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Munafa ebook

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Read Ebook: Tres mujeres: La recompensa Prueba de un alma Amores románticos by Pic N Jacinto Octavio

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Ebook has 297 lines and 19325 words, and 6 pages

--Os llamo porque ocurren grandes novedades. Estamos medio arruinados. No podemos seguir viviendo con la holgura relativa que hemos disfrutado hasta ahora. Es necesario que uno se separe de m? y de su hermano. Tengo la seguridad de conseguir un buen destino para Ultramar. Mientras cambia la fortuna, es preciso que uno de vosotros se vaya muy lejos y ayude a los que aqu? quedemos. ?Qui?n quiere separarse de m?? ?Qui?n se quiere quedar? Resolvedlo vosotros, y dec?dmelo ma?ana.

Oy?ronla ambos en silencio y aquella misma noche se reunieron a deliberar.

Valeria, descalza, para no ser sentida, fue hasta la puerta del cuarto donde estaban, y pegando la oreja al ojo de la llave escuch? todo lo que hablaron.

--?Has o?do a madre?--dijo Juan.

--S?--repuso Pedro.

--?Y qu? dices?

--Que no me voy.

--Ni yo tampoco.

--?Por qu??

--Porque no me separo de ella... ni de ti.

--Lo mismo digo.

--Pues ella dispone que se vaya uno.

--Ya le haremos ceder.

--?Y si no cede?

--Ya no pienso en casarme. Estoy dispuesto a ganar un jornal, a arrancar piedras con los dientes, a todo, menos a separarme de ella.

--Tienes raz?n. Igual pienso yo. Aqu? a su lado soportar? escasez, pobreza, lo que venga: yo tambi?n renuncio a la mujer que amo; pero ?irme lejos, exponerme a que mi madre se muera sin verla? ?Eso no! Aunque lo mande. Si quieres, m?rchate t?.

--Y ?por qu? he de ser yo el sacrificado? ?No soy tan hijo suyo como t??

Aquellos dos muchachos, que se quer?an entra?ablemente, que jam?s hab?an re?ido por nada, ni de ni?os ni de mozos, estuvieron a punto de venir a las manos. Con todo transig?an, todo lo aceptaban menos lo que pudiera significar despego hacia su madre. Cruz?ronse entre ellos algunas palabras fuertes, algunas frases agrias; pero al fin pudo el cari?o m?s que ning?n otro sentimiento, y Juan dijo:

--Mira, no a?adamos a la pesadumbre que ya tenemos la pena de enfadarnos uno con otro. No hay remedio: si madre lo manda, uno tendr? que sacrificarse. Que ella lo designe, y ese que baje la cabeza, obedezca y se resigne sin chistar. ?Convienes en ello?

--Convenido, ella decidir?.

Y abri?ndose mutuamente los brazos, lloraron juntos, como dos ni?os.

Valeria les escuch? henchida el alma de alegr?a. Aquel fue el ?nico momento ego?sta de su vida. Todas sus penas hallaron resarcimiento, todos sus dolores tuvieron premio. Luego, andando de puntillas, se alej? de junto a la puerta, y a los pocos d?as, con fingida tranquilidad, dijo que las circunstancias hab?an variado y que la separaci?n no era precisa.

Nunca supo qui?n era su verdadero hijo, pero adquiri? el convencimiento de que ambos adoraban en ella. En un mismo culto la confund?an el que llev? en las entra?as y el que form? con la bondad de su alma. Aquella doble maternidad fue la recompensa de su vida.

La prueba de un alma.

Durante el verano de 188... la concurrencia de ba?istas fue en Saludes mayor que nunca: desde la fundaci?n del balneario no se hab?a visto all? tanta gente, ni tan lucida y bulliciosa.

Los enfermos graves eran pocos, y como por raz?n de su estado se hallaban recluidos en sus habitaciones, no molestaban a los que quer?an divertirse; los cuartos eran limpios, la comida, si no muy delicada, abundante y sabrosa, las camas aceptables, el campo delicioso, y las excursiones sal?an baratas; de suerte que todo el mundo estaba contento, sin acordarse el bolsista de sus negocios, ni el empleado de su oficina, ni la mujer hacendosa de los quehaceres de su casa, ni mucho menos el estudiante de sus libros: las ni?as en estado de merecer disfrutaban bastante libertad para dejarse galantear a sus anchas por los muchachos; y, seg?n malas lenguas, de igual libertad se aprovechaban algunas casadas, si no para permitir que fuese invadido all? mismo el cercado ajeno, a lo menos para demostrar que no lo defender?an mucho cuando, de regreso en la corte, fuesen menor el peligro de la murmuraci?n y las ocasiones m?s seguras.

A que resultara grata la permanencia en Saludes contribu?a mucho el director facultativo, hombre de treinta o pocos m?s a?os, simp?tico, muy inteligente, y en quien se daban reunidas raras circunstancias y envidiables prendas.

El doctor Ruiloz era el primog?nito de un banquero, socio principal de la casa Ruiloz y Compa??a, de Madrid. Desde muchacho se empe?? en seguir la carrera de m?dico, dejando a su segundo hermano el cuidado y la gloria de continuar amontonando millones. En un principio la familia trat? de quitarle de la cabeza aquel prop?sito, mas tan resuelto y decidido le vieron, que no hubo sino dej?rselo lograr. <> Con la tenacidad mostrada al elegir carrera, y con la conducta que observ? al estudiarla, quedaron probadas la energ?a y la fuerza de voluntad que Dios hab?a puesto en el alma de Juan Ruiloz, porque sin mermar a la juventud sus fueros, ni dejar de divertirse durante aquella edad en que la alegr?a es media vida, fue primero modelo de estudiantes y luego espejo de m?dicos.

Trabajando mucho, prescindiendo de la influencia y riqueza de sus padres, verdaderamente obstinado en deberlo todo a su propio esfuerzo, se hizo hombre y comenz? a labrarse la reputaci?n, logrando verla consolidada en pocos a?os con algunos buenos escritos referentes a su facultad, y gracias a unas cuantas curas y operaciones tan sabias como afortunadas. Su estancia en Saludes fue puramente accidental. El m?dico en propiedad del balneario, que era un intimo amigo y compa?ero suyo, cay? enfermo, pidi? licencia, concedi?ronsela, necesit? pr?rroga, se la negaron, y cuando se hallaba a punto de perder la plaza, le dijo Juan:

--No te apures: para estas ocasiones son los amigos de mis padres; yo har? que me nombren director de Saludes, como supernumerario, en comisi?n, sin sueldo, de cualquier modo... y en paz: te curas, y cuando puedas trabajar me retiro modestamente por el foro.

De esta manera lleg? a ser m?dico del humilde balneario el doctor Ruiloz, a pesar de que por entonces ya su nombre corr?a de boca en boca, seguido de tales alabanzas, que nadie pudo comprender c?mo ni por qu? acept? destino tan poco lucrativo. Los que estaban en el secreto de la cosa y conoc?an ?ntimamente a Juan, no se sorprendieron, sabiendo que, a m?s de ser amigo de hacer favores, hab?a en ?l cierta innata tendencia a buscar en lo anormal y extraordinario el encanto de la vida. ?Y d?nde cosa menos vulgar y m?s desacostumbrada para un m?dico rico y mimado por la suerte, que ir a encerrarse en un balneario de tercera clase, en el cual no hab?a de ganar honra ni provecho, s?lo por servir a un compa?ero?

Tal es la excelencia de las buenas acciones, que a veces el favor que se hace en obsequio de uno redunda en provecho de muchos, y as? sucedi? en este caso, porque cuando su clientela adinerada y elegante de Madrid supo que Ruiloz iba aquel a?o de m?dico a Saludes, all? se fueron tras ?l muchas familias de la corte; unas por tener cerca a su doctor favorito, y otras esperanzadas en que, no hall?ndose tan cargado de trabajo, podr?an consultarle m?s despacio, con lo cual acudi? tanta gente, que todo el verano fue agosto para el humilde lugarejo.

Iba ya vencida la temporada, y Ruiloz estaba, aunque no arrepentido del favor hecho a su amigo, cansado de tener m?s trabajo que en Madrid, cuando lleg? a Saludes un matrimonio joven, acompa?ado y servido por una doncella y un ayuda de c?mara: alberg?ronse amos y criados en la mejor casa del pueblo, y en seguida el marido, que se llamaba D. Javier Mol?nez, se present? a Ruiloz dici?ndole que su esposa ven?a enferma, y que s?lo para que ?l la asistiese hab?an hecho el viaje. Fue el doctor a visitarla, pregunt? cuanto crey? conveniente, hizo los reconocimientos propios del caso, infundi? ?nimo en el abatido esp?ritu de aquella se?ora, que adem?s de joven era hermosa, y luego, llegada la noche, y en vista de las reiteradas s?plicas que Mol?nez le hizo para saber el verdadero estado de su mujer, le habl? de este modo mientras paseaban por el jard?n del balneario.

Hizo luego una breve explicaci?n cient?fica, y termin? diciendo:

--Puede vivir unos cuantos meses... tal vez a?os, aunque desgraciadamente no lo espero... y cualquier contratiempo en la marcha de la enfermedad puede tambi?n ocasionar un desenlace fatal en pocos d?as. Acaso la saquemos adelante; pero hoy por hoy su estado es muy grave. Si mejorase algo, lo m?s juicioso ser?a llev?rsela a Madrid.

--?De modo que no hay esperanza?

--Eso... s?lo Dios puede saberlo.

Sin duda Mol?nez ten?a, o hall?, modo de justificar el viaje de su madre pol?tica, pues le telegrafi? para que acudiese a Saludes, donde lleg? a las treinta horas, acompa?ada de una mujer entrada en a?os, que era su ama de llaves, y de una se?orita de gracioso rostro y gentil figura a quien llamaba Julia.

Pocos d?as bastaron para que los Mol?nez y el doctor simpatizaran: entre los atractivos personales de ?ste y el agradable trato de aqu?llos, que se esforzaban en atraerle y agasajarle en beneficio de la enferma, pronto se hicieron amigos. Ruiloz y Javier daban juntos largos paseos, jugaban al ajedrez y con frecuencia com?a el primero en casa del segundo; de suerte que los forasteros siempre ten?an cerca al m?dico y ?ste se complac?a en el afable trato de la familia madrile?a.

Esto suced?a a principios de Agosto.

Transcurrido un mes, todos los habitantes del balneario sab?an que la se?ora de Mol?nez estaba muy aliviada, y que, sin embargo, el doctor cada d?a pasaba m?s tiempo en su casa, con lo cual hallaron fundamento las suposiciones de los mal?volos y ocupaci?n las lenguas de los murmuradores. <>

Realmente, la variaci?n sufrida por Ruiloz en poco tiempo era tal, que s?lo un ciego pod?a dejar de observarla. De alegre, decidor y bromista, se hizo triste, callado y serio; algunos d?as hasta se mostraba desabrido y seco con los enfermos; en el sal?n del balneario apenas pon?a los pies; negose a recibir fuera de las horas marcadas para la consulta y, por ?ltimo, su semblante adquiri? una expresi?n de melancol?a que hubiese justamente alarmado a sus padres y amigos si de improviso llegaran a Saludes.

Este cambio, casi repentino, y las constantes visitas a la familia de Mol?nez, daban cierta apariencia de verdad a la suposici?n de que al doctor no le preocupaba ?nica y exclusivamente el cuidado de un enfermo grave. La mejor?a de Clotilde Mol?nez vali? a Ruiloz muchas enhorabuenas, pero a espaldas suyas dio p?bulo a grandes murmuraciones. Todo el mundo, pas?ndose de listo y sin recordar que en aquella casa hab?a dos mujeres, una soltera y otra casada, cre?a o fing?a creer que el m?dico estaba enamorado de la segunda. Sin embargo, el marido de ?sta pod?a dormir tranquilo.

Quien ocasionaba las cavilaciones del doctor era Julia, la joven que lleg? a Saludes con la suegra de Mol?nez.

Representaba m?s de veinte y menos de veinticinco a?os: ten?a la mirada inteligente y expresiva, las facciones delicadas, el andar airoso y el cuerpo bien formado; pero su principal encanto estaba en la conversaci?n, en el lenguaje, y no s?lo en lo que dec?a sino en el modo de decirlo, porque adem?s de gran claridad de entendimiento y mucho ingenio, descubr?an sus palabras superior bondad de alma y sinceridad extraordinaria.

Era ilustrada sin afectaci?n, religiosa sin fanatismo, honesta sin hipocres?a y franca sin descaro. La ?nica condici?n que pudiera deslucir algo estas cualidades consist?a en cierta dureza y sequedad de genio y acritud en las frases, cuando en la conversaci?n sal?an a plaza determinadas flaquezas humanas: la mentira y el enga?o, el disimulo y la astucia le eran aborrecibles.

Su t?a do?a Carmen, madre de Clotilde y suegra de Mol?nez, parec?a fiar y descansar en Julia para todo lo referente al cuidado de la casa, trat?ndola como a hija y siendo por ella considerada con grande amor y respeto. El cari?o que t?a y sobrina se profesaban era prueba indudable de la buena ?ndole de ambas: las atenciones y el mimo que Julia prodigaba a do?a Carmen contribuyeron mucho a que Ruiloz descubriese en la primera las cualidades que, h?bilmente dirigidas, pueden ser la base de un hogar dichoso.

La sorpresa y las dudas del m?dico nacieron cuando, poco a poco, fue observando que entre Julia, de un lado, y de otro entre su prima y el marido de ?sta, no reinaba la misma cordialidad. Para do?a Carmen era toda mansedumbre y cari?o: respecto de Clotilde y Javier, parec?a vivir en sumisi?n forzada; les dirig?a la palabra cort?s y casi afectuosamente, pero siempre con tal circunspecci?n y mesura, siempre con tan escasa confianza, que la reserva robaba espontaneidad a su lenguaje: dir?ase que med?a y pesaba las palabras, evitando cuidadosamente todo lo que pudiese ocasionar piques y roces. La frialdad que reinaba entre aquellas tres personas era evidente. En vano se esforzaban marido y mujer por cubrir con frases pulidas y mentidos halagos aquella tirantez; in?til era tambi?n la habilidad desplegada por do?a Carmen para ocultar aquella hostilidad mal contenida.

Nada de esto escap? a la penetraci?n de Ruiloz.

La triste situaci?n de esta mujer, sus gracias naturales, aumentadas con el novelesco encanto del misterio, y la particular organizaci?n del m?dico, que, sin duda harto de estudiar el dolor y la materia, buceaba con placer en las profundidades del esp?ritu, hicieron que Ruiloz se apasionase por aquella v?ctima de no sabia qu? injusticias. A su amor contribuyeron, tanto como la figura de Julia, la misteriosa situaci?n en que esta se encontraba y la facilidad con que su propio ?nimo se dejaba influir y dominar por todo lo extraordinario y anormal: sinti? un afecto formado de simpat?a y de piedad, robustecido por la prudencia forzada, y finalmente poetizado por aquella aureola de dignidad y desgracia en que ve?a envuelta a la mujer querida. No le seduc?an sus ojos por expresivos, ni su boca por fresca, ni su talle por esbelto, sino toda ella por cierta atm?sfera de melancol?a que, circund?ndola como un ropaje ideal, daba a sus ojos apacible tristeza, y a su boca sonrisa resignada, y a su cuerpo entero una dejadez y laxitud en mayor grado poderosas y excitantes que la m?s espl?ndida hermosura o la m?s astuta coqueter?a.

Ruiloz ocult? cuidadosamente su amor, pensando que ni la situaci?n de aquella familia ni el poco tiempo que en su amistad llevaba le permit?an por entonces otra cosa; pero este mismo forzoso secreto sirvi? de incentivo a su deseo.

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