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Munafa ebook

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Read Ebook: Los cien mil hijos de San Luis by P Rez Gald S Benito

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Ebook has 1349 lines and 57759 words, and 27 pages

Gracias a nuestro dinero y a nuestro buen porte, pod?amos disfrutar de todas las comodidades posibles en las posadas. El calor nos obligaba a detenernos durante el d?a, caminando por las noches, y ni en Castilla ni en Arag?n tuvimos ning?n mal encuentro, como recel?bamos, con milicianos, ladrones o esp?as del gobierno.

M?s all? de Zaragoza empezamos a temer que nos salieran al paso las tropas de Torrijos o de Manso. Por eso, en vez de tomar directamente el camino de Catalu?a, subimos hacia Huesca. Salvador, cuya antipat?a a los facciosos y guerrilleros era violent?sima, se mostr? disgustado al considerarse cerca de ellos. Entonces tuve un momento de s?bita tristeza oy?ndole decir:

--Cuando lleguemos a un lugar seguro o est?s entre tus amigos, me volver? a Madrid.

Yo deseaba que no llegasen ni el lugar seguro ni tampoco mis amigos. Pero aunque mi tristeza fue grande desde aquel momento, apoder?ndose de mi coraz?n como un presagio de desventuras, estaba muy lejos de sospechar el espantoso golpe que nos amenazaba, consecuencia providencial de nuestra falta y de mi criminal ligereza. ?Ay!, piensa el malo que sus alegr?as han de ser perpetuas, y la misma grata corriente de ellas le lleva ciego a lo que yo llamo la sucursal del infierno en la tierra, que es la desgracia y el anticipado castigo de los delitos.

De Huesca nos dirigimos a Barbastro, siguiendo por un detestable camino hasta Benabarre, donde entramos al anochecer. Detuvieron nuestro coche algunos hombres, y al verles, exclam?:

--?Los guerrilleros! Ya estamos en casa.

Salvador mostr? gran disgusto, y cuando fuimos interrogados, dio algunas contestaciones que debieron sonar muy mal en los o?dos de los soldados de la fe. Yo ten?a confianza en mi gente y la seguridad de no ser detenida; pero no me fue posible evitar ciertas molestias. Nos hicieron bajar del coche antes de llegar a la posada y presentarnos a un r?stico capit?n que estaba en la venta del camino bebiendo vino juntamente con otro guerrillero, al modo de frailazo, armado de pistolas, y con dos o tres individuos de mal?sima catadura.

Sus maneras no eran en verdad nada corteses, a pesar de defender causa tan sagrada como es la del altar y el trono; pero con dos o tres palabras dichas en?rgicamente y en tono de dignidad, me hice respetar al punto. Yo mostraba mis papeles al que me parec?a jefe, cuando observ? que uno de los hombres all? presentes miraba a mi compa?ero de viaje con expresi?n poco tranquilizadora. Llegose a ?l, y poni?ndole la mano en el hombro, le dijo con brutal modo y expresi?n de venganza:

--?Me conoces? ?Sabes qui?n soy?

--S? --le respondi? Monsalud, p?lido y col?rico--. Ya s? que eres un hombre vil: tu nombre es Regato.

El desconocido se abalanz? en adem?n hostil hacia mi amigo; pero este supo recibirle con tanta valent?a, que le hizo rodar por el suelo, ba?ado el rostro en sangre. Quedeme sin aliento al ver la furia de aquella gente ante el mal trato dado a uno de los suyos. Milagro de Dios fue que no pereci?semos all?; pero el capit?n parec?a hombre prudente, y haciendo salir de la venta al agraviado, nos notific? que est?bamos presos hasta que el jefe decidiera lo que se hab?a de hacer con nosotros.

Afectando serenidad, d?jele que mirara bien lo que hac?a, por ser yo persona de gran poder en la frontera y en Palacio; pero encogi?ndose de hombros, tan solo me permiti?, despu?s de largas discusiones, hablar al que ellos llamaban coronel. Sal? desalada de la venta, dejando en ella la mitad de mi alma, pues all? qued? guardado por dos hombres mi ultrajado amigo, y me present? al coronel, que era un capuchino de Cervera.

Acababa de despachar Su Paternidad un bodrio y dos azumbres que le hab?an puesto para que cenase, y despu?s del pienso, no ten?a al parecer la cabeza muy serena. Sin embargo, no me trat? mal. D?jome que el se?or Regato le hab?a informado ya de qui?n era mi acompa?ante, y que en vista de sus antecedentes y circunstancias, no pod?an soltarle. P?seme furiosa: yo me cre? capaz de destrozar solo con mis u?as a aquel tremendo fraile coronel, cuyas barbas y salvaje apostura pon?an miedo en el coraz?n m?s esforzado. Sin miramiento alguno le increp?, dici?ndole cuantas atrocidades me vinieron a la boca y amenaz?ndole con pedir su cabeza al rey; pero ni aun as? logr? ablandar aquella roca en figura de bestia. Oyome el b?rbaro con paciencia, sin duda por ser m?s fraile que guerrero, y resumi? sus resoluciones dici?ndome:

--Usted, se?ora, puede ir libremente a donde le acomode; pero ese hombre no me sale de aqu?.

?Ay!, si yo hubiera tenido a mis ?rdenes diez hombres armados, habr?a atacado al batall?n, cuadrilla o lo que fuera, segura de destrozarlo: que tanto puede el furor de una hembra ofendida. Volv? a la venta, resuelta a sacar de ella a Salvador con mis propias manos, desafiando las armas de sus guardianes; pero cuando entr?, mi compa?ero de viaje, mi adorado amigo, mi pobre marqu?s de Berceo, hab?a desaparecido. Le llam? con la voz ronca de tanto gritar; le llam? con toda mi alma; pero no me respondi?. Una mujer andrajosa, que parec?a tan salvaje y feroz como los hombres que en aquel pueblo vi, sali? conmigo al camino, y se?alando a un punto en la oscuridad del espacio negro, dijo sordamente:

--All?.

Y mirando hacia donde su dedo me indicaba, vi unas grandes sombras que parec?an murallones almenados y como ruinas hendidas. Pregunt? qu? sitio era aquel, y la desconocida me contest?:

--El castillo.

La mujer, llevando una cesta con provisiones, march? en direcci?n del castillo. Yo la segu?. No tardamos en llegar, y por una poterna desvencijada que se abr?a en la muralla, despu?s de pasado el foso sin agua, penetramos en un patio lleno de escombros y de hierba.

--?Aqu?, aqu? le han encerrado! --exclam? mirando a todos lados como quien ha perdido el juicio.

La mujer se detuvo ante m?, y se?alando el suelo dijo con voz muy l?gubre:

--?Abajo!

Corr? hacia el pueblo, decidida a ver de nuevo al coronel capuchino de Cervera. Pero tanta agitaci?n agot? al fin mis fuerzas, y tuve que sentarme en una gran piedra del camino, fatigada y abatida, porque a mi primera furia sustituy? una aflicci?n profund?sima que me hizo llorar. No recuerdo haber derramado nunca m?s l?grimas en menos tiempo. Al fin, sobreponi?ndome a mi dolor, segu? adelante, jurando no continuar el viaje sin llevar en mi compa??a al infeliz cuanto adorado amigo de mi ni?ez. Despert? al capuchino, que ya roncaba, el cual de muy talante repiti? su fiera sentencia, diciendo:

--Usted, se?ora, puede continuar su viaje; pero el otro no saldr? de aqu? sin orden superior. Yo s? lo que me digo. ?Pisto!, que ya me canso de sermonear. Vaya usted con Dios y d?jenos en paz.

Despreciando su barbarie, insist? y amenac?, y al cabo me dio algunas esperanzas con estas palabras:

--El jefe de nuestra partida acaba de llegar. H?blele usted a ?l.

--?Qui?n es el jefe?

--Don Saturnino Albu?n --me contest?.

El centinela me dijo que no se pod?a pasar; pero apelando a mis bolsillos, pas?. En la escalera, en el pasillo alto, fui repetidas veces detenida; pero con el mismo talism?n abr?ame paso.

--Ah? est? --me dijo un hombre se?alando una puerta, detr?s de la cual se o?an alteradas voces en disputa. Sin reparar m?s que en mi af?n empuj? la puerta y entr?.

Albu?n, que estaba en pie, se volvi? al sentir el ruido de la puerta, y me interrog? con sus ojos, que expresaban sorpresa y c?lera por mi brusca entrada. Otro guerrillero estaba junto a la mesa con los codos sobre ella, encendiendo un cigarro en la luz del vel?n de cobre que alumbraba la estancia.

--?Qu? se le ofrece a usted, se?ora? --me dijo Albu?n moviendo con gesto de impaciencia su ?nica mano.

No hab?a yo dado cuatro pasos dentro de la habitaci?n, cuando observ? que m?s all? de la mesa hab?a otro hombre, apoltronado en un sill?n, con los pies extendidos sobre una banqueta, inclinada la cabeza sobre el hombro, y durmiendo tranquilamente con ese sue?o del guerrillero cansado que acaba de recorrer dos provincias y marear a dos ej?rcitos. Al verle, ?Santo Dios!, me qued? yerta, muda como estatua: no pude pronunciar una palabra, ni dar un paso, ni respirar, ni huir, ni gritar. El terror me arranc? s?bitamente del pensamiento mis angustias de aquella noche.

Aquel hombre era mi marido.

Pasado el primer instante de terror, en m? no hubo otra idea que la idea de huir, de desaparecer, de desvanecerme como el humo o como la palabra vana que se lleva el viento.

--Pero ?qu? se le ofrece a usted, demonio? --repiti? el guerrillero.

--?Nada! --contest?. Y a toda prisa sal? de la habitaci?n.

Yo creo que ni un rel?mpago corre como yo corr? fuera de la casa. No ve?a m?s que el camino, y mi veloz carrera nunca me parec?a bastante apresurada para llegar al centro del pueblo, donde hab?a dejado mi coche.

A lo lejos, detr?s de m?, sent? voces que dec?an burlonamente:

--?La mujer loca, la mujer loca!

Eran los b?rbaros a quienes yo hab?a dado tanto dinero para que me dejasen pasar. A cada instante volv?a la cabeza por ver si mi marido ven?a corriendo detr?s de m?.

Llegu? medio muerta a donde estaba mi coche, y tirando del brazo al cochero para que despertase, grit?:

--Francisco, Francisco, vuela, vuela fuera de este horrible pueblo.

Y me met? en el coche.

--?A d?nde vamos, se?ora? --me pregunt? el buen hombre sacudiendo la pereza.

--?Est?s sordo? Te he dicho que vueles... ?Hablo yo en griego? Que vueles, hombre. Mata los caballos; pero ponme a muchas leguas de aqu?.

--?A d?nde vamos, se?ora? ?Hacia la Seo?

--Hacia el infierno si quieres, con tal que me saques de aqu?.

Mi coche parti? a escape, y siguiendo el camino en direcci?n a Tremp, pas? junto a la malhadada casa donde hab?a visto a mi esposo. Entonces los b?rbaros reunidos junto a la puerta me aclamaron otra vez, arrojando algunas piedras a mi coche. Su grito era:

--?La mujer loca, la mujer loca!

En efecto, lo estaba. ?Ah! ?Benabarre, Benabarre, maldito seas! En ti acab? mi felicidad; en las espinas de tu camino dej? clavado mi coraz?n chorreando sangre. Fuiste mi calvario y la piedra resbaladiza de mal ag?ero donde ca? para siempre, cuando m?s orgullosa marchaba. Fuiste el tajo donde el cielo puso mi cabeza para asegurar el golpe de su cuchilla; pero con ser obra del cielo mi castigo, ?te odio, execrable pueblo de bandidos! ?Sepulcro de mi edad feliz, no puedo verte sin espanto, y mientras tenga lengua, te maldecir?!

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