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Munafa ebook

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Read Ebook: El Grande Oriente by P Rez Gald S Benito

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Ebook has 1402 lines and 65715 words, and 29 pages

Salvador Monsalud escribi? lo siguiente:

<

S.?. F.?. U.?.

Aristogit?n.?. gr.?. 18.

Despu?s se qued? un rato pensativo mordiendo las barbas de la pluma.

--Cuidadito, retire usted un poco los pies, que mojo --dijo don Patricio, agitando la regadera junto a la mesa--. Ahora se puede barrer sin cuidado... No de otra manera la ben?fica lluvia de la libertad impide que se levante el sucio polvo de la tiran?a... Vea usted, se?or don Salvador, qu? poco aprenden los reyes. Como los chicos, no entienden sino a palos. Yo digo que la Constituci?n con sangre entra. En octubre del a?o pasado, cuando Su Majestad no quer?a sancionar la reforma de monacales, por instigaci?n de don V?ctor S?ez y del embajadorcillo de Su Santidad, el pueblo amenaz? con una revoluci?n y Fernando no tuvo otro remedio que sancionar. ?Pero sirviole de ense?anza este suceso? No, se?or, porque en el Escorial conspiraba contra el gobierno, y el nombramiento de Carvajal en decreto aut?grafo era un proyecto de golpe de Estado. ?Iniquidad funesta! Pero el pueblo no se duerme. Cuando Fernando entr? en Madrid... ?Qu? d?a, qu? solemne d?a! ?Qu? 21 de noviembre! En vez de v?tores y palmadas, galard?n propio de los sabios monarcas, Fernando oy? gritos rencorosos, mueras furibundos, amenazas, dicterios; oy? ternos como pu?os y vio pu?os como ternos. No ha presenciado Madrid una escena tan imponente. All? era de ver el pueblo ejerciendo el soberano atributo de amonestaci?n; all? era de o?r el tr?gala cantado por las elegantes mozas del Rastro. Miles de brazos se agitaban amenazando, y todas las bocas espumarajeaban de rabia. Los que llev?bamos en la mano el libro de la Constituci?n, lo bes?bamos en presencia del rey. Un fraile pronunci? varios discursos que encend?an m?s los ?nimos. De repente por entre api?adas cabezas se alzan multitud de manos que sostienen un ni?o. Es el hijo de Lacy. La multitud soberana grita: <> El rey o?a todo, y su semblante echaba fuego... Pues bien: ?cree usted que esta lecci?n fue provechosa? Nada de eso. La camarilla sigue conspirando; la corte desaf?a a la naci?n, al mundo, al linaje humano con la infame conspiraci?n y plan de don Mat?as Vinuesa, que ha escandalizado a Madrid d?as pasados.

Salvador, prestando escasa atenci?n a las palabras del maestro, escribi? despacio y con largos descansos lo siguiente:

<

Al llegar a este punto, se detuvo, recorri? con la vista lo escrito, hizo un gesto de disgusto, y rompiendo el papel empez? a escribir otro.

--?No sale, no sale la cartita? --dijo D. Patricio sonriendo--. Se conoce que es de amores. No a todos los mortales es dado manifestar elegantemente sus pensamientos en forma literaria. ?Quiere usted que vea si puedo yo sacarle del paso?

--Gracias; no es preciso... ?Conque dec?a usted, se?or don Patricio, que el rey...?

--Yo no voy a ese manicomio.

--Har?n bien.

--Bien s? que usted, al hablar de este modo, lo hace por esp?ritu de oposici?n, y que dice lo contrario de lo que piensa. Es particular que le parezcan a usted detestables esas sociedades tan propias de un pueblo libre, y que se le antojen majaderos y charlatanes los hombres eminentes que en ellas derraman el fruct?fero roc?o de la palabra constitucional. Si no conociese el gran entendimiento de usted...

El joven sigui? escribiendo sin atender a las palabras del d?mine. Pas? un rato, durante el cual uno y otro callaron. Despu?s, Monsalud rompi? por segunda vez el papel escrito y empez? otro.

--Vamos, que est? durilla esa oraci?n primera de activa. Ya van dos pliegos rotos.

--Antes me dejar? matar --dijo Monsalud en un arranque espont?neo-- que contribuir a este desorden y figurar en una Sociedad que es un hormiguero de intrigantes, una agencia de destinos, un centro de corrupci?n o infames compadrazgos, una hermandad de pedig?e?os...

--?Ah, ya veo, ya comprendo de qui?n habla usted! --exclam? Sarmiento, soltando r?pidamente la escoba y sent?ndose frente a su amigo--. Esos intrigantes, esos compadres, esos pedig?e?os, esos hermanos son los masones. Bien, muy bien dicho: todas esas picard?as las he dicho yo antes que usted y las repito a quien quiera o?rlas. El Grande Oriente perder? a Espa?a, perder? a la libertad, por su poco democratismo, sus transacciones con la corte, su repugnancia a las reformas violentas y prontas, su templanza rid?cula, su orgullo, su justo medio, su docea?ismo fan?tico, su estancamiento en las pest?feras lagunas de lo pasado, su repulsi?n a todo lo que sea marchar hacia adelante, siempre adelante por la senda constitucional. O hay progreso, o no lo hay. Si lo hay, si se admite, fuerza es que demos un paso cada d?a, que a cada hora desbaratemos una antigualla para construir una novedad, que a cada instante discurramos el modo de dar al pueblo una nueva dosis de principios, y que no se aparte de nuestra mente la idea de que hoy hemos de ser m?s liberales que ayer, y ma?ana m?s que hoy... Pero ?se r?e usted?

--No, no me r?o. Oigo al se?or don Patricio con much?simo gusto.

--He estado mucho tiempo fuera de Madrid --dijo Salvador--, y al regresar he o?do hablar mucho de esa nueva hermandad. Por lo visto, el se?or Sarmiento pertenece a ella. S?rvase usted explicarme en qu? consiste.

--?Confederaci?n! ?Padilla! ?Qu? ensalada es esa?

--?Y la Confederaci?n se divide en talleres?

--?Y se puede ver eso? ?Se puede ir all?? --dijo Salvador demostrando curiosidad--. Supongo que habr? juramentos y pruebas...

--Le presentar?, se?or don Salvador. Nuestra Confederaci?n se honrar? mucho con que usted entre en ella.

--Amigo m?o --dijo Sarmiento con gravedad--. No es cosa de risa una sociedad donde se jura morir defendiendo a la patria, y donde se cumple lo que se jura.

--Eso es lo que no se ha probado todav?a.

--Yo se lo probar? a usted; se lo probar? --exclam? vivamente don Patricio, apoy?ndose en la escoba como un centinela en el fusil.

--Si usted me hiciera el favor... --indic? sonriendo Monsalud.

--?De prob?rselo?

--No; de callarse. Un momento nada m?s, querid?simo amigo m?o.

--Si no digo una palabra... Escriba usted --indic? el maestro recomenzando su interrumpida tarea--. Voy a purificar mi escuela, a barrer, dig?moslo as?, mientras usted escribe la carta. ?Quiere usted que se la dicte?

--No, gracias. El asunto es delicado; pero a la tercera ha de salir.

Y, en efecto, sali?.

Es indispensable el conocimiento de todas las familias que viv?an en aquella casa. Ocupaba el principal Salvador Monsalud con su madre, y el segundo un se?or taciturno y reservado, del cual los vecinos, a excepci?n de Salvador, no conoc?an m?s que el nombre, ignorando sus antecedentes y sus ideas pol?ticas, a pesar de las importunas pesquisas que por averiguarlo hac?a diariamente el curioso Sarmiento. Este y su hijo Lucas, sastre de oficio, ocupaban una de las habitaciones del piso tercero, sirviendo la otra de morada a Pujitos, gran maestro de obra prima, miliciano nacional, patriota, cuasi orador, cuasi h?roe, y un si es no es redactor de diarios pol?ticos, que para todo hab?a en aquel desmesurado entendimiento.

El habitante del cuarto segundo era un hombre decente, con indicios en toda su persona de pobreza decorosamente combatida y disimulada por el aseo, la econom?a, las cepilladuras de la ropa y otros artificios que no siempre realizaban el fin deseado. Ten?a m?s de cincuenta a?os, aspecto d?bil y enfermizo, rostro muy melanc?lico, apagados ojos, ademanes corteses y fr?os, escas?sima propensi?n comunicativa y costumbres tan tranquilas como met?dicas. Jam?s anochec?a sin que estuviese dentro de su casa. A horas fijas sal?a, y a horas inalterables entraba. Era rar?simo acontecimiento que alguien le visitase, y su morada era silenciosa y triste, como vivienda de cartujos.

Como cronistas sentimos tener que decir que Solita era fea. Fuera de los ojos negros, que aunque chicos eran bonitos y llenos de luz, no hab?a en su rostro facci?n ni parte alguna que aisladamente no fuese imperfect?sima. Verdad es que hermoseaban la incorrecta boca fin?simos dientes; mas la nariz redonda y peque?a desfiguraba todo el rostro. Su cuerpo habr?a sido esbelto si tuviera m?s carne; pero su delgadez exagerada no carec?a de gracia y abandono. Mal color, aunque fino y puro, y un metal de voz delicioso, apacible, que no pod?a o?rse sin sentir dulce simpat?a, completaban su insignificante persona. Es sensible para el narrador que su dama no tenga siquiera un par de maravillas entre la ra?z del cabello y la punta de la barba; pero as? la encontramos y as? sale, tal como Dios la cri?, y tal como la conocieron los espa?oles del a?o 21.

--O este hombre es un emisario de la Santa Alianza --sol?a decir Sarmiento-- o un apoderado de los republicanos franceses. A estos viejos ojos que tanto han visto, no se les escapa nada.

Al anochecer de aquel d?a en que nuestra relaci?n comienza, entr?, como de costumbre, en su casa el padre de Solita. Esta, que se hallaba acompa?ando a do?a Fermina, subi? a su habitaci?n cuando sinti? los pasos de Gil. Al poco rato subieron tambi?n Sarmiento y Monsalud, acompa?ados de Lucas, que a la saz?n volv?a de la plaza de Palacio, y los tres entraron en el principal, porque el maestro de escuela gustaba de platicar con do?a Fermina sobre la cosa p?blica en que ?l era, como el lector sabe, tan experto.

Reunidos los cuatro, Lucas cont? los sucesos de aquella tarde, que consist?an en dos piedras arrojadas al coche de Su Majestad, en diversos gritos patri?ticos, en un miliciano herido por un guardia, y algunas contusiones y corridas de escasa importancia.

--A pesar de eso --dijo Sarmiento gravemente--, no aprender?. Seguir? oponi?ndose a la plantificaci?n l?gica del sistema constitucional; fomentar? la superstici?n y el fanatismo. Si yo fuera llamado a regir los destinos de la naci?n; supongan ustedes que lo fuera..., ?eh?, pues bien: mi primer decreto ser?a para suprimir el cuerpo de Guardias. Mientras la camarilla tenga la probabilidad de ese apoyo, la libertad no echar? profundas ra?ces en el hispano suelo.

--Esta tarde se ha dicho --indic? Lucas-- que el gobierno va a disolver la Guardia.

--?Lo ven ustedes? Mi idea... es idea m?a.

--Y a cerrar las sociedades patri?ticas.

--Esa no es idea m?a. La rechazo. Por el contrario, se?or don Salvador, do?a Fermina, yo abrir?a en cada calle dos por lo menos, dos caf?s patri?ticos, y los subvencionar?a con fondos del estado, para que se propagase la idea constitucional. ?Qu? le parece al se?or don Salvador mi idea?

--Excelente --respondi? el joven, ocupado a la saz?n en hojear varios libros que sobre la mesa de la habitaci?n hab?a.

--Ya que est? aqu? el se?or don Patricio --dijo do?a Fermina despu?s de hablar un rato con la criada-- no se ir? sin tomar chocolate. Y lo mismo digo a usted, Lucas.

Sarmiento, que, dicho sea en honor de la verdad hist?rica, no hab?a ido a otra cosa, respondi? de este modo:

--No se moleste la se?ora... Siento haber venido; pero si se ha de enojar usted con nuestra negativa, aceptamos... Madre e hijos son tan amables, que, la verdad, cuando uno entra en esta casa, no encuentra la puerta para salir.

--Gracias, se?or don Patricio.

--?Saben ustedes --dijo con aire misterioso Lucas-- que esta tarde vi en la plaza de Palacio al vecino del cuarto segundo? Estaba hablando con un guardia.

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