casos de mucha urgencia, y era hombre de honrad?simos antecedentes, por su cacumen, casi incapaz de sacramento, pues discurr?a como una ac?mila, por su car?cter moral, apreciabil?simo al parecer. Jam?s le cog? en mentira, ni en hurto, ni en falta alguna.

Hab?a adem?s en la casa otra hembra; pero no me serv?a a m? , sino a Jenara, de quien era doncella. Paquita, guapa moza, llevaba poco tiempo en casa, y no me eran conocidas las prendas de su car?cter. Parec?a excelente muchacha. Mis sospechas reca?an principalmente en ella, despu?s en Farrancho. Do?a Fe quedaba libre de toda suposici?n desfavorable, porque adem?s de tener un car?cter formal?simo, incapaz de toda farsa o enredo, hall?base a la saz?n en cama, molestada de horribles dolores en la cara y o?dos.

Pensando en esto, ven?an a mi memoria recuerdos del ardiente car?cter de mi antiguo amigo; surg?a ante los ojos de mi imaginaci?n su figura, represent?ndomela desmelenada, horrible, te?ida de la palidez siniestra del jacobinismo. Volviendo a contemplar el escrito en cuyos caracteres se conoc?a la mano de Salvador, y due?o de mi esp?ritu, el miedo me sumerg?a de nuevo en vacilaciones sin fin.

Despu?s de mucho meditar, no repuesto del mortal susto, juzgu? que para requerir a los criados conven?a esperar al siguiente d?a. Acosteme; pero el sue?o hu?a de mis ojos. No se apartaban de mi mente las an?cdotas que acerca de los masones y su audacia hab?a o?do contar ?ltimamente sin darles importancia; record? lo que por entonces se dec?a de connivencias misteriosas, de sobornos de criados, con otras artima?as atrevidas que establec?an una verdadera mina dentro y debajo de la sociedad.

Yo procuraba determinar algo; pero ninguna resoluci?n definitiva lograba echar su ra?z en mi vacilante y perturbada voluntad. Mi entendimiento, excitado por la vigilia, iba de aqu? para all?, entre las revueltas olas de un mar de ideas, empujado, ya de un lado, ya de otro, sin poder llegar a ninguna orilla, ni sumergirse en el silencioso y quieto fondo, que era el dormir y lo que yo m?s deseaba.

Pero la luz del d?a, ?bendita sea mil veces!, disip? aquel delirio caliginoso en que mi pensamiento con angustia se revolv?a como un loco en su jaula. Se me present? el hecho en proporciones muy peque?as, y libre ya del miedo, si no del recelo, tom? dos resoluciones: no hacer caso del escrito, e interrogar a mis criados para despedir de mi honrado hogar al delincuente.

Cuando cont? el caso a do?a Fe llenose de miedo, trajo al punto de la iglesia un cantarillo de agua bendita, y roci? toda la casa, recitando exorcismos. La piadosa mujer, hecha un mar de l?grimas al ver el peligro que mi persona hab?a corrido, me dijo haber visto a Farrancho en la calle el d?a anterior, secrete?ndose con individuos de aspecto tan revolucionario como heterodoxo, y aunque el tunante protest? y llor?, moj?ndome las manos con la baba de sus hip?critas besos, le desped?. Su culpabilidad era evidente. Jenara me respondi? de la inocencia de su doncella, y antes hubiera dudado yo de m? propio que de la venerable matrona a quien tan bien sentaba el nombre de Fe. Baraona quiso levantarse a deshora del lecho para dar dos palos al infame y desleal muchacho; pero le contuvimos, y durante un rato Jenara y yo hablamos vagamente del asunto.

--Yo tampoco he dormido nada en toda la noche --me dijo.

Le pregunt? si tambi?n hab?a recibido papelito; pero no se dign? contestarme.

El incidente que he referido dej? de inquietarme al siguiente d?a, y poco a poco fue olvidado por completo. Salgamos ahora de mi casa y veamos c?mo andaban las cosas p?blicas en aquellos d?as, que eran los ?ltimos de octubre de 1819, a los once meses de la sangrienta conspiraci?n de Vidal en Valencia y a los cuatro de los sucesos del Palmar.

Grandes mudanzas hab?an ocurrido en la corte desde 1815 a 1819. En tan breve tiempo Fernando se hab?a casado dos veces: la primera con Isabel de Braganza ; la segunda con Mar?a Amalia de Sajonia, hermosa y desabrida, humilde y bondados?sima, devota y tambi?n algo poetisa. Mientras rein? Isabel, la influencia pol?tica de los criados merm? mucho en Palacio, y este fue lo que deb?a ser una vivienda de reyes; pero desde diciembre del 18, en que Dios se llev? de la tierra a la insigne princesa, las culebras de la camarilla empezaron a recobrar su imperio. Sin embargo, ni Alag?n ni Chamorro fueron tan poderosos. Ram?rez de Arellano y un tal Villar Front?n, antiguo escribano del resguardo, eran los que se com?an el reino crudo.

Nueva gente se encontraba en las oficinas, en los Consejos, en Palacio, y los ministros variaban a menudo; que no es la inconstancia don peculiar de los poderes constitucionales. En seis a?os vi bajar y subir tantos, que casi se pierde la cuenta de ellos. Ceballos se hundi? en octubre de 1816. Don Tom?s Moyano hab?a desaparecido tambi?n del escenario, cayendo en la oscuridad, de donde jam?s volvi? a salir, quedando tan solo, cual muestra de su paternal administraci?n, los mil y un parientes que en su breve poltronazgo sac? de la miseria y soledad del campo; don Francisco Egu?a tambi?n dej? por alg?n tiempo al ej?rcito hu?rfano de su protecci?n. Hubo un divertido minueto de se?ores ministros de la Guerra durante corto plazo, porque a Egu?a sucedi? Ballesteros, a Ballesteros el marqu?s de Campo Sagrado, y al marqu?s de Campo Sagrado otra vez el se?or Egu?a, sin cuya coleta crey?rase que no pod?a existir la atribulada naci?n. La Marina hab?a perdido a Cisneros, y era gobernada por Figueroa. Desgraciada andaba la Marina en aquellos tiempos, pues para que su orfandad fuera completa, tambi?n perdi? en abril de 1817 a aquel imponderable terror de los mares, el infante don Antonio Pascual, de quien dijo el poeta:

?Neptuno, Tetis, C?firo y Favonio Eterno mostrar?n llanto abundante. Pues falleci? el infante don Antonio!

No puede darse imagen m?s hermosa ni entonaci?n m?s robusta que la de aquel comienzo:

Pero llevado de mi afici?n a la poes?a y a los buenos poetas de mi tiempo, me he apartado de lo que estaba tratando, y era, si no recuerdo mal, los cambios de ministros. Don Felipe Gonz?lez Vallejo, a quien pusimos en Hacienda, sali? como hab?a entrado, es decir, que se lo llev? un viento cortesano, y el pobrecito, con ser tan inocent?n y tan para poco, no se libr? del destierro. Entonces era com?n que a todos los ca?dos les recetaran un paseo higi?nico para recobrar las fuerzas gastadas en el servicio de la patria. Sucedi?le Ibarra; luego L?pez Araujo, que apenas sab?a leer y escribir, y al fin entr? el c?lebre don Mart?n Garay, que m?s que hombre era una escuela, pues trajo al ministerio todo un plan e idea completa para reformar la Hacienda p?blica, tarea equivalente a beberse el mar, o a ponerse por montera el Moncayo. Gozaba el se?or de mucha fama, que a?n conserva su nombre; pero todos los hombres de mi tiempo, desde el rey y los ministros y el clero hasta el ?ltimo zascandil, se pusieron en contra suya, y tuvo que salir del ministerio y marcharse con la m?sica y el sistema a otra parte. Por fortuna no tuvo tiempo de hacer nada de provecho; que si le dej?ramos, capaz hubiera sido de volver la Hacienda del rev?s, elevando los ingresos y mermando los gastos. Su sucesor, Imaz, era un bendito.

En Estado, el c?lebre Le?n Pizarro, amigo y compinche de don Antonio Ugarte, no dur? mucho tiempo, ni tampoco Irujo, que empez? su carrera por paje de Bolsa de un consejero y la acab? marqu?s y millonario. El duque de San Fernando, su sucesor, no fue menos afortunado, porque al principio de la guerra era soldado raso, y en 1818 teniente general, duque, grande de Espa?a y no s? qu? m?s.

En Gracia y Justicia, despu?s del obispo de Mechoac?n, que fue ministro veinticuatro horas , entr? y duraba a?n en la ?poca de mi relaci?n, don Juan Esteban Lozano de Torres, la gran figura de aquellos tiempos, y no porque la tuviera gallarda, ni aun digna de ser vista, sino porque con su hermosura moral a todos cautivaba, empezando por el rey. Hab?a sido Lozano de Torres en su mocedad relojero. No hab?a hecho estudios de ninguna clase, siendo el primero y el ?nico ministro de Gracia y Justicia lego en jurisprudencia. Ni siquiera sab?a lat?n, cosa rara y chocante en aquellos tiempos.

La carrera de este benem?rito espa?ol hab?a sido el comisariato del ej?rcito. ?Y qu? herej?as dijeron de ?l a prop?sito de la administraci?n del hospital militar de la Isla! Con ser tan fuertes, sin embargo, las especies que acerca del comisario dijo el vulgo, no llegaban, ni con mucho, a lo que dec?an los enfermos, unos tunantes que pon?an el grito en el cielo desde que les faltaba caldo. ?Qu? tal fama de abastecedor y despensero tendr?a el ni?o, cuando, destinado a la intendencia de Castilla la Vieja, no quiso darle posesi?n el gran Wellington, jefe del ej?rcito aliado!

La causa de su elevaci?n a la silla de Gracia y Justicia fue el desmedido y loco amor que a Fernando ten?a, el cual era de tal naturaleza que raras veces se presentaba ante Su Majestad sin derramar l?grimas de ternura, y para besarle la real mano hincaba la rodilla en tierra. Hab?a en el alma de Lozano un sentimiento parecido a la dulce fibra del misticismo, que le llevaba a la identificaci?n con el objeto amado, haci?ndole part?cipe no solo de las impresiones morales de este, sino tambi?n de sus sensaciones f?sicas. Cuando Fernando estaba enfermo, Lozano de Torres se quejaba de la misma dolencia, y si a Su Majestad le dol?a un pie, al punto cojeaba el amigo: tal era la fuerza de simpat?a entre los dos.

Desde 1815 ?ramos muy amigos don Juan Esteban y yo. El pobrecito no recib?a recomendaci?n m?a sin que al punto la despachase, y en la camarilla part?amos un confite, seg?n ?ramos de tolerantes y condescendientes el uno con el otro, sin estorbarnos ni quitarnos de la boca el hueso, como hac?an algunos, m?s semejantes a perros hambrientos que a cortesanos hartos. Yo no dejaba de prestarle servicios menudos, a m?s de los grandes, bien desempe?ando ante Su Majestad un papel entre Lozano y yo convenido, bien llev?ndole secretitos y noticias, sabiamente pescados al vuelo detr?s de una cortina.

Conste, ante todo, que yo estaba cesante desde el verano, pues una cuesti?n de delicadeza obligome a ceder mi plaza a un sobrino del ministro de Estado; pero se me hab?a ofrecido el primer puesto que vacase en el Real Consejo. Como la ambici?n y el dorado sue?o de mi vida eran esta canonj?a, la esperaba con viva ansiedad.

?Cr?tico y solemne momento! A fines de octubre estaba vacante una de las canonj?as del Consejo. Yo ten?a derecho a esperar que se cumplir?a la oferta, no solo por mis m?ritos personales, que eran muchos, dicho sea sin modestia, sino porque repetidas veces y por mediaciones de ambos sexos, me hab?a prometido la plaza Su Majestad.

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