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Munafa ebook

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Read Ebook: 7 de julio by P Rez Gald S Benito

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Ebook has 1656 lines and 52790 words, and 34 pages

Release date: August 15, 2023

Original publication: Madrid: Perlado, P?ez y Compa??a, 1906

Credits: Ram?n Pajares Box.

NOTA DE TRANSCRIPCI?N

EPISODIOS NACIONALES

Es propiedad. Queda hecho el dep?sito que marca la ley. Ser?n furtivos los ejemplares que no lleven el sello del autor.

B. P?REZ GALD?S EPISODIOS NACIONALES SEGUNDA SERIE

MADRID PERLADO, P?EZ Y COMPA??A Arenal, 11 1906

EST. TIP. DE LA VIUDA E HIJOS DE TELLO IMPRESOR DE C?MARA DE S. M. C. de San Francisco, 4

Parece que no ha pasado el tiempo. Todo est? lo mismo. Ved la calle, la casa, los peces de colores nadando y revolvi?ndose con incesantes curvas en sus estanques; ved las jaulas de grillos colgadas en racimos a un lado y otro de la puerta; fijad la atenci?n en la ventana de la escuela, y o?d el rumor de moscardones que por ella sale. Nada ha cambiado, y don Patricio Sarmiento, puntual e inmutable en su silla como el sol en el firmamento, esparce la luz de su sabidur?a por todo el ?mbito del aula. Lo mismo que el a?o pasado, est? explicando la desastrosa historia y tr?gica muerte de Cayo Graco; pero su voz elocuente a?ade estas fat?dicas palabras: <>

Entonces est?bamos en febrero de 1821; ahora estamos en marzo de 1822. Durante este a?o de anarqu?a, en el transcurso de estos trescientos sesenta y cinco motines, la calle de Coloreros no ha sufrido variaciones importantes. Don Patricio no parece m?s viejo: al contrario, creer?asele rejuvenecido por filtros milagrosos. Est? m?s inquieto, m?s exaltado, m?s vivaracho; su pupila brilla con m?s fulgor, y la contracci?n y dilataci?n de las venerables arrugas de su frente indican que hay all? dentro hirviendo volc?n de ideas.

Cuando suena la hora del descanso y salen los chicos, atropell?ndose, golpeando el suelo con sus pies impacientes y llenando toda la calle con un desatorado estruendo de chillidos, payasadas y cabriolas, que afortunadamente duran poco, don Patricio limpia sus plumas, se arregla el gorro, para que ninguna parte de su cr?neo quede en descubierto, y unas veces con la regla en la mano, otras con las manos en los bolsillos, sale al portal entonando entre dientes patri?tica cancioncilla.

Si Lucas est? en su puesto, padre e hijo hablan un rato antes de subir a comer. Otras veces don Patricio planta su pintoresca figura majestuosa en el umbral, mira al cielo, husmea la temperatura y direcci?n del viento, y si sus remos se han entumecido, da un paso hasta el arco de San Gin?s, sentando los pies con fuerza y estruendo para que entren en calor. Algunas palabras sonoras salen de su pecho, mientras mira de nuevo el cielo, como si en la inalterable grandeza de este viera una imagen de la inmortalidad.

Un d?a don Patricio cantaba:

Para arreglar todito el mundo tengo un remedio singular, y es un martillo prodigioso que a un nigromante pude hurtar. Cuando pretendan los malvados el despotismo entronizar, este martillo puede solo entronizar la libertad.

Una joven se acerc? a ?l con intenci?n de hablarle.

--Hola, madamita --dijo Sarmiento deteni?ndose junto a la puerta de su casa y echando las manos a la espalda--. ?Cu?nto bueno por aqu?! Hoy ha venido usted tarde, y el p?jaro ha volado.

--?No est?? --pregunt? la joven con desconsuelo.

El semblante de la que se expres? de este modo no indicaba una salud perfecta, ni su vestido un bienestar mundano digno de envidia. P?lida y triste, Solita dec?a a todo el mundo, con solo mirar, que el a?o transcurrido hab?a sido un fardo de bastante peso. Mas al mismo tiempo pod?a observar en ella quien supiera hacerlo, una firme resoluci?n de resistir cuantas cargas le echara Dios encima, aunque tuvieran toda la pesadumbre imaginable. ?Y en la forzosa modestia de su atav?o hab?a tanto anhelo de parecer bien, una decencia tan escrupulosa, una dignidad tan bien sostenida...! En suma, Solita sab?a ser pobre, cualidad rara en todos los tiempos.

--No est? --repiti? con cierta displicencia Sarmiento, cual si quisiera mortificar a su antigua vecina--. Los hombres de ocupaciones no pueden estar todo el d?a en casa esperando a las ni?as que van a buscarles.

--?Sabe usted si ha ido ya a la oficina? --pregunt? Soledad sin hacer caso de la grosera observaci?n del maestro.

--?A casa del se?or duque?

--S?, se?or. Aunque es temprano...

--All? estar? sin remedio.

--Pues voy. Muchas gracias, don Patricio.

La madamita parti?, y Sarmiento, encar?ndose con su ilustre hijo, que acababa de soltar la aguja para subir a comer, le dijo:

--Ah? tienes otra vez a la hija de cabra, a la ni?a del se?or Gil, a esa loca y traviesa muchacha, visitando a nuestro don Salvador. Ya ha venido cuarenta veces en lo que va de a?o.

--Lo menos.

--Es una buena pieza. ?Qui?n lo hab?a de decir vi?ndola tan mortecina, tan suavecita, tan humildota que su voz parece m?sica de los ?ngeles del cielo! Pero la miseria todo lo corrompe, y Solita no ha podido menos de entrar en el camino de la perdici?n para encontrar un pedazo de pan que ponerle en la boca al tunante de Cuadra. Justo castigo ?vive Dios! de las ideas contrarias a la libertad de los pueblos... Subamos, hijo.

--Me da l?stima de ese pobre se?or --manifest? Lucas dando el brazo a su padre para ayudarle a subir.

--A m? no --repuso Sarmiento--. Si nos andamos con sensibilidades peligrosas, que lejos de amansar, dan mayores alientos a los enemigos de la patria, llegar? un d?a en que se ensoberbezcan demasiado y se nos pongan por montera. Es preciso ser inexorables, es preciso que cerremos a la compasi?n mujeril nuestros corazones generosos. ?Lo entiendes bien? Esto te sorprender?, pues has visto siempre en tu padre la mayor mansedumbre y templanza; pero has de saber que los tiempos hacen a las personas, y yo soy un hombre que predica constantemente a sus amigos el rigor y la crueldad, porque estamos en d?as de exterminio, querido hijo, estamos en la alternativa de cortar cabezas o dejar que nos la corten...

--?Pobre se?or Gil! --repiti? Lucas--. Yo no le creo capaz de cortar cabezas.

--?F?ate del agua mansa!... ?Chilindr?n! Esos p?caros no escarmientan. Le viste reducido a prisi?n; le viste salvado de milagro; le viste errante por aldeas y despoblados; le ves al fin refugiado de nuevo en Madrid al amparo de Naranjo, otro brib?n, para quien la horca no se ha levantado todav?a, pero se levantar?, se levantar?, descuida... Pues bien: ?ves a Gil de la Cuadra arrinconado, miserable, enfermo, olvidado? Pues est? conspirando.

Lucas manifest? sus dudas con una especie de gru?ido.

--T? eres un inocent?n --dijo Sarmiento--. Como no tienes hiel, crees que todos son lo mismo. Pues s?: yo te aseguro que Gil de la Cuadra sigue conspirando. Pero vaya usted a decir esto a los amigos. Se r?en, le llaman a uno mentecato, so?ador de conjuras, hombre oficioso que anda buscando el pelo al huevo. A?ade a esto que el ministerio del se?or Mart?nez protege a todos los pillos absolutistas, y comprender?s si el alma de un patriota ferviente como yo puede estar dispuesta a los sentimientos dulces, a los filil?es de lastimillas y consideraciones. ?Ay! --a?adi? dando un gran suspiro--. Si yo pudiera..., si yo pudiera decir un solo d?a: <> ?Sabes que es pesadita esta escalera? ?Malditas sean mis piernas! Cualquiera me tomar?a por un vejete achacoso al ver que no puedo subir seis escalones sin morirme de fatiga... Te digo, querido Lucas, que si llegara el d?a..., puede que llegue..., que si llegara ese d?a, ver?as a un hombre. No aseguro yo que no pueda ser, y otras cosas m?s raras se han visto. ?Por vida de la chilindraina!... Fig?rate t? que las cosas se arreglaran de modo que yo... ?Caracoles! Pero ?cu?ndo se acaba esta escalera? ?Pobres piernas m?as y pobres pulmones m?os!... En tal caso, yo arreglar?a f?cilmente este desconcertado pa?s, limpi?ndolo de la mala sangre que hay en ?l... Pero ?todav?a quedan escalones? ?Ah!... Gracias a Dios: ya estamos arriba... Pues cortando cabezas y m?s cabezas... Bendito sea Dios, ?qu? apetito tengo! A comer.

Solita, despu?s de andar breve rato por las calles de Madrid, lleg? a casa del duque del Parque y penetr? en las oficinas, que estaban en el piso bajo a la izquierda del portal o vest?bulo, cuadra tan ancha que los coches de Su Excelencia pod?an dar la vuelta para detenerse ante la gran escalera principal. Conoc?a tan bien la joven aquellos lugares donde se albergaba el personal administrativo de la casa, que no necesit? ser guiada, ni menos anunciada por el portero. Penetr? resueltamente, y al final de oscuro pasillo empuj? con suavidad una puerta y mir? hacia adentro... Estaba.

--Entra, Solilla --dijo Monsalud riendo--. Entra y si?ntate.

--?Tienes mucho que hacer, hermano? --pregunt? la muchacha, corriendo a sentarse junto a la mesa en que Salvador escrib?a.

--No, puedes acompa?arme un rato. ?Y el se?or Gil?

--Lo mismo. Le he dejado durmiendo. Siempre consumido de tristeza y cada vez m?s deca?do. No hay duda que le atormenta la idea de quitarse la vida. Si yo no tomara tantas precauciones, ya nos habr?a dado un susto.

Hablaba Soledad con agitaci?n. Sus mejillas ligeramente se coloreaban; mas no puede asegurarse si este fen?meno ten?a por causa el cansancio o la satisfacci?n de verse all?, tan cerca de su antiguo vecino y amigo de siempre. Miraba a todos lados, demostrando inter?s cari?oso por los varios objetos de la estancia, desde el archivo que ocupaba un testero, hasta los cuadros viejos y malos que cubr?an el otro. Eran retratos desechados por carecer de condiciones art?sticas, algunos paisajes a la flamenca, cacer?as y tambi?n batallas absurdas, en que se ve?an caballos muertos que parec?an cerdos blancos; arcabuceros apuntando al cielo, culebrinas que vomitaban bermell?n, y torres muy pulidas por cuyas almenas asomaban lindos arqueros empenachados con plumas de distintos colores.

A Sola le parec?a hermos?simo aquel museo. Despu?s que lo observ? todo con claras muestras de placer infantil, fij? los ojos en la mesa y vio con sorpresa que no estaba, como otros d?as, llena de papeles amarillos y empolvados, de expedientes, cuadernillos, cartas y libros de asiento, sino de hermosos vol?menes con canto de oro y fin?simas pastas; vio tambi?n que su hermano ten?a delante varios pliegos donde no hab?a, como otras veces, grandes filas de n?meros semejantes a ej?rcitos en disposici?n de entrar en batalla, sino renglones de prosa seguida y corriente.

--?Qu? est?s haciendo? --pregunt? Sola a su hermano con amable confianza.

--Para ti no hay secretos --repuso el joven separando la vista del papel--. Esto no es una cuenta, es un discurso que me ha encargado el se?or duque.

--?Un discurso?

--S?; para pronunciarlo pasado ma?ana en las Cortes. Ya me falta poco --a?adi? tomando un libro y hoje?ndolo--. Veamos lo que dice Voltaire sobre este punto, porque has de saber que Su Excelencia quiere que en el discurso haya muchas citas, y que en cada p?rrafo hablen por su boca dos o tres fil?sofos.

La muchacha se ech? a re?r, aunque no comprend?a bien la gracia de aquella observaci?n. Pero se hab?a acostumbrado a ser eco fiel de las ideas y de las sensaciones de su hermano, y su hermano en aquella ocasi?n parec?a contento. Al escribir un p?rrafo mostraba, con sonrisas y gestos, burlesco orgullo y satisfacci?n de sus dotes literarias.

En tanto Soledad, fijos los ojos en el semblante del confeccionador de discursos y en la mano con que escrib?a, apoyando sus codos en uno de los lados de la mesa, no cesaba de tocar, mover y dar vueltas a los objetos que m?s cerca ten?a. Sent?a la pueril necesidad de enredar que nos invade cuando en momentos de vaga contemplaci?n y de serenidad de esp?ritu, cae alg?n cachivache bajo la acci?n de nuestras ociosas manos. Solita cog?a un libro para volverlo a colocar por el otro lado; levantaba un pedazo de plomo destinado al corte de plumas, y con ?l tocaba cadenciosamente sobre la mesa una especie de marcha; acariciaba las barbas de una pluma roz?ndolas a contrapelo, y por ?ltimo, tomando un l?piz, hizo varias rayas y c?rculos sobre el forro de un cuaderno. ?Extra?a fuerza que hace describir a las manos acompasado vaiv?n, siguiendo el misterioso ritmo de las ideas!

--Vamos, atr?vete a decirme que no s? hacer discursos --indic? Salvador jovialmente disponi?ndose a leer--. Escucha y tiembla: <> Pero dejemos estas tonter?as y pensemos en otra cosa. Esta ma?ana estuve esper?ndote en mi casa, creyendo que ir?as por all?.

--Ya sabes que no puedo salir cuando quiero. Desde anteayer estoy proyectando el viaje; pero no he tenido ocasi?n hasta hoy. Una vez por semana me has mandado que te vea. Si dejo pasar diez d?as, es porque no puede ser de otra manera.

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